Sin categoría | 7 abril, 2025

Elogio de las sombras

El cineasta Cristian Pauls reflexiona sobre lo real y su representación, la verdad y la ilusión, el documental y la ficción, la construcción de la realidad –siempre inestable e imposible de controlar por completo– que el cine puede hacer.

Este texto es fruto de un intercambio que Eduardo Wolovelsky mantuvo con Cristian Pauls, cineasta documentalista y docente, a propósito de la verdad en el cine a partir del trabajo de Pauls en general y en La era del ñandú (1987) –falso documental dirigido por Carlos Sorín– en particular. Pauls piensa sobre lo real y su representación, la verdad y la ilusión, el documental y la ficción, la construcción de la realidad –siempre inestable e imposible de controlar por completo– que el arte cinematográfico puede hacer extendiendo los horizontes de la creatividad humana y habilitando, también, relaciones que nos permiten ver algo nuevo.

Aquí su reflexión.
Pero ¿por qué no decirlo directamente?
Por la simple razón de que ciertos fenómenos
tienden a disolverse si nos acercamos a ellos
sin ceremonia…
Edgar Wind

I

Lo real se escabulle: aunque pasó, nunca está finalizado. ¿Es posible, entonces, reproducirlo, transmitirlo, darle un sentido? Como cineastas, lo seleccionamos, lo montamos, lo volvemos visible mediante sonidos, palabras o imágenes; ese es el modo de fijarlo y volverlo inteligible. Así lo hacemos cuando, como seres humanos, no tenemos más opción que crear ficciones (todo documental es finalmente una ficción): formas, ritmos, tiempos, relaciones, armonías. Es nuestra manera de acercarnos al mundo y de darle una medida.

II

La objetividad es todo un problema para quienes hacemos películas documentales. Porque esa objetividad es creada con lo que el mundo nos ofrece. Solamente así –porque lo fabricamos, creamos vínculos y lo volvemos visible y audible– es que podemos observarlo como algo objetivo. Pero en el movimiento permanente e inacabado no hay objetividad. En todo caso, nuestro problema es entender y poner al descubierto los protocolos y las reglas que condicionan esas formas fabricadas, esas maneras de constituir universos que implican aquello que llamamos lo imaginario.

Confundiendo muy a menudo la cosa visible y su representación, omitimos que, por mecánica que sea, la cámara es una máquina de traducir el mundo visible en imágenes que, si se le parecen, difieren de él porque en una película ese mundo siempre aparece encuadrado. Y encuadrar supone, además de un límite o marco, efectuar una elección entre diferentes estados o fragmentos de lo visible. Si la cosa filmada existe siempre fuera de la película, la cuestión es: ¿en qué se convierte al interior de ella?

Por eso, cuando la pensamos como abstracción del sujeto, como realidad trascendente, la verdad objetiva es escindida de las acciones y de los acuerdos humanos que deciden sobre el mundo y es tomada como revelación de la cosa en sí, sin connotación ni mediación. Pero ¿cómo no ver que de esa forma se bloquean fuerzas de creación vitales, capacidades para transformar devenires, usos del lenguaje que pueden propiciar la enunciación de vínculos que producimos? La idea misma de verdad o falsedad podría pensarse entonces no en sí sino, más bien, en la posibilidad infinita de producir relaciones desatendidas.

III

El cine ha empezado con una película, La salida de los obreros de la fábrica (Hermanos Lumière, 1895). En ella ya va a aparecer el monstruo de dos cabezas que hará interactuar ficción y documental: son esos obreros de la fábrica, sí, pero encuadrados y apurados por salir antes de que el portón se cierre. Si esto último no llegara a ocurrir, algo quedaría trunco: la mismísima narración. Pero no solo eso, hay más todavía: luego también nos enteraremos de que los obreros han sido vestidos para la ocasión. Y más: el tiempo de la propia acción de los trabajadores está determinado por la capacidad de la cámara en registrar esa salida: no más de cincuenta segundos; los obreros se verán apurados para poder salir en ese tiempo. Primera película de la historia del cine: la ficción asaltando al documental pero, a la vez, no pudiendo prescindir de él.

IV

Ese vínculo indisoluble (toda película se fabrica con tiempos inventados, cuerpos que se mueven en un espacio signado por la puesta en escena, distancias acortadas o exacerbadas por el montaje, etc.) nos señala un aspecto aún más problemático. Verdad e ilusión están unidas a la creencia, centro de la operación cinematográfica y del lugar del espectador, que es creer en lo que se quiere creer, pero en un sentido diferente a aquel según el cual lo que aparece en la pantalla se parece a lo que está fuera de ella. Esa creencia es la creencia en el cine y está siempre habitada por la duda que instala la representación: ¿verdadero o falso?

La vacilación ataca nuestras costumbres. Esa perplejidad y desconfianza es, en el cine, su condición y beneficio: creo pero no del todo, sé que es representación pero aun así… Una suerte de principio de contradicción contradicho, suspendido durante el tiempo de la proyección. Paradójicamente, la fe viene de la duda que instala la puesta en escena y que nos hace sentir los mecanismos de nuestra credulidad, incluso después de que se descubren los trucos o las trampas.

Si podemos reproducir la verdad con falsedades es porque la ilusión no es sino parte de esa representación que, como tal, es verdad. Testimonio del instante mismo del registro, verdad de un instante, copresencia de uno o varios cuerpos en un espacio y tiempo determinados y filmados por una cámara sonora. Esa es la verdad indescifrable del cine: la de ese instante en que se anuda un cuerpo filmado por una máquina.

V

Entonces, apariencia y realidad no debieran oponerse tan livianamente. En tanto necesidad vital, la ilusión quizá sea no solo la primera verdad, sino nuestra propia manera de fabricar el mundo, de dividirlo y compartirlo con otros, de exponernos pero también de defendernos.

“El arte es una mentira que nos hace comprender la verdad”, Orson Welles cita a Picasso en el final de F de Falso (1973). Hacer como si es la fórmula de vida que el cineasta francés Jean Rouch tomó de sus iniciadores. Hacer parecer no es lo opuesto a la verdad, pero sí su posible dispositivo inicial, lo que le permite advertir si otros entran en el juego. Esa verdad es que no hay otra verdad más importante que la vida misma, la mortal, la nuestra.

Y es que las emulaciones proponen siempre un juego con el espectador, se vuelven síntomas que permiten hacer ver algo del pensamiento de una época que, mirado de frente, quemaría los ojos y llevaría a la sordera. ¿Quién no ha vivido, acaso con gran fruición, esos engaños que nos llevan a comprender la verdad pero por exceso?

VI

Menos luz entonces. En el cine no captamos la cosa o la imagen entera, no percibimos sino aquello que estamos interesados en percibir. Imágenes estereotipadas, podríamos decir.

Pregunta de cineasta: ¿cómo arrancar a las imágenes estereotipadas una verdadera imagen?, ¿cómo utilizar las imágenes para ver algo, no la misma cosa?

Entonces: reponer las partes perdidas, volver a encontrar aquello que no es visible en la imagen y en el sonido, lo que les ha sido sustraído para volverlos interesantes. Introducir grietas, vacíos, silencios.

El cine es mucho más una escritura de la ausencia y de las sombras que de la luz: la inscripción de lo que ha desaparecido y vuelve de la muerte, resucitado por la cámara. Se comprende esa potencia: aquello que uno no ve puede ser cualquier cosa. Es precisamente esa ausencia o esa falta lo que nos implica como espectadores: somos aquel que quiere ver. La fuerza de la puesta en escena consiste en su capacidad de no mostrar, de ocultar, de dejar que la amenaza continúe entre nosotros: miedo ante la fuerza de la creencia, de la representación, y no ante el hecho considerado imposible. Esa potencia es siempre lo incontrolable: una máquina (la cámara) y una puesta en escena fabrican algo que siempre es otra cosa que lo deseado por quienes se sirven de ella (la cámara, que no piensa, puede registrar lo real que se nos escapa). Y eso mismo es lo que se proyecta al futuro para que otros –que no somos nosotros, ya muertos– acaso descubran lo que significa religar, conjugar, volver a combinar cuerpos con geografías, luces, movimientos, tiempos y musicalidades ocultas.

Perturbación extrema: reponer los entrelazamientos, asociar o disociar las temporalidades. Esa es la fuerza específica del cine, porque allí, a diferencia de otras artes, eso pasa por lo visible. Visible/invisible, mostrar/ocultar son las operaciones primordiales del cine. Ese es el juego, y es sublime. Consiste en frustrar al espectador de una parte de las cosas a partir de la idea de que no se puede mostrar todo y de que no se puede tener todo. Porque en todo caso, ¿sería posible desear un mundo por completo visible y audible?

 

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