Espacio conceptual Edición 14 | 3 junio, 2024

La imaginación científica

¿Se puede hablar de clásicos en la física? Los autores responden esta pregunta a partir de la historia de dos científicos que, desde la intuición creativa de uno y del conocimiento académico del otro, fundaron el electromagnetismo.

La imaginación científica. Faraday, Maxwell y el descubrimiento del electromagnetismo.
Nada es demasiado maravilloso para ser cierto
si es consistente con las leyes de la naturaleza.

M. Faraday

I.

Este texto nació como la respuesta a una suerte de desafío: pensar con y a partir de algún clásico de la física. Tarea nada sencilla puesto que, como tendremos oportunidad de discutir brevemente en estas páginas, el estatuto de los clásicos en la física es un problema que por sí mismo amerita una reflexión. En cualquier caso, considerando la diferencia entre las trayectorias académicas de los autores, la propuesta nos ofrecía también un espacio epistemológico común para ejercitar en conjunto el pensamiento, porque nos invitaba a dirigirnos a la historia de la ciencia, esa zona franca en que las ciencias exactas y sociales se entrecruzan con frecuencia.

Antes de abordar el capítulo de la historia de la física que nos interesa ofrecer a los lectores de Scholé, es necesario aclarar, a modo de advertencia, que los clásicos en la física, a diferencia de otras áreas del conocimiento, suelen abordarse de forma indirecta. Así como en la literatura tenemos clásicos como Don Quijote de la Mancha o Hamlet y en la sociología La división del trabajo social de Durkheim, en física existen textos que han funcionado como piedra angular de ciertos campos del conocimiento físico. Entre los documentos más relevantes encontramos, por ejemplo, al Principia mathematica de Newton o Mecánica Cuántica de Planck, Heisenberg, Schrödinger y otros. Es poco frecuente que quienes nos acercamos al conocimiento de la física (sobre todo con el objetivo de que esta sea enseñada) acudamos a la fuente original de estos textos, sino que accedemos por medio de otros que compilan los emergentes presentes en los documentos. Esta forma de encontrarnos con los clásicos de la física es, inevitablemente, un producto de la interpretación y fines con la que el compilador recupera la obra. En este sentido, hay una notable diferencia con las ciencias sociales, disciplinas entre las cuales suele ser habitual, y muchas veces fructífero, revisitar las ideas y las páginas de los padres fundadores. A modo de ejemplo, podemos mencionar el hecho conocido, incluso para quienes no son avezados en esta área, de que la sociología nunca ha dejado de discutir con aquellos tres padres: Durkheim, Marx y Weber. No solo de discutir los conceptos, ideas y perspectivas, sino precisamente la literalidad de sus obras clásicas, como Economía y sociedad o Las reglas del método.

Pese a estas importantes diferencias en el abordaje de las obras y autores canónicos para las ciencias de la naturaleza y las del hombre, en lo que respecta a los protagonistas de la historia que queremos narrar aquí, no cabe duda alguna acerca de su estatuto. Son, sin dudas, clásicos. Lo son porque, como veremos, no solo fundaron un campo de estudio dentro de la física, sino porque la importancia de ese campo (y sus aplicaciones tecnológicas) es tan grande que debería incluirse entre los hitos históricos que jalonan la constitución de nuestras sociedades contemporáneas tal como las conocemos.

Los protagonistas son, no extenderemos más el suspenso, Michael Faraday (1791-1867) y James C. Maxwell (1831-1879). Existe una anécdota que permite ilustrar hasta qué punto su importancia, trascendental para la física, puede ser desconocida para el no especialista. Cuenta uno de los biógrafos de Einstein que, cuando el científico visitó por primera vez la Universidad de Cambridge, un anfitrión comentó que el pensamiento del alemán llegó tan lejos por estar parado sobre los hombros del más ilustre de los físicos que estudiaron en esa universidad, Newton. A ello, Einstein respondió: “No es así, más bien me paro sobre los hombros de Maxwell” (McKenna-Lawlor, 2009, p. 103). Tal vez la rectificación haya sido para subrayar lo que no era tan obvio, porque en realidad Einstein tenía tres grandes héroes, cuyas imágenes colgó en cuadros en su estudio: Newton, Faraday y Maxwell (Arianrhod, 2006).

Faraday y Maxwell son responsables, en conjunto, del desarrollo del electromagnetismo, un campo de estudio de la física cuya constitución supuso un enorme avance epistemológico al integrar dos fenómenos fundamentales de la naturaleza (la electricidad y el magnetismo) en una única teoría. Pero también se trata de un área de estudio de gran impacto social, con aplicaciones tecnológicas que van desde los motores y los generadores eléctricos hasta las telecomunicaciones, y que constituye un hito fundamental en el proceso de innovación tecnológica al que llamamos “segunda revolución industrial”, responsable de abrir las puertas de la sociedad contemporánea tal y como la conocemos.

La historia de este descubrimiento es apasionante por la dimensión intelectual de sus protagonistas y por el efecto social y cognitivo de su hallazgo, pero también porque nos ofrece una oportunidad para reflexionar sobre dos cuestiones muy significativas para una publicación sobre pedagogía y cultura. En primer lugar, nos permite poner de relieve la complejidad que reviste el pensamiento científico, una complejidad que trataremos aquí de manera reducida a partir de dos dimensiones fundamentales: el pensamiento abstracto formal y la imaginación creativa. Nuestra idea es, por un lado, resaltar el valor de la dimensión imaginativa de la construcción del conocimiento científico, que queda comúnmente relegada –cuando no completamente velada– en los espacios de enseñanza de la física, especialmente en los niveles obligatorios. Tal vez la razón reside en el peso que allí tiene el imperativo de fortalecer el pensamiento matemático, frente al cual, a veces, todas las disciplinas específicas parecieran ser una excusa para su desarrollo. En segundo lugar, nos interesa narrar esta historia porque ofrece, además, puntos de vista interesantes para reflexionar sobre el estatuto de los clásicos en todas las disciplinas científicas, sean sociales o naturales. Pero no nos adelantemos. Comencemos la narración como corresponde, por el comienzo.

II.

Michael Faraday, tercero de cuatro hermanos, nació en los suburbios de Londres en 1791, en una familia muy pobre –el mito dice que sus padres le daban una hogaza de pan junto con la advertencia de que le debía durar una semana–. Sin acceso a una educación formal, Faraday adquirió los conocimientos básicos en una escuela eclesiástica dominical; posteriormente hizo sus primeros pasos en el conocimiento científico de manera totalmente autodidacta. Primero, como encuadernador y vendedor de libros, oficios que le permitieron alimentar su curiosidad insaciable. Entre aquellos libros, dirigió su interés al estudio de la química. Luego, gracias a la generosidad de uno de los clientes de la librería, pudo asistir a las conferencias del químico Humphrey Davy en la Real Sociedad de Londres. Durante su asistencia, Faraday tomó más de 300 páginas de notas que compartió con el autor de las lecciones en un intento por resolver algunas dudas puntuales. En esas notas meticulosas, el ojo químico de Davy distinguió la pasión de Faraday por el estudio de la naturaleza, por lo que decidió tomarlo como secretario. Algunas fuentes sostienen que ese fue, precisamente, el mayor descubrimiento científico de Davy: el talento de Michael Faraday.

Pero las mayores contribuciones de este autodidacta inglés corresponden a la física más que a la química. Sin disponer de una formulación matemática que la respaldara, Faraday pudo imaginar una respuesta alternativa a la pregunta sobre cómo actúan las fuerzas magnéticas a través de la idea de “campos”. Para comprender la dimensión de esta ocurrencia, es necesario recordar cómo enfocaba el tema la comunidad científica de su tiempo. Antes de los aportes de Faraday, primaba la idea de que puede haber fuerzas que actuaban a distancia (una idea premoderna que remite a Aristóteles, la actio in distans). Es decir, un objeto puede afectar o influir sobre otro sin contacto. Esta idea era sostenida por los académicos del momento, de tradición newtoniana. Para explicar los fenómenos eléctricos y magnéticos, se pensaba que cada uno de estos era producido por un fluido hipotético que viajaba entre los cuerpos. Faraday abandonó la teoría de los fluidos para explicar la electricidad y el magnetismo, y propuso los conceptos modernos de campos eléctricos y magnéticos. Para imaginarnos qué es un campo, podemos pensar que es una zona que rodea las cargas eléctricas, los imanes o las corrientes eléctricas, en donde, si se coloca otra carga eléctrica, imán o corriente eléctrica, según el caso, estas sufrirán los efectos de una fuerza que las atrae o las repele.

De este modo, la propuesta de Faraday, sostenida fundamentalmente en una concepción hipotética e imaginativa, se apartaba de la respetabilísima teoría newtoniana de la acción a distancia, que era mantenida por casi la totalidad de las autoridades científicas de la época, como Charles de Coulomb o Jean-Baptiste Biot. La idea de Faraday era revolucionaria e intuitivamente brillante. Del mismo modo que el concepto de energía proporcionó un vínculo unificador entre los fenómenos mecánicos y térmicos, el concepto de campo suministró a la electricidad, el magnetismo y la óptica un marco común de teorías físicas; permitía comprender cómo la electricidad puede convertirse en magnetismo y cómo ese magnetismo puede reconvertirse en electricidad. Sin embargo, como mencionamos, Faraday carecía de formación en matemática avanzada y no llegó a formular matemáticamente sus resultados experimentales. Y las revoluciones científicas exigen ideas brillantes, pero también de un procedimiento riguroso que las sustente.

El otro protagonista de esta historia, James Clerk Maxwell, nació en Edimburgo en 1831, en el seno de una familia perteneciente a la pequeña nobleza de terratenientes escoceses. Recibió su primera educación de la mano de un instructor particular en la finca familiar y, parcialmente, en una escuela en la capital de Escocia, donde, pese al maltrato de sus compañeros –a causa de sus modismos rurales para hablar–, destacó en el estudio de las matemáticas. Siendo niño demostró un notable interés por la ciencia, reforzado por los estímulos familiares. Desde los 12 años fue acompañado por su padre a la Real Academia Científica de Edimburgo. Asistido por un profesor, en 1845 presentó allí su primera publicación sobre la construcción de elipses, lo que le valió su incorporación a la máxima institución científica de su país a la edad de 14 años. Estudió física y matemáticas en las universidades de Edimburgo y Cambridge con los más ilustres profesores de su tiempo, y comenzó su propia carrera como profesor en Aberdeen a los 25 años.

Maxwell realizó la formulación matemática de las teorías de Faraday, al que admiraba profundamente. Para ello aceptó las ideas intuitivas de Faraday sobre la existencia de campos eléctricos y magnéticos y su concepto de líneas de fuerza, abandonando definitivamente la doctrina clásica mantenida hasta entonces de las fuerzas eléctricas y magnéticas como acciones a distancia. Esto suponía poner la autoridad de las ideas de Faraday, un autodidacta sin mucha influencia en el ámbito de la gran teoría científica, contra el prestigio de las ideas del más grande clásico de la física hasta ese momento: Newton.
Maxwell propuso veinte ecuaciones que relacionan las variables de los campos eléctricos y magnéticos y que rigen el comportamiento de la interacción electromagnética. En 1884, Oliver Heaviside (1850-1925) y Williard Gibbs (1839-1903) sintetizaron estas ecuaciones en las cuatro “ecuaciones de Maxwell”, como se conocen hoy en día. De esta manera, demostró que las ecuaciones del campo electromagnético, al que Faraday imaginaba como una estructura estática, podían combinarse para originar una ecuación de onda y, así, pensar en la posibilidad de la existencia de las ondas electromagnéticas dinámicas. Con la teoría del campo electromagnético, Maxwell logró unir en un mismo marco teórico distintos fenómenos fundamentales de la física: la electricidad, el magnetismo y la luz. Este aporte al conocimiento no solo permitió comprender de manera más acabada algunos fenómenos físicos, sino que generó un completo cambio de paradigma. La descripción matemática del electromagnetismo modificó la forma en la cual concebimos el mundo. Maxwell y Faraday, al sustituir la idea de fuerzas a distancia por la noción de un campo electromagnético, caracterizado por la propagación de ondas, sentaron una de las bases sobre las que Albert Einstein desarrolló la teoría de la relatividad, que fue el siguiente gran salto paradigmático en la concepción científica del tiempo y el espacio.


El mundo que hoy conocemos no sería el mismo sin el aporte de la imaginación visionaria de Faraday y Maxwell. La interpretación sobre los fenómenos electromagnéticos desarrollada por estos investigadores ha permitido que podamos transmitir información sin cables: las ondas de radio, la telefonía celular, internet y la televisión son ejemplos de ello. También este conocimiento ha permitido desarrollar desde artefactos de cocción hogareños, como el microondas, hasta tecnología de detección por radares y la comunicación satelital. El impacto es tal que parece casi imposible imaginarnos nuestros días sin los artefactos producidos gracias a este avance en el conocimiento científico.

III.

La historia de estos dos distantes investigadores británicos es muy rica para reflexionar sobre el pensamiento científico, sobre la imagen que tenemos de él y sobre las condiciones sociales y epistemológicas que hacen que una idea se transforme en un clásico.

En primer lugar, nos interesa destacar la imagen tradicionalmente asociada a los clásicos de cualquier disciplina, la de un panteón de estatuas de mármol que transmite una armonía solo verdadera en apariencia. Es la calma de la quietud de los muertos. Al revisar la vida, es decir, el pensamiento de los clásicos en acción, dinámicamente, encontramos oposiciones, temores, luchas y coraje. La antropología de la ciencia ha señalado este contraste, por ejemplo, en la noción de Bruno Latour (1995) entre una ciencia hecha y una ciencia en construcción (in the making).

Esto es cierto desde los primerísimos clásicos: ya Aristóteles decía que era amigo de Platón pero más amigo era de la verdad. Del mismo modo, Faraday se enfrentó a la ciencia canónica de su tiempo, dominada por la idea newtoniana de acción a distancia, al formular la concepción estática de los campos electromagnéticos. En la misma línea, Maxwell se aventuró, contra esos mismos prejuicios, al construir el soporte de validación matemática y de precisión conceptual que requerían las ideas de Faraday para constituirse en una verdadera teoría científica. Algo nos dice esta dimensión agónica del pensamiento de los clásicos sobre el pensamiento en sí mismo: para ir más allá, es necesario romper con las formas de pensamiento dominantes en un momento dado. Y a veces, para operar esa abstracción y esa ruptura, son tan necesarios los símbolos del lenguaje matemático como el color de la imaginación.

En efecto, el elemento más llamativo de esta historia es, para nosotros, el lugar que tiene en ella el pensamiento imaginativo. Por supuesto que la ciencia es una forma rigurosa del pensamiento que requiere, como uno de sus momentos fundamentales y necesarios, de formas precisas de abstracción, como el lenguaje matemático. Pero también requiere de otras formas de abstracción, como la imaginación y la especulación creativa. Faraday no podía articular matemáticamente su concepto de campo magnético, sin embargo, pudo aproximarse a este fenómeno a través de lo que podríamos denominar una intuición imaginativa. Esa imaginación es imprescindible en el proceso de abstracción respecto de, para decirlo en términos de Kuhn (2006), la ciencia normal de su tiempo. ¿Acaso la visión heliocéntrica de Copérnico no supuso una abstracción respecto de la experiencia cotidiana que tenemos, la de ver al sol moverse por encima de nuestras cabezas? Los investigadores contemporáneos a nuestros protagonistas no habían podido –o no se habían atrevido– a romper con la gramática newtoniana. En este sentido, nos interesa la idea, implícita en esta historia, de que la ruptura revolucionaria con un paradigma supone una forma de abstracción. Abstraerse es, en este sentido, separarse de las ideas y de las imágenes dominantes en una época. Si aceptamos esto, la imaginación es también una de las formas del pensamiento abstracto.

No intentamos atribuir esta dimensión creativa de la imaginación únicamente a Faraday. Esta historia ilustra también una lección de sociología: no se trata de dos mentalidades, una más creativa y otra más formal, sino de dos trayectorias institucionales, con accesos diferenciales al capital simbólico del lenguaje matemático avanzado. Faraday no manejó ese lenguaje porque su trayectoria educativa estuvo jalonada por la pobreza y la marginación. Sin embargo, inversamente, el acomodado Maxwell se lanzó con igual valor al decidir empeñar sus esfuerzos en la construcción de una idea disonante respecto del paradigma de su tiempo.

Para concluir estas notas, queremos dejar abierta una reflexión en torno a las prácticas pedagógicas. Es habitual que en nuestras prácticas de enseñanza en el ámbito de las ciencias naturales, en particular en la física, donde frecuentemente se pone el énfasis en el dominio de las operaciones matemáticas y la identificación de las fórmulas adecuadas para resolver problemas predeterminados, se minimice o se omita completamente la dimensión imaginativa y creativa del pensamiento científico. La historia de Faraday y Maxwell nos muestra la importancia de trabajar con nuestros estudiantes, de manera entrelazada, la dimensión creativa y la dimensión formal del pensamiento. Como hemos visto, el conocimiento científico se ha desarrollado en base a la conjunción de estas dimensiones. Será nuestra tarea ofrecer a los estudiantes oportunidades para que su creatividad e imaginación sean desplegadas y puestas a consideración en la clase. Para lograr esto, será necesario empoderar sus palabras, sus puntos de vista, sus ideas y considerar sus aportes para la construcción colectiva de consensos en dirección del conocimiento canónico. De esta manera, se acercarán no solo al conocimiento científico, sino también a la forma en la cual se construye.

Referencias

Arianhrod, R. (2006). Einstein’s Heroes. Imagining the World through the Language of Mathematics. Oxford: Oxford University Press.

Kuhn, T. (2006). La estructura de las revoluciones científicas. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica.

Latour, B. (1995). Ciencia en acción. Cómo seguir a los científicos e ingenieros a través de la sociedad. Barcelona: Labor.

McKenna-Lawlor, S. (2009). Voyages at the Edge of Forever. En M. S. Thompson (Comp.), The Fire i’ the Flint. Essays on the Creative Imagination (pp. 95-123). Dublin: Four Courts Press.

 

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Nicolás Velasco es doctor en Educación en Ciencias Básicas y Tecnología, y profesor de Física por la Universidad Nacional de Córdoba (UNC). Es docente de la Facultad de Matemática, Astronomía y Física de la UNC y en la carrera del profesorado de Física del Instituto de Educación Superior “Simón Bolívar”. Sus investigaciones se centran en la enseñanza de la ciencias, con énfasis en la formación docente.

Germán Díaz es doctor en Ciencias Sociales (UNLu) y docente. Estudió filosofía y sociología en la UNC. Investiga las relaciones entre conocimiento y sociedad. Actualmente se desempeña en los niveles Secundario, Terciario y Universitario en la provincia de Córdoba.