Regresemos a los clásicos
Si no salvamos los clásicos y la escuela,
los clásicos y la escuela no podrán salvarnos
Nuccio Ordine, Clásicos para la vida.
Nuestro tiempo declama a gritos por la memoria. Sabe que sin algún registro del pasado la vida humana no puede desplegarse pero, al mismo tiempo y de modo contradictorio, nos insta, al hacer de la novedad su ídolo y del cambio constante y el consumo su razón, a no recordar. Consideremos un hecho en apariencia banal: las permanentes actualizaciones de programas y aplicaciones. Siendo una ineludible necesidad del mundo informático-digital, la presión por la renovación se impone como un dios revelado o como una ley de la naturaleza: repentinamente y cuando menos lo esperamos, surge de la nube el mensaje que nos insta al cambio so pena de quedar paralizados por la imposibilidad de uso. A instancias de lo que nos interesa y preocupa aquí, esta rutina termina por ser una buena metáfora sobre una orden enunciada por nadie y por la que lo dado debe disolverse una y otra vez para instalar lo nuevo. Pero la vida humana está edificada sobre la convivencia conflictiva de contrarios que se entremezclan una y otra vez sin que prevalezca ninguno: nacer y morir, recordar y olvidar, permanecer y cambiar, lo pretérito y lo contemporáneo. Suponer que lo pasado ha perdido todo lugar porque lo nuevo se ha de imponer como sea destruye aquello que nos da sustento y que a veces visualizamos como la cadena de la vida. Esta ansia por el cambio sin historia, tan presente en nuestra cultura actual, hace que cada flamante día licúe al anterior y que cada nueva experiencia borre lo vivido, haciendo tambalear la educación, la familiar y la escolar, como si fuese una pesada roca a punto de desplomarse por el sendero que conduce hacia el abismo del sinsentido. Considerar las obras del pensamiento que llamamos clásicas es uno de los tantos caminos posibles que se nos ofrecen para ensamblar, frente al vértigo del presente, los eslabones de la historia personal y colectiva de los seres humanos. Recordemos aquí las palabras de Joan-Carles Mèlich, que citáramos en el número 1 de Scholé, porque son a la vez conmovedoras y elocuentes en relación con el tema que nos convoca:
Los relatos pueden hacer posible que mi lazo con la comunidad tenga sentido. Un universo humano sin narraciones acaba siendo un mundo sin sentido, sin otro sentido que el del mero presente, el del puro instante, al margen del trayecto temporal y, por lo tanto, independientemente de los ausentes (antepasados y sucesores). Un universo humano sin relatos, sería un mundo sin memoria y sin esperanza; sería un universo en el que los hechos tendrían la última palabra. La lectura de los relatos puede ser portadora de vínculos, de lazos de cordialidad, porque siempre que leemos realizamos un viaje en el tiempo, entramos en contacto con otro y con otros, ausentes y/o presentes.1
Si consideramos estas palabras no como una abstracción referida a la condición humana moderna sino en relación a una persona en particular, su sentido es aún más hondo. Pensemos los dichos de Mèlich, pero con nuestra mente puesta en un maestro, su alumno y el paso del tiempo, en los recuerdos del pasado, en las emociones del presente y en las ilusiones del futuro. Es la historia de un niño que ya adulto le escribe a su mentor. Es la historia de un autor, algunas de cuyas obras son o serán clásicos canónicos de la literatura. Son las palabras de un hombre agradecido. Tras recibir el premio Nobel de literatura, Albert Camus le escribió una carta a uno de sus tantos maestros, al querido señor Germain:
Esperé a que se pasara un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y de corroborar que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso en ello continúan siempre vivos en uno de sus pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido. Lo abrazo con todas mis fuerzas.2
Y de Albert Camus, autor de La peste, nos dirigimos a otros clásicos que, con cierta afición, consideramos aquí: al Liber abaci de Leonardo de Pisa, a las historias de Caperucita roja, a la obra Manifestación de Antonio Berni.
Hay un hilo continuo entre la conversión de una obra en un clásico y la creación que maestros y profesores construyen en las escuelas: es un mismo juez el que se pronuncia sobre ambos. El tiempo será sin apelación alguna quien decida sobre lo hecho. Sin embargo, y más allá de la fortuna final, hay un acto inaugural que marca el destino tanto de las obras que serán clásicos como de las clases recordadas. Se trata de la decisión primera por cincelar la continuidad entre lo dado y lo nuevo como valiosa distinción de la vida humana. Se trata de arriesgar por una genuina esperanza basada en afrontar las contradicciones que nos tocaron en suerte. Se trata de renunciar al ilusorio canto de las sirenas de una vida sin historia y que se asienta en la nube digital. Se trata de edificar el entendimiento desde lo digno del estudio y la reflexión.
Regresemos entonces a los clásicos.
Notas
- Mèlich, J.-C. (2004). La lección de Auschwitz. Barcelona: Herder, p. 59.
- Ordine, N. (2024). Clásicos para la vida. Una pequeña biblioteca ideal. Barcelona: Acantilado, p. 19.