Para qué
Hace poco, en un taller de lectura, uno de los asistentes trajo a colación la pregunta “¿para qué escribe un escritor?”. En verdad, la pregunta era subsidiaria de otra que nadie pudo responder: “¿Por qué escribe un escritor?”. A la incontestable pregunta del por qué se contrapone, entonces, la utilitaria del para qué.
Se escribe, diría, porque no se puede hacer otra cosa. Mary Shelley escribió Frankenstein porque tuvo un sueño que no la dejaba en paz; Walser escribió El ayudante como una forma de evitar la locura (de hecho, pasó los últimos veinte años de su vida internado en un neuropsiquiátrico); Pessoa escribió porque estaba dividido y la poesía era la única forma de conocer su multiplicidad. Esto por decir cualquier cosa, porque en general lo que podemos decir es: se escribe porque la alternativa es la muerte.
Ahora bien, la pregunta del para qué requiere una observación más precisa. Podríamos decir, por ejemplo, que Dickens escribió sus novelas para denunciar el horror de la Inglaterra decimonónica, las fábricas, la revolución industrial, la explotación infantil. Tolstoi escribía para dar voz a las clases oprimidas. Podríamos decir que Stevenson escribió El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde simplemente porque necesitaba dinero. Todo esto es cierto y, a la vez, no lo es. Porque se trata de una manifestación artística, las implicaciones de la pregunta son trágicas. ¿Se puede pensar que alguna de estas posibles “compensaciones” es suficiente a la hora de pasar días, meses, años incluso, abocado a la escritura de algo a lo que no se sabe si se logrará dar forma, ni si –luego– se logrará publicar, ni si –más tarde aún– se logrará vender?
Si el por qué es incontestable, el para qué es directamente mortífero. La respuesta del para qué da como resultado, simple y llanamente, la autoaniquilación si es que el deseo está puesto en ese lugar. En el mejor de los casos, el para qué significa que el deseo ya se ausentó de allí. Entonces, quizá, permita un cambio de rumbo.
Pero veamos más de cerca esta cuestión. Vivimos en un mundo regido por el imperativo de la felicidad. Ocurre que la idea de la felicidad, hoy, es cumplir deseos, en la acepción más burda de esta palabra: “cumplir un deseo” como se podría cumplir el deseo que se pide el día de cumpleaños, por ejemplo, en una sociedad de individuos que, en general, ignora por completo cuál es su deseo profundo. Es cada vez más difícil nombrar el deseo; entre otras cosas, porque el aturdimiento de las redes sociales es tan grande que todo parece posible. Así, saltamos de una idea a otra, como si se pudiera trabajar como cantante, ser diseñador gráfico, escribir, pintar, y un largo etcétera, y hacer que todas estas actividades sean una posible fuente de rédito económico y/o de prestigio. En este contexto de sobreexposición a la imagen y al supuesto éxito ajeno, aquel que no consigue cumplir con sus deseos se considera a sí mismo un inútil. Frente al supuesto éxito de los demás –que casi nunca es tal, pero las redes nos dan la ilusión de que sí–, nos va siempre muy mal.
El sujeto queda así en una situación de impotencia frente a un mundo que parece demasiado vasto, porque no puede juntar la totalidad de las partes y verse en un continuo, una pieza más en el engranaje de la historia de la humanidad. Lo que hay es una superposición de identidades que pretenden ser, en todos los casos, singulares y de una originalidad única. El resultado, sin embargo, es una uniformización pavorosa.
¿Cómo hacemos para nombrar el deseo?
Ante todo, hay que decir que si el deseo nos hace libres, esa libertad implica un riesgo. Poder nombrar el propio deseo –y vivir en consecuencia– no es un camino a la felicidad.
En su libro Una temporada con Lacan, Pierre Rey (2005) dice que el descubrimiento del deseo, lo que él llama el “final feliz” de un análisis, no significa necesariamente salir de las dificultades de la vida, de la “zona de turbulencia”, sino todo lo contrario. Una vez descubierto, el deseo puede causar estragos. ¿Qué hacemos si de pronto nos damos cuenta de que se encontraba en otro sitio? Y aunque el fin del análisis revele que uno deseaba precisamente lo que tiene, a partir de ahora habrá que enfrentarse a una pérdida de la inocencia frente al sonido de las vaguedades: las grandes palabras, las definiciones hechas de antemano, los grandes esquemas. Queda el compromiso; el compromiso con una ética propia y no una moral aceptada por mandato. Pero, como el mismo Pierre Rey (2005) señala, “por sí sola, la perspectiva de morir menos idiota debería hacer tabula rasa de cualquier vacilación” (acerca de hacer un análisis, se entiende).
Para terminar me gustaría citar a Américo Castro, quien, en su libro Los españoles, cómo llegaron a serlo (1965), dijo:
Hay que cuidar el colodrillo. No dejarse empapar de ideas tontas, por ejemplo, la felicidad. Qué tontería es esta de que hemos venido a este mundo para ser felices. (…) Aquí hemos venido a hacer cosas, lo mejor posible. La idea de la felicidad es un veneno.
Desde que sabemos que nos vamos a morir, el para qué no tiene importancia. Probablemente solo el postcapitalismo es quien ha podido, con su negación de la muerte, inocular la pregunta. Es nuestra responsabilidad aprender a escucharla como Ulises escuchó los cantos de las sirenas.
Referencias
Castro, A. (1965). Los españoles, cómo llegaron a serlo. Madrid: Taurus.
Rey, P. (2005). Una temporada con Lacan. Buenos Aires: Letra Viva.