A vueltas con la pregunta por el futuro

Para Javier Trímboli, in memoriam
Tiempo es de que sea tiempo
Paul Celan
1.
El futuro, nos dijeron Javier Trímboli y Laura Percaz, “gravita sobre el presente”, en especial sobre la escuela, porque ella “tiene que ver con los nuevos”, con los niños, con aquellos que tienen todo el tiempo por delante. Para abrir su pregunta, para darnos pistas sobre las que pensar, Javier y Laura nos ofrecieron algunas “imágenes contemporáneas” del futuro. Pero el futuro, también en la escuela, no solo se imagina, sino que se hace, aunque nuestras formas de hacer futuro no sean independientes de nuestras formas de imaginarlo. Me propongo pues ampliar la pregunta, comenzando con una breve consideración de los tres modos (al menos) que los seres humanos hemos inventado para dar forma al futuro; para proyectar sobre el tiempo por venir cierto orden, cierta estabilidad y permanencia; y, por tanto, para intentar que nuestras relaciones con el tiempo que viene puedan ser (relativamente) tranquilas y habitables: el proyecto, la promesa y la esperanza.
Si tomamos como punto de partida lo que Javier y Laura destacan de Kosselleck, eso de que el futuro es “un horizonte de expectativas”, tal vez podríamos decir que es desde ese horizonte que los humanos proyectan, prometen y esperan. Pero también podría decirse, a la inversa, que es hacia ese horizonte que los humanos se dirigen pavimentándolo con sus proyectos, sus promesas y sus esperanzas.
Por eso, el “acabamiento del futuro” que Javier y Laura sugieren a partir de una sentencia de Bifo Berardi, tal vez no solo tenga que ver con el declive de las utopías emancipatorias, sino también con nuestra incapacidad (o nuestra impotencia) para crear y sostener, también en la escuela, proyectos, promesas y esperanzas que nos permitan no tanto construir el futuro como humanizarlo, es decir, reducir su hostilidad y su incertidumbre, hacerlo practicable, de manera que gravite sobre el presente, sí, pero de la forma más amable y pacífica que nos sea dado elaborar. Porque tal vez lo que muestran esos diagnósticos tan tajantes es que, en realidad, somos nosotros, los adultos avisados, cínicos y descreídos, los que tenemos todo el futuro por detrás (como si ya nos lo supiéramos) y, además, nos enorgullecemos de ello.
Es cierto que con la idea moderna de progreso (tanto material como moral) los seres humanos pensaron que podían fabricar futuros a su antojo, como fabricaban todas las demás cosas, sometiendo el tiempo a su saber, su poder y su voluntad. Y tenemos ahora la sensación de que el futuro se nos ha escapado de las manos, y no podemos hacer nada. Sin embargo, no está claro que nuestra impotencia para proyectar, prometer y esperar sea solo consecuencia de los tiempos que corren y no dependa también, por ejemplo, de nuestras renuncias y nuestras cobardías.
2.
Podríamos definir el proyecto como una relación singular entre posibilidades, objetivos, planes y tareas. Hacer proyectos es calcular posibilidades, hacer planes y darse tareas, con el fin de realizar unos objetivos que ya hemos anticipado. Hacer proyectos es relacionar lo posible con lo hacedero y esforzarse para hacer real lo que queremos, lo que pretendemos que sea.
La promesa, sin embargo, es más difícil. Dice Marina Garcés en El tiempo de la promesa que “hacemos muchos proyectos y muy pocas promesas. Y las que hacemos o escuchamos son poco creíbles”. Dice también que “las promesas que no hacemos están en los objetos que consumimos, en las tecnologías que utilizamos, en las marcas de ropa y los cosméticos con los que nos ocultamos, en determinadas maneras de hablar o de socializar, en las terapias y los medicamentos, en los manuales que leemos para educar a nuestros hijos, para preparar una entrevista de trabajo o para tener una mente más plácida”; como si la indigencia de nuestra forma de vida estuviera relacionada con nuestra incapacidad de prometer. Dice que hoy en día “las promesas son palabras vacías que se amontonan sin consecuencia alguna”; como si el abuso torticero de las promesas que ya nacen falsas les hubiera hecho perder toda fuerza y toda credibilidad. Y dice que podemos afirmar que “sin futuro no hay promesas”, pero también, invirtiendo la frase, que sin promesas no hay futuro, porque: “¿qué futuro podemos tener si no nos atrevemos a prometernos nada?”.
3.
La promesa añade a nuestras relaciones con el futuro nuevas dimensiones de gratuidad, de libertad y de incondicionalidad. Hacer promesas es crear libremente nuevas posibilidades, y obligarse en ellas. El que hace promesas no anticipa o planifica el futuro, sino que lo crea. El que promete se obliga, pero se ata a sus promesas (y a aquellos a quienes promete) de una forma del todo diferente a la manera como el que hace proyectos se ata a sus planes y a sus objetivos. El que hace promesas se obliga libre y gratuitamente, sin ninguna necesidad y, sobre todo, no hace cálculos sobre lo posible o lo imposible. También dice Marina que “hacer promesas es el elemento más básico y elemental de nuestra libertad”.
Además, la promesa es un vínculo con el que los seres humanos nos sobreponemos a las incertidumbres del tiempo y de las circunstancias. Prometer significa que no son las situaciones ni los azares los que mandan. Los planes pueden no salir, pero las promesas no pueden (o no deben) romperse. Por eso el que promete se com-promete incondicionalmente, a pesar de las circunstancias, contra todo pronóstico, no solo aquí y ahora sino en cualquier lugar y para siempre. Por eso la promesa crea un futuro vinculante e irreversible, que no se puede (o no se debe) deshacer.
Por eso se promete algo, pero sobre todo se promete a alguien. Otra vez Marina: “si pro-meter es ponerse uno mismo delante, es decir, exponerse, el verbo comprometer insiste en que eso sólo es posible como un vínculo que nos ata a otros destinos”. Por eso la promesa crea futuros vinculantes y vinculados. Por eso es una acción, un performativo, un discurso que hace lo que dice, pero lo hace estableciendo una relación con otros que se quiere (y se hace) sólida y duradera, capaz de sobreponerse tanto al azar como a la circunstancia.
Podríamos decir que no “tienen futuro” aquellos para los que el porvenir es solo algo que les pasa, que les viene. Y que solo tiene futuro el sujeto (o la colectividad) capaz de prometer y de proyectar. Porque el proyecto, la promesa y el compromiso son las formas humanas de entrar en posesión libre del futuro, de tener futuro, tanto individual como colectivamente.
4.
Una de las organizaciones más importantes entre las que hicieron posible que los españoles tomaran las plazas en mayo de 2011 (en el movimiento que se llamó “de los indignados”) se llamaba Juventud sin futuro. Su primer lema fue “Sin casa, sin curro, sin pensión… sin miedo”. Como si les hubieran robado el futuro dejándolos “sin casa” (social y accesible), “sin trabajo” (estable), “sin pensión” (pública y digna), sin la posibilidad de plantearse un proyecto vital, sin perspectivas de emancipación. También sin estudios (“ni escuela de élites, ni fábrica de precarios” era su lema contra la universidad-empresa y en defensa de la universidad pública), sin democracia y sin instituciones fiables y representativas (otros de sus lemas eran “le llaman democracia y no lo es: democracia Real Ya” y “No somos mercancías en manos de políticos y banqueros”). Y también, por último, “sin miedo” para salir a la calle, exponerse y hacer valer sus reivindicaciones. Pero además de luchar por conquistar o recuperar un futuro robado, el movimiento también fue una disputa por el significante “juventud”, convertida en un objeto de manipulación e idolatría.
En un texto dedicado a esa Juventud sin futuro, titulado “Jóvenes sublevados contra la juventud”, e incluido en el libro Penúltimos días, Santiago Alba Rico dice que “lo natural es que los jóvenes quieran ser adultos, y ser adulto, aunque el mundo no lo sea, aunque los padres no lo sean, ha significado siempre lo mismo: ser libre, independiente, digno, dueño del propio discurso. ¿Qué es la juventud? No una rebelión contra los mayores, sino contra la infancia; el deseo irresistible de abandonar la niñez; la negativa radical a ser tratados como niños”.
5.
Lo que aquellos jóvenes querían era poder ser adultos, mayores de edad, personas capaces de hacer sus propios proyectos vitales, sujetos de pleno derecho, habilitados para hacer promesas. Porque prometer es dar la palabra o hacerse responsable (en el tiempo) de la propia palabra. Y para eso hay que ser una persona fiable, dueña de sí misma y de lo que hace, alguien capaz de proyectarse y mantenerse a sí mismo en el futuro haciendo unas promesas que, como todas las que valen, tienen siempre algo de eternas y de incondicionales. Como si por el solo hecho de prometer se hiciera uno capaz de modificar libre y responsablemente la relación con el tiempo que viene y, sobre todo, con las circunstancias siempre cambiantes de la vida.
La juventud, dice Santiago Alba, ya no es una “franja de edad” ni una “emoción edípica” ni siquiera “el futuro de la humanidad”. Tampoco es, desde luego, “la edad rebelde”, si por eso entendemos la insumisión a los adultos (a los padres o a los profesores), sino que aparece ahora como una clase, “la clase de todos aquellos que quieren ser mayores de edad” y que descubrieron que “rebelarse por el pan y contra las golosinas es abrir ya la rendija política y moral por donde se colará de nuevo –o por primera vez– la humanidad”.
Como si en esta última frase Santiago Alba estuviera dando continuación a la mención que hacen Javier y Laura, al final de su texto, de la famosa tesis mesiánica de Walter Benjamin, esa que sugiere que “hay una pequeña puerta que no se cierra y que permite imaginar la interrupción de lo consabido, de lo ya dado: los nuevos y las nuevas quizás tengan la ganzúa”. Siempre, claro, que puedan ser mayores, es decir, libres para proyectar y para prometer, y para hacerlo sin miedo.
6.
Además del proyecto y de la promesa, hay una manera de darle forma al futuro que no lo anticipa ni lo crea, y que tampoco lo construye como algo que se pueda tener: la esperanza.
Ernst Bloch, que había vivido los horrores del siglo XX, los fascismos y los campos de exterminio, dijo en El principio esperanza que las “imágenes desiderativas del instante colmado” están inscritas ontológicamente en el extraño animal que somos, un ser extrañamente esperanzado, a pesar de todo. Dijo también, aunque era ateo y materialista, que “donde hay esperanza hay religión” o, menos enfáticamente, que las religiones constituyen en sí mismas “una herencia de esperanzas”, tan importante como la que hay en la filosofía, en la música, en la poesía, en los actos humanos de bondad, en el nacimiento de un niño, en el regreso a puerto de un barco después de la tormenta, en esos destellos efímeros en los que algo así como el bien o la felicidad resplandecen.
En uno de sus ensayos más bellos, “O Religión o Historia”, después de decir que la palabra esperanza siempre le ha sonado “a la moneda falsa de un cierto voluntarismo de los sentimientos”, Rafael Sánchez Ferlosio escribió que “la mentalidad religiosa consiste en el rechazo del principio de realidad como criterio válido para la determinación del bien y del mal en el mundo”, es decir, en el mantenimiento de una cierta esperanza “a despecho de toda probabilidad o posibilidad, a pesar de todo cálculo”. Como una especie de obstinación inscrita en lo mejor del corazón humano, tal vez “al norte del corazón”, que es donde el poema de Celan tiende sus redes. Como una fuerza capaz de resistirse a lo dado, de sobreponerse a los hechos, de no darle la razón a la realidad, por muy dura e imperativa que parezca. Y coloca ese rechazo esperanzado del principio de realidad, esa terca negación del poder del mundo, en algo que un taoísta anacoreta dijo de Confucio, al verlo pasar caminando por el valle: “¿Ese es aquél de quien decís que sabe que nada puede hacerse y sin embargo continúa?”.
Y cómo no recordar que uno de los poemas más bellos de César Vallejo, “Voy a hablar de la esperanza”, está escrito desde un sufrimiento sin fondo y sin motivo (“hoy sufro solamente”) como si la esperanza fuera también una emoción pura, sin razón, sin causa y sin objeto, una especie de reverso exacto de ese dolor del que se dolería igual en cualquier tiempo y en cualquier circunstancia.
7.
La esperanza supone resistirse a dar lo nefasto por definitivo, a no desistir en el deseo del bien. Tal vez sea verdad que la realidad nos dice que no hay futuro. Pero los seres humanos son capaces de sobreponerse a esa verdad y a esa realidad, y declararlas mentirosas e irreales, apelando soberanamente a ese extraño principio que podríamos llamar esperanza. Por eso la esperanza, como la promesa, es una forma de la libertad humana: no tiene causa, no se basa en hechos ni en razones, pero se inscribe en la presuposición gratuita y sin fundamento (aunque no sin señales o sin indicios) de que el mundo es también bueno y de que, aunque va claramente para peor, también puede mejorarse. Por eso, esos jóvenes se sabían sin futuro, pero no por ello se sentían sin esperanza.
¿No será la esperanza (como la desesperanza) algo así como un estado de ánimo? ¿No será la esperanza, ese misterio, lo que anima y alienta la relación con el futuro, y la desesperanza lo que la desanima y la desalienta? ¿No será también constitutivo de lo humano eso de hacerse ilusiones? ¿Y no será el trabajo del mal la cancelación del ánimo, del aliento y de la esperanza, así como la producción en masa de falsas (y muy seductoras) ilusiones?
En algún lugar de su Danubio escribió Claudio Magris que “el diablo es conservador porque no cree en el futuro ni en la esperanza, porque no consigue siquiera imaginar que el viejo Adán pueda transformarse, que la humanidad pueda regenerarse. Ese obtuso y cínico conservadurismo, que es la causa de tantos males…”.
Y añade Higinio Marín, en su Teoría de la cordura y de los hábitos del corazón, que el diablo, seguramente por viejo, “confunde inteligencia y pesimismo y se mofa desdeñoso de quien todavía y después de todo aguarda lo mejor”. Aunque podríamos añadir: y se empeña en ello.
8.
En su Pedagogías Silvestres, Estanislao Antelo entrevistó a Javier Trímboli. Y algo de esa entrevista hice aparecer en El profesor artesano. Primero, en una sección, que cité largamente, en la que Javier, siguiendo a Hannah Arendt, reflexiona sobre la tarea del profesor como un “mostrar un fragmento de mundo a sus alumnos”, aunque añade que “ahora, por momentos, más importante que mostrar el mundo parece ser enseñar a cómo vivir en él, cómo se debería vivir”. Pero lo que más me interesó, y que también cité largamente, son las reflexiones que hizo sobre la escuela a la que llevaba a su hija.
Le contó a Estanislao de su impresión de que “ese lugar al que yo entregaba a mi hija era un lugar sagrado, un acto sólo entendible por la fe”. Una declaración que yo extendí hablando de la confianza en la escuela, de la entrega confiada de nuestros hijos a la escuela. Le contó también de los rituales de entrada a la escuela, después de izar la bandera y antes del ingreso en las aulas, cuando “por lo menos una vez por semana un maestro toma la palabra, ya sea para presentar y luego escuchar con atención un tema de Spinetta, para recitar un poema, para contar algo, a veces gremial, a veces político, o para presentar a un grupo de alumnos que van a cantar una canción o a contar un mito griego”. Le dijo, para terminar, que allí “algo sucedió”.
9.
Tal vez se trate de eso, de la fe en que algo suceda. Una fe, o una esperanza, que tal vez sostuvieran a Javier en ese gesto que tuvo de mantener la conversación hasta el final de su vida. Para que no sea la muerte la que tenga la última palabra.
Javier tuvo hijos, los llevó a la escuela, confió en ella, y se pasó la vida conversando y razonando, leyendo y escribiendo, hablando y escuchando, defendiendo la escuela (pública) y luchando por un tiempo más habitable para todos esos niños (y no sólo los suyos) que también entraban confiados en la escuela (y en el mundo). ¿Formas todas esas del proyecto, de la promesa y de la esperanza? Tal vez. Pero en todo eso, sin duda, “algo sucedió”. Y por eso le estamos agradecidos.
Un año antes de morir, Paul Ricoeur dejó escrito en una hoja suelta de papel: “yo tampoco creo en la resurrección y recuso todo lo imaginario de un sobrevivir (…). Pero en la relación con los otros se da un vínculo, una transmisión, que tiene su sentido más allá de mí. Ahí se asocia un sentido que soy incapaz de imaginar. Lo que queda: seguir vivo hasta la muerte”.