Pensar el futuro
Teherán
Ocurrió en la antigua Persia, durante el crepúsculo de un día de verano. Andaba el Señor de la comarca deambulando complaciente por sus dominios cuando lo asaltó uno de sus criados, agotado y jadeante por el espanto y el esfuerzo de la huida.
–Amo, présteme un caballo para escapar hacia Teherán en busca de refugio. Me ha visitado la muerte y puede que en la gran ciudad su intención de quitarme la vida sea burlada. Si llego antes de que inicie el nuevo día, tal vez el calendario se extienda ante mí dándome una vida larga y próspera.
–Ve y toma el jamelgo que mejor te cuadre. Monta y galopa tan rápido como puedas.
Tal era el afecto que el Señor del lugar le tenía a su joven sirviente.
Taciturno y de regreso a su residencia, lo sorprendió la muerte, sentada en el umbral de la puerta, como si estuviese tomando un descanso. Disgustado por lo ocurrido, la increpó con arrogancia por haber asustado a su criado.
–Estimado Señor, debes saber que no era mi intención atemorizarlo, como tampoco lo era incomodarte con su queja. Su muerte debía ser rápida, pero me quedé sorprendida al encontrarlo aquí. Se suponía que debía estar en Teherán antes de la medianoche. Te pido disculpas y me despido porque debo partir hacia la capital.1
Destino
Puede que nuestras vidas estén selladas con la marca de un destino que nos engaña porque mueve las piezas en el juego de la vida para crear en nosotros un pensamiento que imagina la posibilidad de la libertad, el mismo en el que cree nuestro desdichado personaje cuando supone cierta la elección de quedarse o irse, de entregarse o escapar de la muerte, sin saber que su sentencia ya había sido dictada, hiciera lo que hiciese. Pero lo cierto es que no sabemos ni cuán determinados estamos ni cuán autónomos somos porque carecemos de la omnisciencia del relato. Es esta ignorancia por la que no parece sensato renunciar a la certeza de alguna forma de libre elección, particularmente en nuestro tiempo, donde la tecnología deslumbra con promesas sobre el porvenir a la vez que nos anuncia continuas catástrofes que cierran todas las puertas al futuro. Decidir si queda alguna hendidura para el acto humano creativo o si, por el contrario, nuestras acciones son estériles, es un dilema que debemos considerar con el cuidado que nos sugieren las palabras de John Playfair: “Fuera imprudente ser optimista y poco filosófico desesperar”.
Mientras nos debatimos en torno a las predicciones transhumanistas que nos hablan del fin de la humanidad, ya sea por la superación de su actual condición biológica y cultural o por su extinción como producto del drama ambiental que su habilidad supo crear, no olvidemos las otras posibilidades y hechos que podrían suceder bajo la continuidad de la vida humana. No debemos caer en “la trampa de Creso” quien, decidido a atacar a los persas como rey de los Lidios, consultó al oráculo de Delfos para saber sobre su suerte en la batalla por venir y recibió una sentencia que le aseguraba la caída de un imperio. Seguro de su triunfo, se lanzó a la conquista pero fue derrotado porque el poder que debía caer según el vaticinio era el suyo. Podemos argumentar que no hizo la pregunta correcta, aunque también podemos pensar que es imposible formularle a cualquier oráculo el interrogante preciso: sus dictámenes serán ambiguos de cualquier modo porque el futuro siempre guarda algo incierto. Tal vez deberíamos desconfiar un poco más de las artes adivinatorias y no olvidarnos que el brillo de las pantallas, ese moderno mediador de profecías, porta algo de deslumbrante ceguera.
Dedicamos este número de Scholé a pensar el futuro porque entendemos que el presente no es solo el instante actual, y porque ese mismo entendimiento nos indica que la escuela es el lugar donde el conocimiento y la imaginación abren la posibilidad de habitar el tiempo sin la esterilidad que supone asumir que hay un cruel destino sellado. Es un espacio desde el cual nos es dado presentir que hay un mundo, uno que aún no es pero que será, en el cual los seres humanos con todos sus conflictos y dolores, deseos y frustraciones, podrán asentarse.
Notas
- Inspirado en un relato narrado por Viktor Frankl en su obra El hombre en busca de sentido (1946).