Un impensado diálogo sobre la banalidad del mal
En 1961, Hannah Arendt asistió como reportera de la revista New Yorker al juicio de Eichmann en Jerusalén.
Adolf Eichmann fue uno de los máximos responsables de las políticas de exterminio de los judíos europeos durante la Segunda Guerra Mundial. Un hecho singular ocurrió en 1944, en Hungría, donde supervisó personalmente la deportación de más de 400 mil judíos que en menos de dos meses fueron asesinados en Auschwitz. Aunque fue apresado por las fuerzas aliadas, logró huir hacia la Argentina por la llamada Ruta de las ratas. Conocida su estancia en el país, fue apresado por un comando del servicio secreto israelí y llevado a Jerusalén para su juicio.
El principal argumento de la defensa de Eichmann fue rehuir su responsabilidad personal para transferírsela al Estado alemán. Según este razonamiento, él simplemente habría actuado como un funcionario aplicado que ponía en práctica las órdenes que recibía obedeciendo, a su vez, las leyes alemanas. Tras varios meses de sesiones, fue condenado a muerte. La sentencia se ejecutó el 1 de junio de 1962.
Del testimonio de Arendt sobre el juicio nace su libro Eichmann en Jerusalén, donde define un concepto tan significativo como cuestionado y debatido, y que está impreso en el subtítulo de la obra: “Un estudio sobre la banalidad del mal”. Tan relevante nos parece esta idea para la educación que, por amor a ella, hemos decidido enfrentarlo, pensarlo y analizarlo a través de un diálogo en el que se encontraron tres profesores vinculados a tradiciones disciplinares distintas, uno de ellos a la historia, otro a la filosofía y el tercero a la biología.
Revista Scholé
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Sobre la banalidad del mal
Eduardo Wolovelsky: Algo que no imaginamos que podía suceder ha ocurrido. Algo que es a la vez novedoso y trágico y que nos obliga a ver el mundo que habitamos con ojos desorbitados. No lo habíamos pensado, al menos no con la temeridad necesaria. Que el mal extremo se pudiese presentar bajo el rostro displicente de un buen padre, de un buen amigo, de un buen ciudadano amante de la ley, de un burócrata que cumple ordenadamente con su deber, no era algo que formase parte de nuestros imaginarios sobre el progreso humano. Pero lo hemos constatado, el mal extremo no es un acto de seres monstruosos que son excepcionales en su malicia. Durante demasiado tiempo nos hemos tranquilizado suponiendo que el mal lo producen seres malvados, personas que se encuentran del otro lado de una frontera que la mayoría de nosotros jamás atravesaríamos. Pero Hannah Arendt con su concepto sobre la banalidad del mal nos ha mostrado que tal frontera no existe, que el mal profundo está disuelto en el mundo social de tal modo que preferimos no verlo. Incluso sus más diestros actores lo ejercen sin concebirlo siquiera como un acto de maldad perturbadora y extrema. Es interesante considerar aquí la experiencia del historiador Laurence Rees cuando entrevistó a Oskar Gröning, el “contador de Auschwitz”, llamado así porque era quien llevaba la “contabilidad” de las pertenencias quitadas a las víctimas que eran conducidas a la cámara de gas. Dice Laurence Rees:
Se trata de una de las personas más tranquilas que he conocido. Llevaba gafas y era muy amable. Después de la guerra fue jefe de personal de una fábrica de vidrio. Y no parece que el tiempo que estuvo en Auschwitz le haya quitado el sueño. (…)
Gröning aceptaba el criterio nazi de que los judíos eran un peligro que había que “reducir”, aunque yo sospecho que también estaba de acuerdo con la política que se aplicaba. Así que se esforzó por cuidar que el proceso, en las escasas ocasiones que lo presenció, se llevara a cabo del modo más ordenado, incluso más “civilizado” que se pudiera. En este aspecto, Auschwitz fue para él un lugar ideal para trabajar.1
Gabriel D’Iorio: Me parece significativo definir el concepto “banalidad del mal” como un acontecimiento del pensamiento en tanto pone de relieve el drama mismo de la ausencia del propio pensamiento, lo que a su vez supone, para la vida humana, la supresión del juicio y la reflexión. Esta clausura puede ser sonora, mediada o imperceptible, y en muchas ocasiones es posible colocar la vida detrás de la trama burocrática o justificar acciones en virtud de procedimientos impersonales que, finalmente, permiten decir que uno no se siente “culpable” de que ciertos hechos hayan “sucedido”. Sabemos que todo esto tiene un vínculo con ciertas rutinas institucionales que sostienen la existencia, pero en el mundo moderno han adquirido la particularidad de desplegarse a través de burocracias específicas de una forma novedosa. En este sentido, tanto los autores de la escuela de Frankfurt como Hannah Arendt han tocado un punto neurálgico de la configuración del mundo y la organización de la vida modernas que remite a la relación entre ilustración (en el sentido de un progreso fundado en la razón) y burocracia.
1. Rees, L. (2008). Los verdugos y las víctimas. Barcelona: Crítica, p. 21.
2. Ibídem, p. 24.
3. Ibídem, p. 27.
Arendt, con el concepto de banalidad del mal, se hace cargo no solo de la pregunta por el mal, sino de la respuesta que, por otra parte, no puede más que quedar inacabada. El debate que generó su texto Eichmann en Jerusalén tiene que ver con este problema. En el libro se tratan numerosas cuestiones. Hay una discusión respecto de lo que supone el juicio para el Estado de Israel, respecto de lo que implica el juicio a un jerarca y burócrata nazi, hay también largas reflexiones sobre temas de orden jurídico. Pero el nudo gordiano que lo define es la polémica en torno a la tradición ilustrada, en el sentido de un llamado a reflexionar sobre la importancia del pensamiento, sobre la relación entre pensamiento y voluntad, sobre el estatuto del juicio moral, sobre la responsabilidad. Es decir, Arendt propone pensar el vínculo con esta tradición cuando asistimos a lo que ella llama en el texto un “colapso moral”, que no es otra cosa que la dificultad para disponer con claridad de las tradiciones que nos formaron, con las que trabajamos y pensamos. Es evidente, entonces, que hay algo fundamental, un sentido basal, que está quebrado, lo que significa perder orientaciones básicas a la hora de actuar, o, de otro modo, poner en entredicho la fuerza del discernimiento a la hora de obrar. Tener o recuperar la capacidad de pensar, o de hacer uso en forma libre del pensamiento, tiene que ver, según Arendt, con el legado de la ilustración, y efectivamente también lleva a redefinir cómo se lo puede transfigurar para poder pensar el drama contemporáneo de la renuncia a pensar. Sostener que el mal no es demoníaco, que el mal no encuentra su expresión más significativa en una forma radical, sino más bien en los modos de aparición a través de seres que en su cotidianidad e historia no parece que lo expresaran o que vayan a actuar como sujetos del mal porque son seres que se parecen a cualquiera, que no tienen ninguna cualidad distintiva ni demoníaca, afirmar y sostener esto, es disponerse a pensar. Y aquí está la cuestión: si efectivamente se trata de cualquiera, no se trata de personas excepcionales. Junto a esta cuestión está también la pregunta acerca de por qué razón mucha gente aceptó o apoyó, en determinados momentos de la historia, las condiciones oprobiosas que impuso el totalitarismo. Y al mismo tiempo habría que explicar por qué muchos otros resistieron y cuál es la fuente última –si la hubiera– de dicha resistencia. Es sobre estas preguntas que Arendt insiste en la fortaleza de la capacidad humana de juzgar. Me parece que sigue siendo necesario preguntarse qué es lo que Arendt y también nosotros suponemos que pervive de la tradición ilustrada cuando todo un universo moral parece haber colapsado, si hay algunos aspectos de esa tradición que, a pesar de todo, perduran.
Javier Trímboli: Puede que las palabras claves de Eichmann en Jerusalén que nos permiten acercarnos a la idea de banalidad del mal sean las de “cadena de montaje”. Dice Arendt:
El cargo de Eichmann equivalía al de la más importante cadena de montaje en toda la operación, debido a que siempre dependía de él y de sus hombres determinar cuántos judíos podían y debían ser transportados desde una zona determinada.4
Luego aparece la idea de sincronización, salidas y llegadas de trenes, el vínculo entre el cronómetro y la cadena de montaje. En este sentido, continúa Arendt:
lo que para Eichmann constituía un trabajo, una rutina cotidiana, con sus buenos y malos momentos, para los judíos representaba el fin del mundo, literalmente.5
Digo y pongo énfasis en la cadena de montaje porque se ha extendido por la superficie del mundo y las sociedades. Nuestro tiempo funciona como cadena de montaje y, por ello, la realización del mal es algo que parece imperceptible, que no se ve, que no causa escozor. A la vez, genera una inquietud importante en quienes la leemos, porque si toda sociedad deviene en cadena de montaje, ¿quién puede estar por fuera de ella?, ¿cómo se puede vivir en sociedad por fuera de esa lógica? Por eso no solo se trata del consenso mayoritario que tuvieron los totalitarismos, en particular el de la Alemania nazi, sino en la imposibilidad de ubicarse por fuera de la cadena de montaje. En este sentido, Arendt desea entender. Tiene una visión perspicaz, diría incluso piadosa, sobre la imposibilidad de ubicarse por fuera de la cadena de montaje. Así como Eichmann no era un demonio, tampoco había muchos héroes… ¿Quién podía ser héroe en medio de todo eso? Ese movimiento en la obra de Arendt es interesantísimo porque se pregunta por una sociedad que se debe a la producción. Sabemos que la cadena de montaje tiene que ver con el fordismo, con las innovaciones de la producción que se empiezan a llevar a la práctica en las décadas de 1910, 1920. En sociedades donde la producción es fundamental, la Solución Final también se transforma en un hecho de producción. La razón burocrática hace del mismo Estado una maquinaria. La sociedad entera se vuelve una maquinaria. La banalidad del mal sería la forma de entender el mal en una sociedad que se ha vuelto una maquinaria.
4. Arendt, H. (2003). Eichmann en Jerusalén. Barcelona: Lumen, p. 93. (Primera edición: 1963).
5. Ibídem, p. 93.
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