1818
Frankenstein o el moderno Prometeo
Alguien sin nombre está condenado a formular la pregunta sobre su origen y condición. La respuesta que intuye lo lleva a decir sobre sí mismo: “Tenía la suficiente astucia como para saber que la fealdad anormal de mi persona era lo que principalmente desencadenaba el horror en aquellos que me contemplaban”. En su cuerpo tiene la fortaleza para alguna forma de rebeldía; y aunque se resista a mostrar el humano rostro de la desesperada venganza, no podrá ocultarlo por mucho tiempo. Cierto día, viendo caer una niña a un torrentoso río, arriesga su vida luchando contra la corriente para salvarla. La rescata, pero la pequeña está inconsciente. Así lo relata:
Se encontraba sin sentido; yo intentaba por todos los medios hacerla volver en sí, cuando me interrumpió la llegada de un campesino, que debía ser la persona de la que, en broma, huía la niña. Al verme, se lanzó sobre mí, y arrancándome a la pequeña de los brazos se encaminó con rapidez hacia la parte más espesa del bosque. Sin saber por qué, lo seguí velozmente; pero, cuando el hombre vio que me acercaba, me apuntó con una escopeta que llevaba y disparó. Caí al suelo mientras él, con renovada celeridad, se adentró en el bosque.
Comprende que el afecto encarnado en el temerario acto no tiene lugar en el sentimiento de los otros, solo habita en el mundo de su propio pensamiento. La fealdad que lo define destruye la humanidad a la que, supone, tiene derecho. Solo es maltratado y rechazado. No puede ser un hombre y, sin embargo, quién más podría decir lo que sus palabras últimas expresan:
Seguía necesitando amor y compañía y continuaban rechazándome. ¿No era esto injusto? ¿Soy yo el único criminal, cuando toda la raza humana ha pecado contra mí? (…) ¿Por qué no maldice al campesino que intentó matar a quien acababa de salvar a su hija? (…)
Pero es cierto que soy despreciable. He asesinado lo hermoso y lo indefenso; he estrangulado a inocentes mientras dormían, y he oprimido con mis manos la garganta de alguien que jamás me había dañado, ni a mí ni a ningún otro ser. He llevado a la desgracia a mi creador, ejemplo escogido de todo cuanto hay digno de amor y admiración entre los hombres; lo he perseguido hasta convertirlo en esta ruina. Ahí yace, pálido y entumecido por la muerte. Usted me odia; pero su repulsión no puede igualar la que yo siento por mí mismo. Contemplo las manos con las que he llevado esto a cabo; pienso en el corazón que concibió su ruina, y ansío que llegue el momento en que pueda mirarme a mí mismo, y mis remordimientos no torturen más mi corazón.
Frankenstein (le damos el nombre de su creador porque no posee uno propio) podrá ser o monstruo o engendro. Piensa y cavila, pero no responde a la pregunta sobre cómo se es una persona cuando la voluntad de ser visto por otros es imposible. ¿Acaso debería resolverla? ¿Debemos hacerlo nosotros?
En 1931, Boris Karloff le da forma a una imagen distinta y, al mismo tiempo, tan poderosa de la criatura que su aspecto dominará por largo tiempo el modo de representarla. En la película, inspirada de manera un tanto tortuosa en la novela de Mary Shelley, el monstruo camina de manera aparatosa y su rostro no es espeluznante ni lleva las marcas de lo horrible: impacta por su aspecto artificial que le quita toda humanidad. Sus actos violentos, a diferencia del relato original, no son la consecuencia de un drama existencial, sino de una naturaleza biológica determinada para el crimen.
La sala está oscura para que el haz de luz proyecte con claridad la rigurosa explicación que da el profesor. Con el lápiz que sostiene en su mano derecha señala las particulares diferencias que hay entre un cerebro normal y otro que no lo es, revelándonos cómo se manifiestan en los rasgos anatómicos las razones para el comportamiento criminal. Fritz está encaramado en la ventana y, a través del vidrio, se puede percibir su interés por quien expone los secretos de la neuroanatomía. Cual hábil ladrón, escudriña cada movimiento del catedrático en espera del momento óptimo para dar el golpe, como si quisiera asaltarlo para robarle el conocimiento. Ciertamente es un ladrón, pero no está interesado en entender la estructura del sistema nervioso. No le incumbe más que el valor de uno de los dos objetos que el profesor utiliza para graficar su dictado. La clase termina; el aula queda vacía y a media luz. Es el momento para entrar. Con su bastón, utilizado como barreta, sube una de las hojas de la ventana y se desliza para descender por las gradas. Parece querer ocultarse, pero es su cuerpo jorobado el que lo mantiene arqueado. Toma el primer frasco, el que lleva de etiqueta “Cerebro normal”. Es tal el pánico que siente en el anfiteatro de la facultad (mayor que aquel vivido durante el robo de cadáveres en el cementerio) que un inesperado ruido lo asusta y el frasco -y el cerebro- quedan esparcidos por el suelo. No hay alternativa: tendrá que llevar el otro, el anormal. Lo toma y huye con inusitada rapidez por el mismo camino de entrada. Fritz no sabe que cambia algo más que un cerebro, que cambia a la humanidad y restringe el sentido de la vida. Con esa materia, su patrón, el Dr. Henry Frankenstein, armará y le dará vida a una quimera humana.
Cosido y animado con los hilos de la deformidad, la criatura creada por Mary Shelley es llevada a la violencia por la soledad del no-ser, mientras que el drama del Frankenstein caracterizado por Boris Karloff se debe solo a su cerebro criminal. Para cuando la película se filma, están en su apogeo muchas de las teorías que definen a la inteligencia humana como un hecho fundamentalmente hereditario. En consonancia con esta perspectiva biológica, se promueven programas políticos de carácter eugenésico. En 1927, el juez de la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos, Oliver Wendell Holmes Jr., leyó el dictamen de la mayoría, ocho votos contra uno, para el caso Buck contra Bell.
A los diecisiete años y estando embarazada, Carrie Buck fue internada por su familia adoptiva en la Colonia del Estado de Virginia para epilépticos y débiles mentales bajo el argumento de un “comportamiento incorregible” y “promiscuidad”, forma sutil y perversa para ocultar la violación que sufriera por parte de un sobrino de sus padres. Ya para 1924 se determina su esterilización forzada por el reporte que la definía como deficiente mental. La apelación de los abogados a favor de Carrie Buck llevó el caso hasta la Corte Suprema, donde el juez Wendell Holmes sentenció:
Hemos visto más de una vez que el bienestar público puede reclamar la vida de los mejores ciudadanos. Sería extraño que no pudiera pedir un sacrificio menor a quienes ya minan las fuerzas del Estado, y que a menudo no es percibido por ellos, para prevenir nuestro hundimiento en la incompetencia. Es mejor para todo el mundo si en lugar de tener que esperar para ejecutar a la descendencia degenerada para el crimen o tener que dejarlos morir de hambre por su imbecilidad, la sociedad pudiese prevenirse de aquellos que son incapaces de continuar la especie. El principio que sustenta la vacunación obligatoria es lo suficientemente amplia como para cubrir el corte de las trompas de Falopio. Jacobson v. Massachusetts, EE.UU. 11 197. Tres generaciones de imbéciles son suficientes.
Carrie Buck murió en 1983. Su hija Vivian, quien había sido declarada deficiente a los siete meses de vida por un dudoso informe de una asistente social que, además, era funcional a la declaración de “tres generaciones de imbéciles”, murió a los ocho años de enterocolitis. Ni Carrie Buck ni Vivian -de quien conocemos sus reportes escolares- eran deficientes mentales. De todas formas, no hay minusvalía capaz de cuestionar la ilegitimidad e inmoralidad de las leyes de esterilización eugenésica.
La película Frankenstein (1931) -dirigida por James Whale aunque inmortalizada por el maquillaje sobre Boris Karloff- se mueve a la par de las leyes de esterilización eugenésica porque legitima el castigo social sobre un comportamiento que supone determinado por la biología y para el cual admite como única forma de acción la extirpación o la muerte del monstruo, sea Frankenstein o la deficiencia intelectual. No intentamos negar la fuerza de lo natural porque parece cuestionar nuestros ideales de igualdad y justicia. Hemos de aceptar que la biología habla como lo hace en la criatura ideada por Mary Shelley porque esa criatura no es rechazada por torpeza ni por odio ni por prejuicio ni por haber sido creada de manera artificial: es rechazada porque la fealdad de su fisonomía golpea con dureza. Tal como dijese Gould sobre el autismo, nos debatimos entre -1- la opción por reforzar y jerarquizar la sociedad sobre los logros tecnológicos que modifiquen o anulen al cuerpo para ser transformado en una robótica o -2- por promover aquellos actos que aumentan nuestros grados de libertad aunque sean extremadamente estrechos. La película de 1931 se decide por la primera posibilidad, la novela abre las puertas de la segunda.
Queda entonces la pregunta: ¿cómo pensar los cambios tecnológicos, en particular los referidos a los sueños transhumanistas, cuando se nos dice que dichos cambios solo pueden ser entendidos como un inevitable destino de mejora y progreso?