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MiradasEdición 11
El experimento Tuskegee
Revista SCHOLÉ 25 octubre, 2022

Hace 50 años… la prensa norteamericana revelaba los secretos de un experimento biomédico

 

El experimento Tuskegee

El código de Núremberg

La Segunda Guerra Mundial con sus crueles recuerdos sobre la experimentación médica en humanos parecía una cuestión del pasado. De hecho, y para que la tragedia no volviese a ocurrir, se sancionó en 1947 un nuevo documento para la práctica biomédica que hacía obligatorio el consentimiento de las personas sobre cualquier estudio terapéutico experimental en los que pudiesen estar involucrados. Sin embargo, en la cálida mañana del 24 de julio de 1972, el Washington Star revelaba el curso de una investigación biomédica que había comenzado cuatro décadas atrás y que no fue suspendida a pesar de violar de manera explícita el acuerdo logrado en Núremberg. Con una trama de justificaciones entretejida con los hilos del convencimiento médico y de imperceptibles engaños en la información, ninguno de sus responsables, incluidas las agencias gubernamentales involucradas, supusieron que una nueva razón legal era motivo suficiente para finalizar el experimento.

Experimento tuskegee

La divulgación de lo sucedido, replicada al día siguiente por el New York Times, dejó en evidencia los límites del Código de Núremberg. Era patente que algunos de los hechos médicos acaecidos durante el régimen de Hitler se podían repetir en sistemas democráticos. La ley debía ser más precisa. Se redactó, entonces, el Informe Belmont, un pilar vigente en la reglamentación ética para la investigación médica.

Antes de la guerra

Experimento tuskegee 2

En los comienzos de la década de 1930, la desocupación y la miseria marcaban la vida de millones de personas con un ritmo lento y angustiante. A pesar de ello, en Estados Unidos, la elección de Franklin Delano Roosevelt como presidente definía una perspectiva esperanzadora para los tiempos por venir. También lo hacía la medicina con un discurso redentor sobre la condición humana, que incluía la esterilización eugenésica de aquellos juzgados deficientes en su naturaleza biológica. Tan solo unos años antes, la Corte Suprema de Justicia había sentenciado la legalidad de esta práctica, que había sido ejercida sobre la capacidad reproductiva de Carrie Buck, una joven madre soltera, contra su voluntad. Con este telón de fondo y bajo un tenaz silencio, comenzó en 1932 en la ciudad de Tuskegee, condado de Alabama, un estudio sobre la sífilis patrocinado por los Servicios de Salud Pública de los Estados Unidos. El trabajo implicaba la selección de alrededor de cuatrocientos hombres identificados como “varones negros” que debían ser portadores de la enfermedad. Se pretendía comparar la evolución de esta dolencia en estos individuos, que no serían tratados con la medicación disponible, contra un grupo control de unas doscientas personas no infectadas. Por aquella época, el tratamiento contra la sífilis consistía en la administración de derivados con mercurio o bismuto y en el uso de compuestos como el salvarsán o el neosalvarsán, desarrollados por Paul Ehrlich en el Instituto Georg Speyer Haus de Alemania. Pero todos estos fármacos conllevaban una eficacia cuestionable y consecuencias secundarias severas que, en algunos casos, podían implicar la muerte. Sin embargo, no fueron estos efectos biológicos las razones por las que se les negó el tratamiento a las personas del estudio. Recordemos que la intención era examinar la evolución de la enfermedad en pacientes que no recibían ninguna intervención de carácter terapéutico. De hecho, los enfermos incluidos en el experimento ni siquiera conocían realmente cuál era la dolencia que padecían, jamás fueron informados con precisión de qué se trataba todo el trabajo, solo sabían que su participación en esta investigación médica se debía a que portaban “mala sangre”.

Experimento tuskegee 3

Este ensayo finalizó en 1972 al publicarse las nombradas notas en el Washington Star y en el New York Times. La gravedad moral de la decisión por la cual se les negó cuidado médico a las personas comprometidas fue aún mayor a dos décadas de comenzado el experimento. Es que para entonces se empezó a disponer de la penicilina como forma efectiva para tratar la sífilis, pero a ninguno de los participantes del estudio se les dio a conocer esta posibilidad.

Los chicos de la señorita Evers

La señorita Evers, personaje inspirado en la enfermera de origen afroamericano Eunice Rivers que participó como personal médico en el estudio, es quien da en la película El experimento Tuskegee (Miss Evers’ Boys), de Joseph Sargent, el testimonio de aquello que se sabe pero permanece callado. Lejos de poder desanudar todos los hilos del enrevesado entretejido, su relato es ambiguo: percibe y valora cierto interés estatal sobre la comunidad afroamericana por participar en el estudio –se les dan algunos beneficios como un plato de comida durante la visita al hospital, algún tratamiento para otra dolencia o la posibilidad de comprar un cajón para los muertos que por la pobreza solían ser inhumados en bolsas– y es quien, con sus lazos comunitarios, posibilita el engaño sobre un tratamiento que los enfermos desconocen y del que nada se les dice.

Experimento tuskegee 4

El arañazo de la ambivalencia, fácil de juzgar desde la distancia de la butaca y difícil de sortear cuando se es actor, se profundiza bajo la idea de que lo hecho sobre cada paciente fue válido en nombre del bien colectivo. El relato supone que el sacrificio, no por propia voluntad, de unos cuantos cientos de personas a favor del conocimiento científico y médico era lícito porque redundaría en el beneficio de gran parte de la comunidad afroamericana.

Centroamérica

Lo ocurrido en Tuskegee no fue una excepción porque tuvo ramificaciones tardías. Una fue en Guatemala, entre 1946 y 1948, bajo el patrocinio de los Servicios de Salud Pública de los Estados Unidos y la Oficina Sanitaria Panamericana. Con la finalidad de estudiar los efectos de la penicilina como agente preventivo y curativo en la sífilis, se infectó con esta enfermedad, a través de la inoculación directa y de prostitutas portadoras, a prisioneros y pacientes de un instituto para enfermos mentales. El estudio estuvo dirigido por el Dr. John Charles Cutler, vinculado al experimento de Tuskegee. Estos sucesos fueron conocidos recién en el año 2010 gracias al trabajo de la historiadora Susan M. Reverby, lo que motivó que el presidente de los Estados Unidos de entonces, Barack Obama, pidiera perdón al pueblo guatemalteco, una singular forma de saldar los dramas de un pasado muy próximo. Sin embargo, estos reconocimientos y pedidos de disculpas no suelen cuestionar las convicciones heredadas de esos mismos sucesos.

El Informe Belmont

El conocimiento público del experimento de Tuskegee dio origen en 1979 al Informe Belmont, desarrollado por la Comisión Nacional para la Protección de los Sujetos Humanos ante la Investigación Biomédica y de Comportamiento. Este documento se consolidó como una referencia fundamental cuando se debe evaluar los significados de las acciones que afectan a las personas involucradas en estudios médicos experimentales. En cualquier caso, lejos está de ser este el punto final sobre el tema. Nuevas técnicas biomédicas complican y complejizan los aspectos éticos de las decisiones a tomar, en particular cuando se hacen sobre la resbaladiza pendiente del bien público.

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