Schole
Espacio conceptualEdición 6
Cuestión de oficio. Entre pizarrones, manuales y WhatsApp
Adriana Fontana 23 noviembre, 2020

CUESTIÓN DE OFICIO

​Entre pizarrones, manuales y WhatsApp

–¿Acaso no lo sabe, señor Stoner? –preguntó Sloane–. ¿Aún no se comprende a sí mismo? Usted será profesor. (…)
–¿Está seguro?
–Estoy seguro –murmuró Sloane–.
–¿Cómo lo sabe? ¿Cómo puede estar seguro?
–Es amor, señor Stoner –dijo jovialmente Sloane–. Usted está enamorado. Es así de sencillo.1

Hace algo más de seis meses se instaló una pregunta sobre la que me interesa reflexionar en este artículo: ¿qué tenemos y qué podemos hacer los docentes en este contexto?

Cuando la escuela, aunque sea de modo compulsivo, ha tenido que reinventarse, retorna una vieja pregunta, ¿en qué consiste el oficio docente?2 De modo muy general, puede decirse que, en este tiempo, las y los docentes pasamos repentinamente de dar clase en el pizarrón con tizas y manuales a dar clases por celular o en cualquier otra pantalla. Con mayores o menos variaciones, la tradición escolar que nos cobijaba quedó suspendida. Cambiaron las coordenadas: otros espacios, otros tiempos, otras tecnologías disponibles –incluso las que hemos aprendido a incorporar y combinar de diferentes maneras en las novedosas clases que estamos dando–. Ahora bien, en el marco de estos cambios, ¿a qué no renunciamos? O, dicho de otro modo, ¿qué hemos sostenido porque justamente hace al oficio de enseñar?3

Exploramos aquí algunas experiencias narradas en diferentes épocas y geografías que quizás nos ayuden a entrever eso que se mantiene aun cuando cambian las coordenadas.

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1. Fragmento de la bellísima novela Stoner (2016), de John Williams, en la que el autor logra, desde mi perspectiva, narrar cómo es que un profesor se “hace” profesor, cómo adquiere el oficio de enseñar a lo largo de los años, cómo lo descubre, lo sufre y lo disfruta.



2. Hay, por supuesto, una exhaustiva biblioteca nacional e internacional poblada de revistas, libros e investigaciones que abordan la cuestión del oficio docente. Entre otras: Tenti Fanfani (2006) (Comp.)
El oficio docente. Vocación, trabajo y profesión en el siglo XXI (2006), compilado por Tenti Fanfani; Los gajes del oficio. Enseñanza, pedagogía y formación (2009), de Alliaud y Antelo; Cartas a un joven profesor. Por qué enseñar hoy (2006), de Philippe Meirieu; El trabajo de enseñar. Entre la vocación y el mercado: las nuevas reglas de juego (1999), de Alejandra Birgin; el Seminario Internacional La renovación del oficio docente. Vocación, trabajo y profesión en el siglo XXI (2005), coordinado por Inés Dussel; El oficio de enseñar. Condiciones y Contextos (2016), de Edith Litwin.



3. Sobre esta misma pregunta he publicado otro artículo: “Pandemia, tecnologías digitales y formación docente: preguntas a partir de la experiencia” en Pensar la educación en tiempos de pandemia. Entre la emergencia, el compromiso y la espera (2020), UNIPE.


Argelia. Principios del siglo XX

Seguramente conocen la historia. Un niño, de madre y padre analfabetos, es prácticamente criado por su abuela. Su padre morirá a poco de su nacimiento, su madre pasará la mayor parte del día trabajando en el servicio doméstico. Él mismo lo contará: “…había crecido en una pobreza desnuda como la muerte, entre sustantivos comunes” (Camus, 1994, p. 61). Es en las visitas a la casa de su tío donde conoce los “sustantivos propios”, sin embargo, será su maestro quien le ayudará a “modificar el destino” (p. 120), a elegir su camino desarmando todos los prejuicios que otorgan a los orígenes la potestad de definir un devenir.

Después venía la clase. Con el señor Bernard era siempre interesante por la sencilla razón de que él amaba apasionadamente su trabajo. Fuera el sol podía aullar en las paredes leonadas mientras el calor crepitaba incluso dentro de la sala (…). También podía caer la lluvia, como suele ocurrir en Argelia, en cataratas interminables, convirtiendo la calle en un pozo sombrío y húmedo: la clase apenas se distraía. Sólo las moscas, cuando había tormenta, perturbaban a veces la atención de los niños. Capturadas, aterrizaban en los tinteros, donde empezaban a morirse horriblemente, ahogadas en el fango violeta que llenaba los pequeños recipientes de porcelana (…). Pero el método del señor Bernard, que consistía en no aflojar en materia de conducta y por el contrario en dar a su enseñanza un tono viviente y divertido, triunfaba incluso sobre las moscas. (Camus, 1994, pp. 126-127).

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Interrumpo el relato para dejar nota sobre ese “triunfo” que logra capturar la atención de los niños. El maestro despierta una inquietud que compite con otras, pero ante su método ceden, pierden protagonismo. ¿Cómo lograba el señor Bernard que sus clases fuesen siempre interesantes? ¿Cuál era su estrategia? ¿Con qué recursos contaba? ¿A qué tecnología recurría?

Siempre sabía sacar del armario, en el momento oportuno, los tesoros de la colección de minerales, el herbario, las mariposas y los insectos disecados, los mapas o… que despertaban el interés languideciente de sus alumnos. Era el único de la escuela que había conseguido una linterna mágica y dos veces por mes hacía proyecciones sobre temas de historia natural o de geografía. En aritmética había instituido un concurso de cálculo mental que obligaba al alumno a ejercitar su rapidez intelectual. Lanzaba a la clase, donde todos debían estar de brazos cruzados, los términos de una división, una multiplicación o, a veces, una suma un poco complicada. “¿Cuánto suman 1267 + 691?”. El primero que acertaba con el resultado justo ganaba un punto que se acreditaba en la clasificación mensual. Para lo demás utilizaba los manuales con competencia y precisión… Los manuales eran siempre los que se empleaban en la metrópoli. Y aquellos niños que sólo conocían el siroco, el polvo, los chaparrones prodigiosos y breves, la arena de playas y el mar llameante bajo el sol, leían aplicadamente, marcando los puntos y las comas, unos relatos para ellos míticos que unos niños con gorro y bufanda de lana, calzados con zuecos, volvían a casa con un frío glacial, arrastrando haces de leña por caminos cubiertos de nieve, hasta que divisaban el tejado nevado de la casa y el humo de la chimenea les hacía saber que la sopa de guisantes se cocía en el fuego. Para Jacques esos relatos eran la encarnación del exotismo. Soñaba con ellos, llenaba sus ejercicios de redacción con las descripciones de un mundo que no había visto nunca (…). Para él esos relatos formaban parte de la poderosa poesía de la escuela alimentada también por el olor del barniz de las reglas y los lapiceros, por el sabor delicioso de la correa de su cartera que mordisqueaba interminablemente (…). (Camus, 1994, pp. 126-127).4

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El chico será periodista y destacado escritor. A los 57 años fue reconocido con el premio Nobel de Literatura. “¿Cómo y por qué caminos llegó ese niño indigente a convertirse en premio Nobel de Literatura?”, es la pregunta con la que la editorial Tusquets convoca a leer la novela autobiográfica de Albert Camus, El primer hombre (1994).


4. Los resaltados son míos tanto en esta cita como en las que siguen.


La reformulo: ¿qué le pasó a ese niño en su experiencia escolar que, al recibir el premio, en el momento de mayor reconocimiento, pensó primero en su madre y luego en su maestro? ¿Qué le ofreció la escuela? ¿Qué le ofreció su maestro? En sus palabras5:

Solo la escuela proporcionaba esas alegrías a Jacques6 y a Pierre. E indudablemente lo que con tanta pasión amaban en ella era lo que no encontraban en casa, donde la pobreza y la ignorancia volvían la vida más dura, más desolada, como encerrada en sí misma; la miseria es una fortaleza sin puente levadizo. (…) La escuela no sólo les ofrecía una evasión de la vida de familia. En la clase del señor Bernard por lo menos, la escuela alimentaba en ellos un hambre más esencial todavía para el niño que para el hombre, el hambre de descubrir. (…) sentían por primera vez que existían y eran objeto de la más alta consideración: se los juzgaba dignos de descubrir el mundo. (Camus, 1994, p. 128).

No encuentro palabras más bellas y justas para hablar de la experiencia de la igualdad en la escuela. Por si fuera necesario aclararlo (sobra decir que es anecdótico el hecho de ganar un premio), lo que tiene efecto en el devenir es la alegría y la dignidad con las que la escuela y su maestro instituían a los estudiantes. Allí reside esa posibilidad, la de un acontecer impensado.


5. Puede leerse, también, en la carta que Albert Camus escribe a su maestro, el señor Germain Louis, en noviembre de 1957. En la novela, el maestro aparece con el nombre de “Bernard”.



6. En la novela, Albert Camus aparece como “Jacques”.


Dicen Masschelein y Simons (2014), y adscribo, que “En realidad, tal vez no existe invención humana más volcada a crear igualdad que la escuela (…). La escuela siempre tiene que ver con la experiencia de la potencialidad” (pp. 64-65). Ahora bien, esa potencia requiere que alguien o algo –una palabra o una imagen, por ejemplo– la desate. Alguien tiene que activar esa fibra. George Steiner lo dice con precisión en Lecciones de los maestros (2004): “enseñar con seriedad es poner las manos en lo que tiene de más vital un ser humano” (p. 26).

EEUU, New Jersey. 1942

Lo que recuerdo más vívidamente de las tempranas clases matutinas de la señora Henzi es el modo que tenía de revisar las tareas para el hogar, que nos había asignado. Hacía pasar a la pizarra, situada al frente del aula, a tres o cuatro alumnos para que estos resolvieran los problemas que nos había encargado el día anterior. (…) leía el problema en voz alta para que los estudiantes que estaban junto a la pizarra lo copiaran y resolvieran mientras el resto de la clase observaba. (…) La señora Henzi revisaba cuidadosamente cada solución (como hacíamos todos los demás que nos hallábamos sentados), y prestaba atención no sólo al resultado sino también a cada paso dado para llegar a él. (Todos los cálculos debían exponerse en detalle sobre la pizarra.) Si todo estaba bien, la profesora enviaba al alumno de regreso a su banco con una palabra de elogio y asintiendo brevemente con la cabeza. Si el alumno había cometido un error, lo instaba a revisar su trabajo para ver si él mismo podía descubrirlo. “Allí hay algo que está mal, Robert”, decía. “Míralo de nuevo”. Si después de unos pocos segundos de escrutinio, Robert no podía detectar su error, la señora Henzi pedía un voluntario (normalmente se ofrecían muchos voluntarios) para que señalara dónde se había equivocado su desaventurado compañero.

La parte más memorable de esta rutina diaria habitualmente ocurría en medio de cada una de esas rondas (…). En algún momento, la señora Henzi ladraba una orden que ya se había convertido en hábito. Sin embargo, el instante preciso en el que la daría siempre era inesperado, además el volumen de esa exclamación hacía que toda la clase reaccionara con un sobresalto. “¡MUCHO OJO!”, tronaba. Al principio, rara vez estaba uno seguro de a quién se dirigían esas palabras, si es que se dirigían a alguien en particular. A menudo sonaban como si estuvieran dirigidas a todos nosotros. (…) Como no siempre estaba claro cuál de los alumnos era el que había cometido la falta, el efecto de cada una de esas aclamaciones, además de sobresaltar a todos, era impulsar a quienes permanecíamos sentados a examinar con renovado fervor la pizarra en busca del error que la señora Henzi con su mirada de rayos X parecía haber captado casi antes de que se cometiera. (Jackson, 2007, pp. 21-23).

A lo largo de todo el capítulo, Philip Jackson narra la experiencia con su profesora favorita. Da cuenta de las marcas que dejó en él y también de lo imposible que le resulta enumerarlas. No se trata de una lista de cosas, sino de algo que pasaba en las clases. De modo más claro llegando al final, dice que “la enseñanza produce un cambio, a menudo un cambio enorme, en la vida de los estudiantes, y lo hace por alguno de los caminos que he intentado expresar aquí” (Jackson, 2017, p. 42).

En el fragmento que recorté se puede ver a la señora Theresa Henzi, profesora de Álgebra,hacer pasar al pizarrón, leer para todos, resolver el ejercicio y analizar con la clase entera el proceso a través del cual se llega a un resultado. Se ve cómo –de algún modo muy singular, muy personal, “a su manera”, diría Jorge Larrosa– lograba que el aula en conjunto reaccionara. Nadie sabía cuándo, pero todos esperaban el habitual “¡MUCHO OJO!”. Ese diálogo con la clase, ese tramitar los equívocos con los compañeros “voluntarios” después de habilitar el “míralo de nuevo”, habla del oficio de la señora Henzi y también de la posibilidad que solo acontece en la escuela, en la que se aprende con otros.

Francia. Mediados de la década del ochenta

“El porvenir, esa extraña amenaza…”. Así comienza el relato del profesor que encuentra a Nathalie sollozando en las escaleras del colegio en Mal de escuela (2008) de Daniel Pennac. No hay pandemia. Sin embargo, el porvenir amenaza. Tampoco es Argelia a principios de siglo ni hay una guerra mundial.

Es todavía una niña, su cuerpo deja caer el peso del antiguo bebé sobre los resonantes peldaños de la escalera. Son las cinco y media, casi todos los alumnos se han marchado. Soy uno de los últimos profesores que quedan por allí. (…) Y Nathalie aparece al pie de la escalera. Bueno, Nathalie, bueno, bueno, ¿a qué viene tanto pesar? Conozco a la alumna, la tuve el año anterior. (…)

–Se… se… señor… no lo… no lo consigo. No consigo… com… com… No consigo comprender.

–¿Comprender qué? ¿Qué es lo que no consigues comprender?

–Lapro… lapro.

Y de pronto el tapón salta, todo sale de golpe:

–La… proposición-subordinada-conjuntiva-adversativa y concesiva.

Silencio (…).

Ven que te lo explique. Clase vacía, siéntate, escúchame, es muy sencillo. ¿Ya está? ¿Lo has entendido? Ponme un ejemplo para que yo lo vea. Ejemplo acertado. Ha comprendido. Bueno. ¿Estas mejor? ¡Para nada, no está para nada mejor! Nueva crisis de lágrimas, sollozos así de grandes y, de pronto, una frase que nunca he olvidado:

–Es que usted no se da cuenta, señor, tengo ya doce años y medio y no he hecho nada.

Regreso a casa rumiando la frase. Pero ¿qué ha podido querer decir la chiquilla? (…)

Tendré que aguardar a la tarde siguiente para informarme y saber que al padre de Nathalie acaban de despedirlo tras diez años de buenos y leales servicios como ejecutivo de una empresa de no sé qué. (…) Y este hombre joven (…) se ha derrumbado. Ha establecido un balance definitivo. En la mesa familiar no deja de repetir: “Tengo treinta y cinco años y no he hecho nada”. (pp. 54-55).

Seguramente han vivido alguna historia parecida. Otra vez, la posibilidad de despegar de la historia familiar, de la repetición: “no he hecho nada”.
El oficio de enseñar tiene sus secretos, muchas veces hay que rumiar hasta el día siguiente para comprender.

Argentina, Córdoba. 2020

Ahora, en plena pandemia, escuchen lo que dicen estos niños y niñas a sus docentes7:


7. Compilación de audios de WhatsApp para el video educativo “Dar clases con WhatsApp” (UNIPE, 2020) a cargo de Paola Roldán.


 

Es (nada menos que) la presencia que se valida con la pregunta a la seño. Es el video que “esperaba tantísimo” y es la tijera “súper grande” que se perdió… Todo hace al oficio docente.

No es una conexión, sino un vínculo que se hace con oficio. Poco importa si es WhatsApp, Meet o un papel. Estar conectados no es lo mismo que estar vinculados. El vínculo supone un tiempo, un espacio y el tejido de una confianza, aquella necesaria para pedir validez a una presencia, para llorar porque no se entiende la subordinada y poder decir que no se ha hecho nada a los doce años y medio. Solo en ese espacio de confianza es posible romper con la repetición (que ello no atente contra la relación familiar) y habilitar otra posibilidad.

Argentina, Mendoza. 2020

Luciano envía su obra a su maestra. No importa tanto aquí lo que la nota periodística dice, consideren lo que produce la propuesta escolar:

Enlace a la nota

En un contexto de pobreza desnuda como la muerte, en un contexto en el que el desempleo derrumba a los adultos, en el contexto de una pandemia, ¿qué tenemos y qué podemos hacer quienes elegimos enseñar?

¿Qué sostener y qué renovar? O, como decía Jorge Larrosa en el conversatorio sobre el oficio docente y la escuela por venir8, ¿a qué verbos le pondremos el “re” adelante?

Entre manuales, pizarrones y WhatsApp, ¿qué podemos entrever?, ¿qué de la escuela y qué de nuestro oficio?


8. Disponible en el siguiente enlace.


  • La saludable necesidad de separar la vida escolar y la vida familiar. Esa separación permite recrear un espacio en el que una posibilidad impensada se hace lugar, un espacio en el que se reconoce a niños, niñas y jóvenes dignos de descubrir, de estudiar un mundo que no estaba al alcance de la vida familiar (por los motivos que sean: económicos, culturales, religiosos). La escuela abre, en ese espacio, a unos saberes que se vuelven allí comunes, de todos. Rompe así con los circuitos de reproducción cultural y social. No hace falta recurrir a la estadística para comprobar la desigualdad social en la que vivimos: basta levantar la mirada y ahí está (quienes tienen o no dispositivos digitales, quienes tienen o no conectividad, vivienda, comida, abrigo, familia, trabajo; son muy profundas y dolorosas las desigualdades sociales). Pero si por un momento la suspendemos (lo que no quiere decir que la negamos, solo la ponemos entre paréntesis) para crear ese espacio en el que algo pueda interrumpirla y abrir a otra cosa, puede que otra cosa ocurra. Por ejemplo, puede que niños, niñas y jóvenes sean reconocidos en su igual condición de estudiantes y que la poderosa poesía escolar produzca sus efectos. Puede que ocurra la experiencia de la igualdad y la experiencia de la potencialidad9 en la escuela y en las clases que damos a las y los estudiantes.
  • Sostener un “espacio de seguridad”, como lo llama Meirieu (1998), “en el que un sujeto pueda atreverse a ‘hacer algo que no sabe hacer para aprender a hacerlo’” (p. 85). Un espacio de seguridad en el que se pueda resolver un ejercicio en el pizarrón con toda la clase; y si hay un error, que haya tiempo para un “míralo de nuevo” o para un voluntario que ayude a resolverlo; que haya espacio para que una niña pueda decir que no comprende un ejercicio o para que un niño muestre por WhatsApp la obra artística que hizo en el piso de tierra. Es la escuela, es el vínculo de confianza y de cuidado que se construye con oficio docente el que habilita el proceso aprendizaje en el que surgen equívocos, confusiones, dudas, preguntas, errores. Aprender…

    …es precisamente nacer a otra cosa, descubrir mundos que hasta entonces desconocíamos. Aprender quiere decir ver cómo se tambalean las propias certezas, sentirse desestabilizado y necesitar, para no perderse o desalentarse, puntos de referencia estables que solamente puede proporcionar un profesional de la enseñanza. (Meirieu, 2006, p. 26).

    Enseñar, siguiendo esta perspectiva, consiste siempre en hacer un mismo movimiento: abrir a lo nuevo y acompañar ese recorrido. Estar ahí, sostener, cuidar a quien lo transita, porque es allí donde se tambalean, se desestabilizan, todas las certezas.


9. Aclaro y amplío lo dicho: puede ocurrir y también puede no ocurrir, incluso puede ocurrir lo contrario. En la escuela y en las clases, los estudiantes pueden ser hablados, convertidos en estudiantes o en lo contrario. Dicho vulgarmente: “es un burro”, “a este chico no le da”, “no naciste para esto”. Hay muchas narraciones escolares que cuentan estas experiencias. Es precisamente leyéndolas que comencé a buscar otras como las que comparto en este artículo. En síntesis, puede ocurrir lo que queremos que ocurra. No es natural, no es magia, no es el destino: es política, y la construimos entre todos.


  • Conquistar la atención de nuestros estudiantes supone oficio. Para lograr ese inter-esse10 en el “mundo” que les presentamos en la escuela (Masschelein y Simons, 2014), a veces será necesario sacar una linterna; otras, poner un “¡MUCHO OJO!” –de forma más silenciosa o más personalizada–, proponer una consigna por WhatsApp o sentarse en la escalera a escuchar. Quizás haya que rumiar hasta el día siguiente para comprender qué preocupa tanto a una alumna al punto de no permitirle comprender un contenido. Hay también técnicas y estrategias didácticas a las que recurrir para enseñar, pero hay otro saber que se construye en y mientras enseñamos y adquirimos oficio. Es un saber que permite ajustar las estrategias, las técnicas y las tecnologías a la situación singular en la que se enseña. Un saber que exige una reflexión profunda y, a su vez, muy ágil, muy aceitada, que rápidamente considere al grupo, a la clase y a cada uno de los estudiantes. No siempre funciona la misma técnica, hay que tener oficio para medir, para percibir cómo están esos estudiantes y elegir qué palabra, qué tonos, qué mirada, qué escucha hay que poner a esa niña que llora en la escalera o frente a Robert cuando el ejercicio no le sale.
    Para lograr que algo del mundo pueda ser compartido entre nosotros y pase a “formar parte del mundo en y por el cual estamos inmediatamente comprometidos, implicados, interesados, intrigados” (Masschelein y Simons, 2014, p. 49) hay que tener oficio. No imagino un algoritmo capaz de construir un saber que requiera de una inteligencia poética como la que exige ser docente.
    Es cuestión de oficio identificar en qué justo momento y con qué palabra apropiada es posible alentar a cada uno y a todos los estudiantes a avanzar, a dar el paso que en ese momento preciso –y no en otro– necesita.


10. Así lo escriben Masschelein y Simons (2014).


collageCuestión de oficio

“¿Cuándo me va a mostrar un trabajito suyo?”, le pregunta el profesor de contabilidad a su joven alumno de tercer año. “Lo que este hombre me proponía era asumir la literatura. Acepté” (Castillo, 2005, p. 202). Así cuenta Abelardo Castillo, escritor, ensayista y dramaturgo argentino, cómo comienza su historia: con un profesor, en una escuela, en la clase de contabilidad.
Una pregunta puesta en su justo lugar puede desatar un nuevo comienzo, lo inesperado.

Podemos entrever que el nuestro es un oficio de palabras que precisa, además, de los saberes específicos de la materia que enseñamos. Es un oficio que requiere de gestos, de miradas, de escucha, de silencios; requiere, también, que sepamos rumiar, esperar, abrir a lo nuevo y acompañar. Podemos entrever que es cuestión de oficio ligar la enseñanza a la experiencia de la igualdad, del cuidado, de la confianza, de la atención, de la dignidad, del reconocimiento en cualquier contexto siempre que haya escuela. Podemos entrever que es cuestión de oficio reconocer que las tecnologías –la linterna, el manual, el pizarrón, la tiza, el video, el celular, la PC, la tablet– cambian y cambiaron históricamente. Lo seguirán haciendo. Las tecnologías analógicas y las digitales no son, nunca fueron, neutrales. Conocerlas es una responsabilidad a la que hay que prestarle atención. Nunca fueron fáciles. “Otra cosa quiere el puñal”, escribió Borges11.

Referencias

Camus, A. (1994). El primer hombre. Barcelona: Tusquets.

Castillo, A. (2005). Fiat lux, o de cómo gané a los quince años el premio municipal. En P. Pineau (Comp.), Relatos de escuela. Buenos Aires: Paidós.

Jackson, P. (2007). Enseñanzas implícitas. Buenos Aires: Amorrortu.

La maestra pidió una tarea de Arte “con lo que tengan en casa” y un alumno conmovió a todos con su trabajo. (2020, 6 de mayo). Infobae. Disponible en el siguiente enlace.

Masschelein, J. y Simons, M. (2014). Defensa de la escuela. Buenos Aires: Miño y Dávila.

Meirieu, P. (1998). Frankenstein Educador. Barcelona: Laertes.

Meirieu, P. (2006). Carta a un joven profesor. Por qué enseñar hoy. Barcelona: Graó.

Pennac, D. (2008). Mal de escuela. Barcelona: Mondadori.

Steiner, G. (2004). Lecciones de los maestros. Madrid: Siruela.


11. Sugiero la lectura del cuento “El puñal” de Jorge Luis Borges.


Profesora para la Enseñanza de Educación Primaria (Escuela Normal Superior n.º 4).
Licenciada en Ciencias de la Educación (UBA).
Magíster en Diseño y Gestión de Programas Sociales (FLACSO).
Docente de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA).
Directora del ISEP.