Schole
Espacio conceptualEdición 5
De libros, suelos y supervivencias
Maria Soledad Boero 8 agosto, 2020

De libros, suelos y supervivencias1

Un buen informe arqueológico no sólo debe señalar las capas de donde provienen los descubrimientos, sino, y sobre todo, las que fue necesario atravesar para llegar a ellos.
Desenterrar y recordar. Walter Benjamin.

Los libros y su destrucción

¿Qué es lo que queda cuando se destruye un libro?, ¿por qué los libros constituyen una amenaza para los regímenes dictatoriales?, ¿qué sucede cuando una comunidad se ve obligada –sobre todo en tiempos de gobiernos de factos– a esconder sus libros, enterrar sus bibliotecas o, en el peor de los casos, quemarlas?

A casi cuarenta y cinco años de lo que fue unos de los episodios más trágicos de nuestra historia reciente –la instauración de la dictadura cívico-militar–, el pasado nos sigue interpelando desde zonas singulares cada vez, no deja de pasar desde sus infinitos pliegues y efectos que siguen tramando el presente que habitamos.


Fotografías: Rodrigo Fierro



1. Con la finalidad de seguir las indicaciones del manual de estilo institucional y de otorgar mayor claridad al escrito, se optó editorialmente por utilizar, en este texto, el masculino plural para referirse al conjunto de mujeres y hombres.


Sabemos que la cultura fue una preocupación clave en el proyecto dictatorial y que, para vigilarla, se puso en marcha una estrategia de control y disciplinamiento de alcance nacional. Como señalan Hernán Invernizzi y Judith Gociol, “a la desaparición del cuerpo de las personas se corresponde el proyecto de desaparición sistemática de símbolos, discursos, imágenes y tradiciones” (2007, p. 23). Uno de los focos de la represión cultural estuvo puesta en los libros y todo el universo de prácticas y acciones que rodeaban la lectura. Libros prohibidos, lectores, escritores y editores perseguidos, bibliotecas desarmadas, destruidas o que tuvieron que ser enterradas fueron siniestras postales durante esos años de represión y censura. Incluso el gobierno de facto propició el vaciamiento de bibliotecas populares y la quema pública de libros2.

Uno de los interrogantes que hoy emerge tiene que ver con preguntarnos sobre aquellas bibliotecas escondidas, enterradas. Y junto a esa pregunta, surge la relevancia que cobra el suelo y sus estratos como aquel medio orgánico e inorgánico que lo traga y oculta todo. La tierra es, entonces, surcada por los signos de múltiples violencias –entre ellas, la política–: espacio plagado de cadáveres, restos óseos, fósiles, materiales, ruinas, residuos, vestigios de memorias sedimentadas. Un espacio en conmoción y movimiento constante.

Es por ello que una arqueología del presente no puede prescindir, en parte, de una geología, de aquellos materiales que la componen y que envuelven lo que se entierra y lo que se oculta en esa gran superficie infinita que es la tierra.

La Biblioteca Roja

En el año 2017, aparece La Biblioteca Roja. Brevísima relación de la destrucción de los libros, de Gabriela Halac, Tomás Alzogaray Vanella y Agustín Berti. Un libro-objeto que recoge la conmovedora experiencia ritual y colectiva sobre el desenterramiento de una biblioteca familiar oculta durante el terrorismo de Estado en los fondos del jardín de una casa. El libro muestra cierto carácter artefactual en tanto surge de la imbricación de imágenes (fotografías, fichas documentales, imágenes pictóricas), texto (entrevistas, crónica, ensayo, citas) y presenta un envoltorio desplegable donde se muestra una de las fotos de los paquetes desenterrados/exhumados.


2. Córdoba fue testigo de dos momentos tristemente célebres respecto de este tema. El primero fue el dos de abril de 1976, cuando el delegado militar interventor de la Escuela Superior de Comercio Manuel Belgrano, Teniente Primero Manuel Carmelo Barceló (cargo que Tránsito Rigatuso ostentaba desde abril de 1974), ordenó la requisa y dispuso la posterior quema, en el patio del colegio, de varios títulos de la colección de la biblioteca; entre ellos: obras de Margarita Aguirre, Pablo Neruda, Marx, Engels, Julio Godio, del Centro Editor de América Latina y Martí. El segundo fue el 29 de abril de ese mismo año, cuando Luciano Benjamín Menéndez, jefe del Tercer Cuerpo de Ejército con asiento en Córdoba, ordenó una quema colectiva de libros, entre los que se hallaban obras de Proust, García Márquez, Cortázar, Neruda, Vargas Llosa, Saint-Exupéry y Galeano. Algunas de sus palabras fueron: “De la misma manera que destruimos por el fuego la documentación perniciosa que afecta al intelecto y nuestra manera de ser cristiana, serán destruidos los enemigos del alma argentina” (diario La Opinión, 30 de abril de 1976). Para más información, ver el Catálogo de Libros Prohibidos del Archivo Provincial de la Memoria de Córdoba, disponible en el siguiente enlace.


Al pasar casi cuarenta años de estar enterrados3, un grupo de personas (el hijo de los dueños de la casa –artista plástico–, una escritora/editora y un investigador en letras) obtiene el financiamiento para convocar a un equipo de antropólogos forenses voluntarios que comienza el trabajo de excavación y desenterramiento. El proceso fue registrado por escrito con el testimonio de los dueños de la biblioteca y algunas reflexiones de los investigadores que decidieron llevar adelante esta acción y, también, en imágenes por un fotógrafo. Otras voces participaron de la experiencia: conservadores de papel, archiveros, químicos de suelos y más, lo que explicita una preocupación por la historia material del libro, por su condición de soporte, por su precariedad o durabilidad.


3. La familia dueña de los libros retorna al país luego de ocho años de exilio en México. Quieren recuperar la biblioteca y hacen un intento por localizar el pozo que habían realizado tiempo atrás, pero solo encuentran una bolsa con algunos libros destruidos por la humedad. Es allí cuando deciden dejar los libros sepultados bajo tierra y darlos por perdidos.


Uno de los gestos que marcan la singularidad del proyecto se vincula con su carácter colectivo, ya que involucra a diferentes sujetos, entre ellos, decíamos, antropólogos forenses: se efectúa una exhumación de estos libros como si se tratara de cuerpos o restos óseos, una suerte de arqueología simétrica en tanto se enfoca en el ensamblaje y la correlación entre lo humano y las cosas que le rodean –y con las que mantiene vínculos estrechos–.

Desde esta perspectiva, un libro, una biblioteca, evoca una multiplicidad temporal y sensorial de relaciones indisociables: escritores, lectores, editores, libreros, entre otras redes y mundos conectados. Una biblioteca atravesada por la violencia del Estado represor contiene, entonces, varias historias: la de su existencia y sus modos de vinculación con los sujetos y su contenido, la de su composición, la de su enterramiento para tratar de preservarla, la de los años de oscuridad y aparente quietud bajo la tierra y, también, la de su posterior hallazgo o aparición.

El proceso de localización y excavación de la biblioteca duró varios días. Se sacaron cuatro toneladas de tierra entre lluvias, incertidumbres, comentarios, expectativas de diversa índole. En las entrevistas realizadas a la pareja dueña de los libros –ambos profesores de Historia–, se vislumbra un relato familiar atravesado por la violencia política y el exilio. Cuando se refieren a la biblioteca, es clave el vínculo afectivo que establecen a diferencia de cualquier otro objeto: en las publicaciones se concentraba el deseo y la militancia, la apertura hacia nuevas ideas. Los libros se convierten en portadores de memorias no solo por su contenido, sino por su capacidad de tejer lazos y de hacer comunidad.

El pozo

Desde la antropología se dice que toda excavación arqueológica es un fenómeno único, destructivo e irrepetible: como parte de ese ritual, el desenterramiento es una experiencia sensible que desborda cualquier régimen significante; es portador de una extrañeza que nos excede en su inasequible exposición.

¿Qué es lo que emerge de ese pozo tantas veces imaginado y pensado? Lo que se encuentra en esa excavación después de cuarenta años, detrás de tres pinos y un metro y medio bajo tierra, ya no puede registrarse en los marcos de una memoria representativa ni en la lógica del recuerdo de lo vivido. Lo que se encuentra en ese pozo tiene que ver con la pura materialidad de esos restos exhibidos como parte de un archivo material que excede las formas de la narración histórica, biográfica y familiar. Fragmentos de pasados que abren a otras líneas del relato, en los que se acentúan –más allá de lo simbólico e imaginario que se cifra en un libro– los componentes no humanos y materiales de su entramado.

Casi al mediodía aparece la imagen del primer paquete (…). Un bulto rosa y otro negro. Digo paquetes porque están envueltos en bolsas de nylon y atados con un hilo azul en forma de cruz. Cada uno parece contener varios volúmenes de libros (…). Están acostados y dan la sensación de cuerpo muerto, de fosa común (…). Lo que se ve es una imagen que no esperábamos ver. Son 16 paquetes, 15 con libros y uno, el número 6, es otra cosa. Intento escribir lo que veo: paquetes de tierra, atravesados por raíces, pegados a una base de ladrillos, aplastados y amalgamados al suelo, varios de ellos meteorizados, otros en bloque prometen algo de papel (…). No alcanza el lenguaje para la descripción. Es una especie conocida pero transmutada… (Berti, Halac y Alzogaray Vanella, 2017, p. 74)

“Una especie conocida pero transmutada” que ha devenido otra cosa de lo que era en su origen. El devenir es el movimiento mismo de la materia, su metamorfosis. Y si pensamos en estos restos como una forma de supervivencia, surge la pregunta sobre qué fuerzas son las que conforman esa mutación.

Entre la disputa memoria/olvido, ¿cómo podemos evaluar estos restos para que no sean solo desecho? ¿Qué formas de saber requiere esta fuerza plástica (Didi-Huberman, 2013, p. 143) que retorna desde lo profundo de la tierra?


“Libro raíz, libro tierra”, señala Gabriela Halac, una de las participantes (Berti y otros, 2017). El pozo provoca una fractura temporal que activa otros pasados. Pasados que se presentifican en esos restos transformados que todavía no encuentran un marco de inteligibilidad4.

En La Biblioteca Roja ya no estamos frente a libros, no hay ningún resquicio de legibilidad en ellos. Nos preguntamos qué es lo que irrumpe al desenterrar libros que ya no son lo que eran, donde la acción de la tierra, el agua y las raíces de los árboles ha deteriorado esa materia que se confunde con los componentes del suelo en los que estuvo tanto tiempo enterrada y detenida.

¿Qué modos de existencia adquiere ese resto material, ese vestigio, en el presente? ¿Qué se puede leer en esos objetos-ruina, cuya fragilidad conmueve al punto de no saber cómo tratarlos ni considerarlos?


4. Un antecedente de La Biblioteca Roja podría ser Los condenados de la tierra (2001), de Marcelo Brodsky –videoinstalación registrada, luego, en “Nexo”, su primer libro fotográfico–, que buscó retratar los libros desenterrados por la artista Nélida Valdez veinte años después de su enterramiento, en Mar del Plata. En esa instalación, a pesar de la fragmentariedad y el mal estado de los libros, todavía podían leerse ciertos párrafos e incluso títulos de algunos de ellos, es decir, todavía ese resto conservaba parte de su legibilidad y, por lo tanto, de sus alcances simbólicos e imaginarios.


Lo que sobrevive…

Quizá esa fuerza que retorna a través del compuesto tierra/libro/raíces fosilizados tenga que ver con el saber y no saber que trae consigo la destrucción: resto de aquello que queda, se dispersa, fragmenta y muta al entrar en contacto con otras materias. Tal vez, como dice una de las participantes del proyecto, un “libro desaparecido es un libro que se sigue escribiendo”, ya no la historia de su contenido, sino la memoria de los hechos que llevaron a su destrucción (Berti y otros, 2017, p. 75).

La arqueología de la interpretación da paso a una arqueología de la presencia, no solo para evocar los pasados concentrados en ese resto material, sino para registrar el cúmulo de sensaciones provocado por aquello que ya no responde a las formas dadas, afectando un modo habitual de percepción y dejando entrever otros hilos para indagar las capas de pasados que nos atraviesan.

“Ya no podríamos llamarlos libros sino objetos únicos” (Berti y otros, 2017, p. 140) señala una de las antropólogas forenses participantes. Hay un tránsito que va desde el ser libro a un recorrido que, emplazado desde una mirada sensible, los trata como “frutos extraños”, delicadas piezas que se disuelven ante la corrosión potente del tiempo, testigos mudos pero vibrantes de aquello que no se clausura y que persiste como parte de un tejido social en permanente movimiento y recomposición.

Referencias

Berti, A., Halac, G. y Alzogaray Vanella, T. (2017). La Biblioteca Roja. Brevísima relación de la destrucción de los libros. Córdoba: Ediciones DocumentA/Escénicas.

Didi-Huberman, G. (2013). La imagen superviviente. Historia del arte y tiempo de los fantasmas. Madrid: Abada Editores.

Invernizzi, H. y Gociol, J. (2007). Un golpe a los libros. Represión a la cultura durante la última dictadura militar. Buenos Aires: Eudeba.

 


María Soledad Boero

Lic. en Letras Modernas (FFyH -UNC)
Dra. en Semiótica por la UNC.
Docente e investigadora en la Escuela de Letras (FFyH – CIFFyH - UNC).
Secretaria Académica del Centro de Investigaciones de la FFyH, de la UNC.
Autora de “Trazos impersonales. Jorge Baron Biza y Carlos Correas.
Una mirada heterobiográfica” (Eduvim).