Dos versiones de la Ilustración. Notas sobre crítica y conocimiento

Comentando la cuestión de la Ilustración ateniense durante el “siglo de Pericles”, García Gual (1988) define la Ilustración como una época caracterizada por
la confianza en la razón humana para plantearse y elucidar autónomamente los problemas fundamentales (…) y por su empeño en reconstruir una organización social más justa a través de una crítica de las tradiciones y una concepción racional de la función de la cultura y la educación como factores de progreso. (p. 37)
Se trata, entonces, de una cultura que se dispone a perseguir racionalmente el conocimiento de la verdad en la búsqueda de justicia social, aun en contra de pautas establecidas, a contrapelo de formas de pensar y actuar firmemente arraigadas. La clave para ello estriba en la educación como mecanismo de organización cultural en torno al conocimiento. Transformar la cultura y el mundo a través de la difusión del pensamiento no es una disposición cultural exclusiva, es más bien el compromiso de la filosofía y de la educación por antonomasia. Podemos rastrear la Ilustración, en este sentido, lejos del Mediterráneo, a lo largo y ancho de la historia humana: en el califato Abasí de Bagdad de los siglos VIII a XIX d. C., en la Córdoba andaluza del siglo X d. C., en algunos aspectos de la restauración Meiji en el Japón decimonónico, en distintos períodos del Imperio chino (desde “las cien escuelas de pensamiento” de los siglos VI a III a. C. a las revoluciones intelectuales de las dinastías Song y Ming).
Hoy vivimos una época en la que esta confianza en la educación y el pensamiento autónomo parecen haber mermado. Una época en la que la búsqueda de la verdad se encuentra enrarecida por el debilitamiento de los criterios para distinguirla. En el que la distinción entre razón y mito está sentada en el banquillo de los acusados. En la difusión de la cultura new age, por ejemplo, asistimos a un sincretismo que revitaliza formas tradicionales y novedosas de pensamiento mágico. Paralelamente, las instituciones educativas se encuentran difamadas ante los embistes del mercado, que valida la utilidad de lo que se aprende, y la emergencia de las IA, que ponen un cono de sombra sobre todos los dispositivos establecidos del funcionamiento escolar. Por su parte, sin considerar los aspectos de su producción y consumo, la cultura, en su dimensión de discusión pública, se ha visto reducida en muchos ámbitos a la sencilla tarea de identificar e imputar los discursos rivales en función únicamente de la posición ideológica en la que se sitúan.
En el ámbito de la cultura, la pérdida de confianza en el pensamiento como motor del progreso cultural, político y social se expresa a través de un relativismo que ensalza la igualdad de los puntos de vista a partir del postulado de que no se los puede evaluar ni ponderar críticamente. Caído el gran relato de que la Ilustración europea es el proceso civilizatorio por excelencia, ha caído también, de alguna manera, la idea misma de civilización.
A la luz de la enseñanza histórica, sería peligroso no poner en duda la relación inmediata entre ciencia, Estado y mercado como fuente milagrosa del progreso social, tal como lo propusieron los intelectuales europeos y las élites dominantes de las jóvenes naciones que sucedieron a las colonias. Sin embargo, resulta igualmente problemático no cuestionarse sobre el abandono de toda forma de búsqueda de la verdad por sobre las formas de pensar tradicionales. Sin criterios para cuestionar la sociedad en la que vivimos, ¿cómo haríamos para pensar una sociedad mejor?
¿Qué hacemos, como educadores, con esta pérdida de confianza en el pensamiento, en la crítica, en la búsqueda de la verdad, que está atravesando nuestra cultura? La envergadura del problema, que parece involucrar siglos de historia humana, podría paralizarnos fácilmente.
La Ilustración positivista
Lo que quiero proponer aquí es que, en realidad, dentro de esa empresa ilustrada que consiste en poner en cuestión las formas de pensamiento tradicionales a partir de la búsqueda de la verdad, subyacen dos concepciones diferentes de la crítica y del conocimiento verdadero. Quisiera desglosar, entonces, dos maneras de concebir la Ilustración: aquella presente en el positivismo decimonónico y aquella latente, sepultada, cuyas fuerzas subterráneas podrían nutrir hoy otra forma de anudar la educación con el horizonte de una sociedad más justa.
En cualquiera de sus vertientes, la Ilustración es antes que nada una crítica de formas arraigadas de pensamiento y acción, formas tradicionales, a las que nos podemos referir arquetípicamente como “mitos”. Ahora bien, ya a partir de este zócalo común encontramos un punto de bifurcación. La forma más extendida de pensar este problema ha sido la de oponer el conocimiento a una imagen del mito definido como una ilusión, es decir, como una mentira feliz y necesaria para la vida. Idea romántica alojada en el corazón del positivismo, que podemos observar con claridad en Freud (1988), en su El malestar en la cultura, en aquella idea de las heridas narcisistas que proporcionan las verdades científicas de Copérnico, Darwin y el propio Freud. Una formulación muy clara se encuentra en La ciencia como vocación de Max Weber, donde sostiene que:
La ciencia supone la disposición a dejarse despojar de las ilusiones, a soportar la realidad y a asumir el conocimiento en su sentido propio. Esto es, que el conocimiento científico no tiene por qué ser edificante ni consolar, sino que exige una actitud viril de soportar la verdad. (2008, p. 66)
Dato mata relato, se dice hoy; los positivistas decimonónicos hablaban de los pequeños hechos verdaderos de la observación sistemática frente a las elucubraciones filosóficas y las utopías políticas.
El conocimiento disuelve las reconfortantes ilusiones, y es por lo tanto un motivo de tristeza. Es una idea muy extendida que podemos hallar también en la cultura popular: por ejemplo, en Matrix (1999), en la famosa escena donde uno de los personajes liberados de la falsa realidad virtual acepta traicionar la causa de la humanidad a condición de volver a vivir en la ilusión, citando un conocido refrán: “la ignorancia es dicha”. Idea presente en Los Simpsons (1989-) en el capítulo en que Homero se vuelve inteligente gracias a una intervención quirúrgica que le retira un crayón del cerebro y, en pleno uso de sus facultades, concluye racionalmente que hay mayor felicidad en la estupidez y se reinserta el crayón. Esta imagen del conocimiento como un mal proviene, tal vez, de la tradición judeocristiana, cuyo mito fundante es el pecado original: probar el fruto del árbol del conocimiento. Esta idea se repite, por ejemplo, en Eclesiastés 1:18 “porque en la mucha sabiduría hay mucha angustia, y quien añade conocimiento, añade dolor”.
Esta concepción de la crítica va aparejada a una concepción de la verdad. Frente a las elaboraciones excesivas de la imaginación, frente al desenfreno del pensamiento estimulado, esta corriente suele oponer la aridez y la objetividad del conocimiento empírico. Conocer es recibir pasivamente una realidad ya definida –incluso a regañadientes de esa pasividad, como decía Weber en el párrafo comentado–. Desde este punto de vista, pensar es similar a percibir. Se figura la verdad como algo dado inmediata y acabadamente por la intuición sensible, frente a la cual el conocedor es una simple superficie de inscripción, una película fotosensible. Es a causa de esta concepción pasiva del conocimiento que la crítica positivista de la Ilustración nos insta a hacer el esfuerzo por dejar de lado nuestras expectativas, nuestras hipótesis, nuestros deseos y valores, por aceptar lo que se presenta como un dato, como un hecho, como algo resuelto de forma definitiva, independientemente de quién lo esté observando. Una definición del conocimiento, un modelo de la verdad, una definición de la crítica. En la medida en que, para esta perspectiva, el conocimiento se concibe como la aceptación a regañadientes de una verdad absoluta, externa al sujeto de conocimiento, me permitiré denominar aquí a esta corriente hegemónica de la Ilustración como paradigma positivista.
La Ilustración dialéctica
Esta forma de ver las cosas, sin embargo, no agota las posibilidades emancipatorias que tienen el conocimiento y la búsqueda de la verdad en una cultura cualquiera. Incluso si buscamos dentro del mismo canon del pensamiento occidental, podremos encontrar una corriente alternativa de la Ilustración, convergente en parte con aquella identificada por el historiador Jonathan Israel en su voluminoso estudio La Ilustración radical (2012). Intentaré caracterizarla de manera acotada, dentro de los márgenes de esta pequeña nota.
Si recordamos la definición inicial que había propuesto, toda Ilustración se plantea como la crítica de las formas tradicionales de pensamiento y acción a partir de la autonomía del pensamiento racional. En contraposición al paradigma positivista, el enfoque alternativo que estoy buscando reconstruir supone que las ilusiones, como formas mistificadas de la verdad, disminuyen nuestra libertad, es decir, nuestra capacidad de ser y de actuar. El conocimiento, por lo tanto, no constituye ningún sacrificio, al contrario: aumenta nuestra libertad y nuestra potencia. El origen de esta manera de pensar la crítica puede rastrearse, tal vez, a uno de los textos más hermosos de la tradición de pensamiento materialista, la presentación que Lucrecio hace de Epicuro en el comienzo de De rerum natura. Siempre me emociono al volver a leer estas palabras:
Cuando la vida humana yacía ignominiosamente postrada en la tierra, aplastada bajo el peso de la religión, que mostraba su cabeza desde las regiones del cielo, mirando con rostro horrible a los mortales desde lo alto, un hombre de Grecia fue el primero que se atrevió a alzar sus ojos contra ella y a oponerse a su poder. Ni las fábulas de los dioses ni los rayos ni el cielo con su amenaza atronadora pudieron asustarle, sino que lo espoleó más el ardiente deseo de ser el primero en romper las cerradas puertas de la naturaleza. (Lucrecio, edición 1983, p. 94 [versión original en verso, adaptación a prosa propia])
Aquí el mito es presentado como el temor de los hombres y mujeres a lo desconocido, a los dioses y la muerte; el conocimiento, encarnado en la filosofía materialista de Epicuro, es presentado como el gesto valeroso de liberarnos de ese temor y esa ignorancia. Esta concepción del conocimiento está presente también en los grandes filósofos europeos del siglo XVII: Bacon, Descartes y fundamentalmente Spinoza, quien lo definió como el único medio para alcanzar la libertad y la felicidad.
En relación a la verdad, la alternativa al empirismo consiste en pensar que la verdad no es nunca algo dado, ya manifiesto de forma acabada, con independencia de la actividad intelectual humana. No hay verdad inmediata, presimbólica, disponible sin el trabajo, muchas veces esforzado, del entendimiento. Para alcanzarla es preciso plantear o desarrollar conceptos e ideas, herramientas intelectuales inherentes a la razón. Los “hechos” no son transparentes y deben ser explicados a través del ejercicio del pensamiento.
En la cultura popular, podemos pensar en la película The Truman Show (1998) como una crítica del enfoque empirista sobre la verdad. Si nos limitamos a aceptar lo que aparece como dado, podemos caer víctimas no solo de los poco frecuentes engaños concertados, sino también de los más comunes mecanismos invisibles que ordenan la realidad social. En este sentido, el acceso a la verdad no es nunca algo pasivo, no se trata de ver, sino en todo caso de mirar, es decir, ordenar y seleccionar mediante criterios racionales las afecciones que el mundo produce en mi sensación. Esta concepción está tan presente en los antiguos filósofos griegos (probablemente en todos ellos) como en el último gran filósofo: Hegel. La problemática continuó también en las ciencias sociales y podemos encontrar representantes más actuales de esta manera de pensar en Marx, Weber, la Escuela de Frankfurt, Bourdieu y Foucault.
Este enfoque sobre el conocimiento y la verdad descansa fundamentalmente en destacar la dimensión activa de pensar. Por contraposición al modelo positivista, quisiera llamarlo paradigma dialéctico.
A modo de conclusión
Tenemos entonces, delimitados con bastante nitidez, dos paradigmas diferentes para definir el carácter y la orientación de la Ilustración: cada uno provee un sentido de la crítica, un modelo de acceso a la verdad.
La cuestión que se plantea al final de una reflexión de estas características es la siguiente: ¿basta un cambio de paradigma para salirse del intríngulis cultural en el que estamos? Por supuesto que no. Las formas de pensar no existen en un mundo aparte y tranquilo, como el bello cielo platónico –donde no hay que calcular la raíz de dos y donde lo bueno reluce y no se confunde con nada más–. Las formas de pensar existen históricamente, sostenidas y producidas por prácticas e instituciones sociales, intereses sectoriales, e incluso por pasiones y emociones, unas tristes y otras miserables. Sin embargo, en particular en el ámbito educativo, el sentido que le damos a nuestras prácticas es tan importante como la función social que cumplen. Y con respecto a esta dimensión subjetiva, que orienta, motiva y ordena nuestra conducta, la perspectiva desde la cual vemos las cosas hace una enorme diferencia.
Como educadores podemos seguir pensando que reflexionar es un sufrimiento, que conocer es ponerle a la imaginación el límite de los hechos. Pero también podemos, contra el sentido común nihilista y cínico de nuestra época, recuperar la confianza en la razón, hacer de la crítica una forma de ser más libres, y de la enseñanza, una invitación a la trabajosa y esforzada aventura de pensar.
Referencias
Freud, S. (1988). El malestar en la cultura. En S. Freud, Obras completas. Madrid: Biblioteca nueva.
García Gual, C. (1988). Sofística e Ilustración ateniense. En V. Camps. V. (ed.), Historia de la ética. Madrid: Crítica.
Israel, J. (2012). La Ilustración radical. La filosofía y la construcción de la modernidad. 1650-1750. México D.F.: Fondo de Cultura Económica.
Lucrecio (edición 1983). La naturaleza de las cosas. Madrid: Cátedra.
Weber, M. (2008). La ciencia como vocación. El sabio y la política. Córdoba: Universidad Nacional de Córdoba.