“Las épocas felices son páginas en blanco en el libro de la historia”. Supusimos que nunca adheriríamos, que nunca haríamos nuestra esta sentencia de Hegel, pero hoy, primeros días de mayo de 2022, se nos ocurre que es pertinente citarla e incluso hacer que encabece este editorial de un nuevo número de Scholé, la revista del ISEP. Nos manteníamos a distancia de esas palabras porque confiábamos en que la historia, y luego los libros de historia, se desplegarían por otros caminos, unos que hicieran posible una vida social justa, o en la que en todo caso no desfalleciera el entusiasmo por alcanzar tal cosa. Si el año y medio de pandemia constituyó un acontecimiento nefasto, cuyo sentido aún se nos escapa, que en su final se haya empalmado con el estallido de una nueva guerra –una que reenciende temores que parecían enterrados, los de la guerra nuclear– amenaza con darle tono sombrío a toda una época. Quizás, por un momento, en el escenario argentino y latinoamericano nos sentimos a salvo de los rigores que apremian a Europa, pero la crisis económica y social que se profundizó con la pandemia, y que la guerra agrava, le pone techo muy bajo a la sensación de alivio, la revela vacua. Ni qué decirlo: los libros de historia próximos a escribir que se aboquen a estos años no tendrán sus páginas en blanco, apilaran palabras y palabras en torno a estas calamidades.
Sin embargo, la pregunta que nos viene rondando y que queremos compartir con ustedes, colegas, es a propósito de la persistencia de la escuela, de nuestra tarea como maestras y maestros en circunstancias en las que el futuro, y esto no es una pura novedad, dejó de estar cargado de promesas, de esas que son las que valen y se empiezan a saborear en el propio presente. Constatamos, al mismo tiempo, que sobre todo el año pasado se extendió e hizo palpable algo así como un “deseo de escuela”; nació de chicos y chicas, nació de los mismos adultos que más cerca están de ellos, como si el agotamiento ante el “shock de virtualización” que vivimos –y que trastornó la vida diaria que precisa del “afuera” de la familia, tenga esta una forma u otra– hubiera llevado a valorar la escuela como hace tiempo no sucedía. Se podría responder sumariamente que la persistencia de la escuela es tan solo el de un mecanismo institucional largamente vigente, que es solo el trabajo que realizamos cada uno de los que la conformamos y mantenemos en pie. Sería una respuesta profesional, lógica, pero entendemos que no sería suficiente, incluso sabiendo los riesgos que implica corrernos de esos límites. Porque, quizás como pocas veces antes, dar clase necesita imperiosamente de un plus de imaginación, de inteligencia y de esfuerzo también físico para estar a la altura de ese “deseo de escuela” que, contradictoriamente, porta subjetividades –las de nuestros alumnos, las de sus familias, cuando no las de las nuestras también– que han dado varios pasos atrás en la atención a aquello que no provenga del “complejo técnico informacional”. Es decir, la disposición a recibir lo que la escuela puede ofrecer se hace tan presente como, a la vez, la atención falla, se pierde en otras conexiones.
Pues la escuela puede ofrecer –y cada tanto ofrece– otra cosa. El pensador italiano Franco “Bifo” Berardi, en un libro del 2019, previo a la pandemia pero habitado por presagios y algo más de catástrofes, diagnostica que el camino de la emancipación iniciado muy atrás, en el Iluminismo, a pesar de sus muchos desgarros en el medio, solo devino en otra cosa a partir del momento en que se produjo “una explosión sin precedentes de la información, consecuencia de la formación del ciberespacio y la proliferación de medios”, que no fue acompañada por un desarrollo de la conciencia y el pensamiento colectivo. Por el contrario, estas otras facultades ingresaron en una deriva que las empequeñeció. Por lo tanto, sin su resguardo y cuidado, sin sus mallas, quedamos a merced de avalanchas de información con las que no se sabe ni qué pensar ni qué hacer. Junto con la posibilidad bien cierta de compartir el tiempo y el estar con otros, lo que desde ya no es poca cosa, la escuela ofrece –cada tanto ofrece– lecciones de “mundo” que constituyen una manera, la que ella tiene a mano, de avivar la conciencia y el pensamiento.
Javier Trímboli