Los clásicos: lecturas y relecturas
El siguiente artículo es una transcripción de la conversación que sostuvieron Diego García e Ignacio Barbeito en torno a las obras consideradas clásicas y cuya versión filmada forma parte de la Revista Scholé n.º 14 –disponible aquí–. Este diálogo, que enmarca tanto aquella edición como esta, se abordan cuestiones derivadas de algunos interrogantes significativos: ¿qué es una obra clásica?, ¿cuál es su relevancia, su valor, hoy en día?, ¿qué rol tienen en la transmisión cultural?, ¿es distinta la idea de clásico en las distintas disciplinas? Por último, y fundamental, ¿tiene sentido leerlos hoy en el aula?
Los clásicos: lecturas y relecturas
Por qué volver a leer los clásicos
Diego García: Comenzaría planteando la pregunta por los clásicos en la actualidad considerando un par de cuestiones muy generales. En primer lugar, recuperaría un problema que tuvo que enfrentar la modernidad, entendida –en términos generales– como una época que se caracteriza por una determinada experiencia del tiempo. Una experiencia del tiempo, por otro lado, muy extendida, o que fue progresivamente extendiéndose: la experiencia de que el presente es diferente al pasado. Lo que implica que el pasado deja de ser representado como un conjunto de ejemplos para ser imitados en el presente. Es decir, el pasado pierde esa condición de ejemplar, esa condición que la historia tenía de maestra de vida, de que se puede aprender de la historia para tomar decisiones. Esa condición pragmática que la historia tenía la pierde porque el presente se separa, se diferencia del pasado. Esa diferenciación tiene varias razones –la Revolución Industrial, el avance tecnológico, la Revolución Francesa–, pero el sentido o la orientación para tomar decisiones en el presente cuando el pasado se separa se encuentra en el futuro, en un proyecto, en un plan, en una idea de futuro determinada –sea cual sea esa idea–. Ese sería, entonces, el primer marco: qué lugar ocupan los clásicos –entendidos, sobre todo, como un modelo cargado de autoridad que debe ser imitado y que proviene del pasado– en una situación como la moderna, en donde el presente se separa del pasado y se orienta por ciertas imágenes del futuro. Pero esa caracterización corresponde a una actualidad que ya no es la nuestra quizás, sino que es la actualidad de hace unas décadas atrás. La situación contemporánea, o al menos nuestra situación contemporánea, parece estar atravesada por otras condiciones, en especial por el avance acelerado de la tecnología digital. Y esto se traduce en parte –para considerar la cuestión de los clásicos– en la crisis de un orden de los discursos que se sostenía, hasta principios del siglo XXI, sobre una serie de vínculos entre determinado tipo de objetos, determinado tipo de textos y determinado tipo de usos, de lectura de esos textos. Quiero decir: casi de manera automática, identificábamos qué tipo de textos podían contener ciertos objetos. Pensemos en las revistas, los periódicos, los libros o las enciclopedias. A su vez, los libros también suponían una diferencia si eran de gran formato –que precisaban un escritorio, una sala de estudio– o libros de bolsillo o de formato pequeño –que se podían portar–. Percibíamos el objeto y adivinábamos los textos que portaban y los usos que esos textos podían tener o que le podíamos dar. Una lectura rápida, superficial, en el caso de los periódicos, a veces hasta una lectura sin una atención profunda, mientras hacíamos otra cosa; desayunar, por ejemplo, leyendo varias noticias al mismo tiempo. O una lectura atenta, que implicaba aislarse en un espacio determinado –un estudio, una biblioteca–, contar con ciertos instrumentos –lapiceras, cuadernos, un atril, probablemente–. Bueno, todo ese orden de discursos que, de alguna manera, se fue instituyendo entre el siglo III, con la aparición del códice, y el siglo XV, con la invención de la imprenta, se empieza a reconfigurar con el avance de la tecnología digital. Todos los textos tienen el mismo soporte, entonces ya no es posible identificar la cualidad de los textos a partir de ciertos objetos, y pueden ser leídos, por otro lado, en cualquier situación, en cualquier condición, con el mismo dispositivo. Eso supone, como señalaba, una reformulación de un orden que había marcado la cultura, sobre todo la cultura letrada, la cultura vinculada a los libros, a la lectura y a la escritura; implica una reformulación radical. Entonces, allí aparecería otra condición para considerar a los clásicos. En esta situación actual, que ya no es la moderna y que se caracterizaría, probablemente, no por la recuperación del pasado sino por la crisis de ese futuro que funcionaba en la modernidad como guía para la acción, ¿qué lugar pueden tener los clásicos? Sintetizando: frente a esas dos condiciones, la moderna y –para llamarla de algún modo– la contemporánea, la pregunta por los clásicos no deja de ser una pregunta que apunta a un problema antes que a una evidencia.
Ignacio Barbeito: Creo que es interesante pensar, también, en algunos momentos en los cuales se ha suscitado la pregunta por los clásicos, que, en parte, es una pregunta que tiene cierta recurrencia en la actualidad. A veces está vinculada a algún sentimiento de desconcierto frente a la multiplicación de posibles modelos o referencias. Desconcierto, a veces también nostalgia, por una época que se imagina ordenada en cuanto a sus referencias, a sus valores, a los objetos o elecciones que importan. Y ese sentimiento, muchas veces de extravío, es lo que motiva una pregunta por los clásicos. Pensaba en un momento que tal vez fue muy singular en Hispanoamérica, en un libro publicado en el cambio de siglo, en 1900; el de José Enrique Rodó [Ariel], tal vez no tan recordado pero que efectivamente fue muy inspirador, ya que dio lugar a revistas, encendió ideales de cambio, de modificación, de contrapunto también con lo que se pensó como el avance arrollador de una cultura materialista y utilitaria. Y se reivindicaban allí valores espirituales asentados en una tradición muy antigua, y eso implicaba, para los jóvenes, recuperar ideales estéticos que estaban en tensión o en franca contradicción con lo utilitario. Creo que, efectivamente, en esa pregunta muchas veces lo clásico es pensado como una contraposición entre lo estético y lo moral, de un lado, y lo material y lo espiritual, de otro, de tal manera que en la recuperación de lo clásico estaría la posibilidad de volver a hallar la senda de valores presuntamente perdidos en la actualidad. Entonces, la referencia a los clásicos, en ese interrogar al pasado, aparece como la posibilidad de hallar una orientación en un presente que es desconcertante. La multiplicación de libros, de títulos, que hoy no tiene precedente en la historia, lleva también a preguntar por los clásicos y por los criterios de selección. Cómo seleccionar entre esa multiplicidad de ofertas aquello que realmente vale la pena, aquello a lo que vale la pena dedicar tiempo, estudio, concentración, esfuerzo. Hubo un momento en el que quien ambicionaba a colocarse en esa estela de los clásicos tenía que pensar al clásico como un modelo, tenía que pensar en crear un modelo para otros. Y en una época que nos es más próxima, o más familiar, la valoración ya no está tan asentada en lo antiguo, o en la autoridad de los antiguos, sino que la expectativa está más puesta en lo nuevo y en la novedad. Una noción, por ejemplo, como la de “vanguardia” está habitualmente cargada de valores positivos por lo que llevaría de creación y de ruptura con los modelos existentes. Una noción que no diría que es tan propia de nuestra actualidad, pero sí que ha tenido una valoración positiva en un tiempo relativamente reciente.
Qué es una obra clásica
DG: Considerando lo que acabás de decir, quisiera destacar dos o tres cuestiones que me interesan. La primera, esto que señalabas sobre que la cuestión o pregunta por los clásicos es una pregunta repetida o recurrente. Una pregunta repetida o recurrente porque entiende que allí hay algo, podríamos decir una reserva, una serie de soluciones para un presente que se nos aparece como incierto, desordenado, cargado de incertidumbre y vacío de sentido. Podríamos pensar cómo, durante otros momentos históricos, lo clásico se asume en contra de otra alternativa. Me parece importante porque supone una idea de clásico que no es absoluta o universal, pero que, a su vez, va ligada al vínculo vital que determinado momento establece con cierto pasado, y ese momento hace un uso valioso de ese pasado en tanto y en cuanto elabora algo nuevo con ese repertorio que asume como legado, que era el otro punto que quería rescatar de lo que señalabas. Allí la novedad no aparece como oposición a la recuperación de lo clásico, sino como una posibilidad de esa recuperación de un pasado que se consideraba perdido. Ese retorno, si se quiere, a ciertas fuentes –sean estas fuentes las de la Antigüedad u otras–, implica un llamado a un orden perdido, pero también supone una apuesta por un proyecto. Entonces, la idea de que es una pregunta recurrente me parece importante porque funcionaría como un cierto ritmo de la cultura, ¿no? Más o menos, de manera frecuente, es una pregunta que vuelve. Me parece interesante. Pero, por otro lado, volviendo a lo que conversábamos antes, pensaba si en la situación actual, en donde pareciera que lo clásico se convirtió en un repertorio de citas, de aspectos estilísticos, entre otros, que pueden ser recuperados y utilizados –segmentos específicos– sin enmarcarlos en un proyecto que suponga una diferencia con el pasado… Me preguntaba si eso no implicaba otro tipo de relación con lo clásico. Un tipo de relación en donde lo clásico pierde su autoridad, pierde su peso, donde aparece como una posibilidad estética entre otras, en donde se convierte solo en un repertorio, como decía recién, de citas. Y allí, habría que considerar si esa recuperación no es una recuperación que, en todo caso, anuncia cierto agotamiento de lo clásico.
Los clásicos y la transmisión cultural
IB: Hace pocos días ocurrió un hecho en el cual un alto funcionario del Estado, muy mediático también, calificó a un grupo de personas como “liliputienses”. Me sorprendió que muchas personas no entendieran cuál era la referencia de ese adjetivo y qué tipo de valoración implicaba. Se trataba de una figura ligada a una sátira que podemos incluir entre los clásicos, a grandes rasgos, y que, de hecho, fue una novela conocida para una generación no tan distante. Los viajes de Gulliver formaron parte de un acervo cultural común. En relación con los clásicos, se ha roto algo que tenía que ver con la posibilidad de una vinculación simbólica entre los miembros de una sociedad. Y los libros y los clásicos ya no ocupan más ese lugar de factor de cohesión de una cultura. Perdieron una competencia con otros medios de socialización de las masas como fueron primero la radio y la televisión, y como es hoy internet. El tipo de vínculo generacional o de vínculo cultural o intercultural hoy no está dado por la cultura del libro predominantemente, sino por una dinámica de intercambios simbólicos que ya no responden a los mismos patrones de autoridad o de circulación.
DG: Pensando en esa anécdota, aparece ahí una afirmación sobre los clásicos de un filósofo argentino, Coriolano Alberini. Alberini señalaba que un clásico es un libro que todos citan y nadie lee. En gran medida, esta anécdota parece darle la razón a Alberini. Pero también pensaba en una de las propuestas de definición que ofrece Ítalo Calvino en un ensayo que se titula “Por qué leer los clásicos”. Allí da más de diez definiciones de lo que es un clásico, de lo que podríamos considerar un clásico, y la primera de ellas es que un clásico es una obra de la que escuchamos habitualmente “la estoy releyendo” antes que “la estoy leyendo”. Ahí, en esas dos citas, pensaba –y pensaba a partir de la anécdota– aparece escamoteada, ausente, la lectura. En un caso se cita y no se lee, en el otro caso es algo que estamos releyendo antes que leyendo. Yo diría, en ese punto, esas dos definiciones, junto con lo que señalabas, permiten quizás recuperar algunas de las características de los clásicos, o al menos de cómo han sido pensados los clásicos. Si se cita, es porque se considera que efectivamente hay allí alguna autoridad. Hay una cita, y la cita es porque hay un reconocimiento de autoridad. Más allá de que luego se lea o no se lea, simular haberlo leído remite a un valor que se cree extendido. Pero, por otro lado, un libro del que se dice, como Calvino, “lo estamos releyendo antes que leyendo” hace referencia a algo que señalabas recién: pareciera que de esos clásicos tenemos un conocimiento ambiente, un conocimiento previo, un conocimiento compartido que hace una cultura o que hace una serie de lecturas que se presumen de valor y que son comunes. Creo que tanto la cuestión de la autoridad como la cuestión de la comunidad de ese conocimiento previo que podemos tener de una obra sin haberla leído –esto vale tanto para Hamlet como para El Quijote y para La Odisea como para el Martín Fierro– habla de esas dos condiciones: los clásicos como conformadores de un espacio común, de sentidos compartidos, y como obras que, por eso mismo, implican una autoridad. La situación contemporánea pareciera poner en entredicho esa doble condición de autoridad y de obras que constituyen o conforman una cultura, pero, sin embargo, se los sigue citando: el lugar de ese libro pareciera seguir siendo importante. Sigue siendo importante inclusive en espacios que habitualmente no vinculamos con el libro. Pensemos, de nuevo, en un acto político reciente que se hace a partir de la publicación de un libro. Pareciera que hay una resistencia del orden pasado en el presente. Hay, en todo caso, una reconfiguración de ese orden en el presente.
IB: Algo propio de un clásico parece ser el hecho de que todo clásico sería un texto que, de alguna forma, concentra toda la experiencia del mundo, la multiplicidad de la experiencia, las distintas facetas de una experiencia. Y por eso es un libro sobre el cual se puede volver una y otra vez sin importar demasiado el tiempo en el que se lo haga. Un clásico, de alguna manera, es una forma de acceder a un principio de comprensión de lo que nos rodea.
DG: Sobre lo que decís, otra de las definiciones de Calvino, me hiciste acordar, es “un clásico es un libro que no termina nunca de decir lo que tiene para decir”. Creo que, en parte, está vinculado con esto, ¿no? Nunca termina de decir lo que tiene para decir, siempre puede ofrecer una faceta desconocida, o esto que señalabas de la multiplicidad de la experiencia del mundo. En parte ahí hay… Lo dice Calvino, y creo que Bloom hace casi una cita de Calvino cuando lo señala, hay una extrañeza en el clásico que nunca se termina de asimilar o, a la inversa, se asimila de tal modo que olvidamos que forma parte de nuestra mirada, de nuestra cultura, de nuestra identidad. Vemos al mundo a través de esas obras que hemos asimilado y hemos olvidado, pero hemos olvidado porque ya forman parte de nuestra mirada.
IB: Calvino se refiere en Seis propuestas para el próximo milenio al valor de la multiplicidad, pensando en algunas novelas y novelistas del siglo XX y subrayando esta propiedad de la novela de poder brindar una suerte de experiencia total del mundo. Y veo una tensión entre qué podría significar para un yo acceder a una experiencia total del mundo. Creo que Calvino lo piensa como un poder acceder a otro yo, o sea, la novela como una instancia de de acceso a una dimensión más profunda de la comunidad. Y, en otros casos, el clásico, la novela, aparece como la posibilidad del acceso a una instancia más profunda que el propio yo, como si se jugara allí algo del orden de la identidad personal. Es algo que, como conversábamos hace un rato, retorna una y otra vez en las preguntas por la necesidad de recuperar no tanto los modelos clásicos sino las obras clásicas, la lectura de los clásicos como lecturas canónicas de las cuales no debería prescindirse. Eso también está vinculado a la impresión de la ruptura de un conjunto de vínculos intercomunitarios –la desorientación, como decíamos, el extrañamiento respecto de los otros–, y los clásicos se postulan ahí como la posibilidad de un código común. En otros casos, al contrario, la lectura del clásico puede ser una tarea de edificación exclusivamente personal, una tentativa de estetización de la existencia. Una experiencia a la que solo aquellos que se han entrenado en un conjunto de códigos culturales y especializados tendrían permitido acceder. Una experiencia más bien asocial. No necesariamente antisocial, pero sí propia de una alma solitaria.
Los clásicos en las disciplinas y en la producción de conocimiento
DG: Al poner el acento en lo común, creo que la pregunta es la extensión de esa comunidad, la definición de esa comunidad. Y ahí aparecen varias posibilidades para pensar el lugar de los clásicos y la cuestión de los clásicos. Estoy pensando en una idea de lo común en tanto cultura, una cultura que puede involucrar continentes enteros, un conjunto de naciones. Estoy pensando también en culturas que se definen en términos nacionales. Inclusive, en culturas que se definen a partir de otros fines, en este caso, de la producción de conocimiento, de las disciplinas. Para decirlo de algún modo, el tipo de cultura que podríamos identificar con la cultura académica y con la cultura científica. En este punto, hay un debate de mediados de la década del 50 en donde un profesor británico, C. P. Snow, plantea la distinción entre dos culturas que se desconocerían entre sí: la cultura científica por un lado –identificada especialmente con los modos de producir conocimiento de la física–, y la cultura literaria o la cultura humanística por el otro. Más allá del diagnóstico que hace Snow, lo que me interesaba era esa distinción entre dos culturas vinculadas a la academia. Una cultura científica identificada con la física, pero donde podemos reconocer también las ciencias habitualmente denominadas “duras”: la química, la biología, las matemáticas. Por otro lado, una cultura literaria o humanística. Esas comunidades plantean y suponen vínculos distintos con los clásicos. Podríamos pensar que esas comunidades definen sus propios clásicos de acuerdo a criterios más o menos específicos, pero criterios que, en última instancia, remiten al territorio de saber que practican. Allí pareciera que el lugar que ocupan los clásicos, o las obras clásicas, es muy distinto, especialmente si pensamos que en la cultura literaria, en la cultura humanística –donde podemos reconocer disciplinas como la filosofía, la literatura, la crítica literaria, la antropología, la historia y demás–, el avance del conocimiento parece tener una dinámica en donde los clásicos están incluidos. Es decir, tienen algo para decir, tienen un lugar que ocupar. En un punto, y para retomar un concepto de Thomas Kuhn, son disciplinas preparadigmáticas: el avance en la producción de conocimiento no se da de a saltos y conviven diversas formas y diversas perspectivas de producir conocimiento simultáneamente. Y allí, entonces, los clásicos son obras a las que se vuelve una y otra vez. Esto no quiere decir que siempre ocupan el mismo lugar. Para hablar del caso de la historiografía, para los historiadores del siglo XIX, las referencias clásicas eran los historiadores romanos, especialmente, como Tácito y Tito Livio, algunos griegos, como Tucídides, Heródoto. Pero, para los historiadores del siglo XX, los clásicos empiezan a ser los historiadores del siglo XIX; por ejemplo, von Ranke, Michelet. Y para los historiadores de fines del siglo XX, los clásicos empiezan a ser los historiadores de entreguerras, como, por ejemplo, Fernand Braudel o Marc Bloch. Hay allí como una aceleración en el cambio de las referencias, pero a su vez no habría una gran dificultad en recuperar a Tucídides, a Michelet o a Febvre para la producción historiográfica contemporánea. Ahora, en el caso de la cultura científica, de ciencias como la física o la matemática, pareciera que los clásicos tienen otro lugar. Lo planteo como una pregunta. Es decir, si se ajusta a la dinámica de producción de conocimiento que propuso Kuhn, son efectivamente disciplinas paradigmáticas. Y ese cambio de paradigma implica un salto, para las obras previas y su forma de producir conocimiento previo, los instrumentos, los problemas, inconmensurable, y, por lo tanto, las referencias a un clásico en la física parecen ser mucho más difíciles que a un clásico en la historiografía, la antropología o la crítica literaria. Para agregar algo más, no estoy seguro de que la biología tenga la misma dinámica que la física. No sé hasta qué punto en la biología sucede lo que sucede en la física, es decir, un avance por revoluciones paradigmáticas que dejarían en el ocaso, o solo para el interés de historiadores de la ciencia, las formas de producir conocimiento del pasado.
IB: En los últimos años presenciamos algunas discusiones educativas acerca de la transformación de las instituciones académicas y escolares. Discusiones acerca de la modificación de los diseños curriculares, de la sustitución de unas materias por otras, con el desplazamiento de asignaturas como la filosofía, por ejemplo… Nuccio Ordine también, no hace mucho, al preguntarse acerca de la pervivencia de los clásicos, expresaba su preocupación por el desplazamiento de la enseñanza del griego y el latín. Veía en ello un riesgo para la identidad cultural de Europa, o por lo menos de una idea de Europa, pensada en relación con los clásicos de la literatura. Y recreaba una escena pedagógica, que tiene muchos parentescos con aquella que mencioné del Ariel [de José Enrique Rodó]. Una escena pedagógica en la cual él les leía a sus estudiantes pasajes de alguno de esos libros de la tradición. Ordine decía que esa iniciativa había generado un gran interés, una escucha, y a partir de allí reflexionaba sobre la necesidad de volver incluso sobre planteos didácticos que hoy podríamos ver como muy tradicionales y contrarios a la innovación o al conjunto de innovaciones que año a año se proponen o imponen. Hay ahí también una tensión entre los reclamos o las interpelaciones a la innovación pedagógica en las escuelas, en las academias, a la modernización de los contenidos y las disciplinas, y también lo que representa, por otra parte, la tradición o esos modelos clásicos que se ofrecen siempre a la lectura.
La lectura de los clásicos en la escuela
DG: Me parece que los clásicos en la escuela, los clásicos en la enseñanza, todavía tienen algo para decir. Un poco recuperando lo que conversábamos antes, la idea de actualización, el reclamo de actualización, de ajustar la currícula a lo que supuestamente sucede fuera de la escuela, parte de un diagnóstico según el cual la escuela habría perdido el rumbo, y creo que recuperar los clásicos en la enseñanza ofrece una posibilidad de recuperar cierto rumbo, de recuperar cierto sentido. Pero, además, ofrece a los estudiantes otra serie de cuestiones. Por un lado, tener una experiencia directa de aquello que quizás conocen de oído. Eso que decíamos, ese conocimiento ambiente. Tener una experiencia directa y un acercamiento sin mediaciones –sea a Borges, a Maquiavelo, al Martín Fierro o a Shakespeare– restituye una idea quizás previa que le da carnadura, una idea previa que quizás era indefinida. En segundo lugar, muestra la riqueza de esas producciones, muestra la potencia de esas producciones, muestra –aquello que decía Bloom– “la extrañeza” de esas producciones tanto en lo que se resisten a ser asimiladas como cuanto nos damos cuenta de que coincidimos con esas obras, a veces, sin saberlo: no sabemos que sabemos. Y esa potencia ofrece una experiencia del mundo también distinta, mucho más rica, mucho más compleja. No tanto por el contenido, sino también por el estilo y la forma en la que esas obras nos presentan el mundo. Pero también diría que esa recuperación de los clásicos en la escuela, ese poner en un lugar central a los clásicos en la enseñanza y esta posibilidad de leerlos sin mediaciones, nos permite pensar que son obras que muchas veces han delimitado un territorio amplio en el que luego muchos han seguido pensando, produciendo e imaginando. Inclusive muchas veces nosotros, es decir, un territorio que fue labrado previamente por alguien y que habitamos sin ser del todo conscientes.
Diego García
Ignacio Barbeito