Y sigue respirando con pena en este duro mundo
Para contar mi historia
William Shakespeare, Hamlet.
La preocupación por la memoria como facultad, capacidad o función de las especies animales, y, en particular, la humana, recorre la historia de la filosofía y de las ciencias. Por ello, cuando se dice que la segunda mitad del siglo veinte puede ser pensada bajo el sino cultural de la “memoria”, sin dudas el juicio no refiere a este tema tradicional de la filosofía. Más bien alude a un horizonte político y cultural que, en Europa y posteriormente en Latinoamérica, puso a la memoria como centro de gravedad y necesidad de los pueblos y de los Estados; en especial, luego de regímenes totalitarios o dictatoriales que durante el siglo pasado usaron el terror como núcleo de su estrategia política. En ese marco, hacer memoria significó –y aún significa– un ejercicio ético y político que involucra la necesidad de dar y escuchar los testimonios del horror –la palabra de los sobrevivientes– y de que los Estados asuman la responsabilidad: sea por medio de la promoción de investigaciones y apertura de archivos sobre el “terrorismo estatal”, sea a partir de un compromiso con el cumplimiento de imperativos de justicia y de garantías de no repetición por medio de la creación de espacios institucionales específicos (como los Sitios y los Espacios de Memoria en Argentina) y de políticas educativas que faciliten la curricularización de los estudios sobre pasados de violencia política en diferentes países y regiones. En este conjunto complejo, muchas veces tensionado por disputas acerca del sentido de los procesos de memoria, de los dispositivos de justicia y de la búsqueda de la verdad de lo sucedido, la voz de Hannah Arendt cobró y aún mantiene una resonancia en nuestros debates. No porque su obra se inscriba explícitamente en este paradigma cultural que ha ocupado la escena desde la segunda mitad del siglo veinte. Más bien porque su reflexión tan singular –y su lucidez a la hora de hacer preguntas significativas– sigue siendo una fuente de novedad y de inspiración para seguir pensando(nos).
En este escrito avanzamos en algunos rieles de pensamiento, como le gustaba decir a Arendt, que a nuestro entender dan actualidad a su obra: en general, para ese campo de estudios e intervención que tiene como cauce fundamental el eje de la memoria; en particular, para pensar los procesos de memoria, verdad y justicia en la pos dictadura argentina de 1976-1983.
de nuestras experiencias”, al punto de que “parece que no existe puente entre la subjetividad más radical, en la que ya no soy ‘reconocible’, y el mundo exterior de la vida”, un mundo exterior que es el del vivir humano como equivalente a “ser entre los hombres”, inter homines esse, según esa idea romana que equiparaba el elemental sentido de estar vivo al estar entre los hombres (p. 60). Signo de la hondura del daño producido por el totalitarismo era, precisamente, haber convertido este hecho de la condición humana –la incapacidad estructural de “comunicabilidad” del dolor– en una herramienta política: los miles de seres humanos “entre la vida y la muerte” que habitaron los campos de concentración y exterminio conocieron la experiencia de un aislamiento radical de la mirada de los otros, pero también de la destrucción de esos puentes que, como el lenguaje mismo, permiten relacionarnos incluso con nosotros mismos y reconocernos en tanto sujetos de experiencia. La producción sistemática de dolor por medio de la tortura daba como resultado “algo peor que la muerte y el asesinato”, como advertía Arendt al poeta vienés Hermann Broch. Eso también explicaba el “aire de irrealidad” que inundaba los intentos de relatar de los sobrevivientes. Sin ir más lejos, David Rousset, testimonio fundamental para su primer libro sobre el totalitarismo, describía su paso por los campos como uno acontecido en “otro universo” o en un “cráter abierto delante del país” (Arendt, 2018, p. 15). Tal cual hicieron muchos después de Arendt, ella ponía su foco de atención en la dimensión conscientemente producida de esa experiencia. El totalitarismo suponía un plan de destrucción de lo humano en el que estaba decisivamente involucrado el intento de borrar la memoria de unos seres humanos “como si nunca hubieran existido” (1994, p. 538), “como si nunca hubieran nacido”, “aparecido ante otros” como unos quiénes singulares con una historia única (1993, p. 203). Borrar toda marca de inscripción-aparición de una vida material singular, que, como ilustra de manera aterradora el totalitarismo, solo se conquista por medio de su inserción en una trama intersubjetiva –un mundo– al que se llega como extranjero cuando se “nace” (1993, p. 201). Por ello había en el crimen totalitario el intento más radical de destruir la condición humana de la natalidad y su reconocimiento ligado al hecho de estar expuesto ante –y albergado por– una publicidad elemental: el estar ante la mirada y la palabra de los otros, o en su representación por medio de la memoria. Entre nosotros, fue Héctor Schmucler quien sin dudas señaló con más claridad –con Arendt– que esta dimensión acercaba de manera triste la dictadura cívico-militar de 1976-1983 a los crímenes del nazismo, así como a su pervivencia ominosa en tanto crímenes contra la memoria:
- Para un acceso casi completo al “taller” arendtiano y la diversidad de su obra, se puede consultar el Archivo en linea de acceso público en la Biblioteca de Washington: https://www.loc.gov/collections/hannah-arendt-papers/
Respecto del dolor, Arendt subrayaba en La condición humana (1993) que era “la más privada
El 28 de enero de 1977 –conjeturamos– desapareció Pablo, mi hijo. Releo esta primera frase para seguir escribiendo. En mi espíritu, antes de anotarla, se insinuaba el deseo de dar un testimonio preciso, puntual. Al leerla no encuentro más que abstracción, dolor incierto. La exactitud de la fecha luego se diluye porque sólo “conjeturamos”; “desaparecer” evoca el vacío, “mi hijo” sólo es real para mí. Quise señalar un comienzo –el del recuerdo incesante– y describo un hueco. (2019, p. 89)
Sin dudas, esta ominosa presencia-ausencia y el intento de combatirla movilizaron a los sobrevivientes en el camino de intentar “comunicar” la experiencia, “testimoniar” sobre lo sucedido a sí mismos y a otros que “no volvieron”, inaugurándose lo que se ha dado en llamar la “era del testigo” (Wieviorka, 1998), médula ética del empeño cultural de “hacer memoria”. Respecto de Arendt, si bien es posible afirmar que una parte fundamental de Los orígenes del totalitarismo de 1951 estaba construida gracias al testimonio de David Rousset, del que tomaba categorías centrales como la de “universo concentracionario”, en su obra, en general, el momento testimonial formaba parte de una reflexión más vasta que incorporaba, además, otros elementos: no solo los documentos provenientes de la investigación histórica más tradicional, sino también tropos, imágenes, recursos provenientes del campo literario que en ocasiones eran, para la autora, mejores aliados para comprender la experiencia histórica misma. En ese marco, Arendt comenzó a concebir una particular idea sobre la posible relación –frágil y sin garantías de éxito– entre hacer memoria, imaginar y reconocer la “propia historia”, relación que no deja de ser interesante para nosotros.
Arendt encabezó el capítulo dedicado a la acción de La condición humana de 1958 con una cita de la escritora dinamarquesa Karen Blixen, que adoptó el seudónimo masculino Isak Dinesen: “Se puede soportar todo el dolor si se lo pone en una historia o si se cuenta una historia sobre él” (1993, p. 199). Sin dudas, como veremos, esta incorporación daba cuenta de su preocupación por la obturación subjetiva y de comprensión de afectos suscitados por la violencia política, así como de su convicción más bien clásica de que estos afectos podían ser también el espacio para el re-conocimiento. Así, con la frase de Blixen retomaba el examen –en la filosofía y en la literatura– de una serie de perspectivas que daban valor a las posibilidades de la imaginación para comprender la experiencia histórica al lograr, en ocasiones, suscitar, evocar, repetir y soportar el dolor del recuerdo gracias a una particular comunicación narrativa o poética que tenía éxito en la apelación a un nosotros que se reconocía en ella.
Respecto de estas posibilidades, Arendt advertía que iban desde la simple lamentación y repetición ritual hasta la elaboración de preguntas, narrativas y poéticas que pudieran dar forma y ayudar a enfrentar la experiencia, el recuerdo y la herencia de aquello que no debía haber sucedido. Con ello apuntaba a una carnadura de la imaginación en la memoria. Como señalaba en el texto sobre Blixen, si bien era cierto que “sin repetir la vida en la imaginación no se puede estar del todo vivo” (Arendt, 1990b, p. 83), era necesario soportar y elaborar la repetición en el recuerdo. Solo por esta vía el relato histórico y la figuración poética podían adquirir un significado no estetizante: transformar el dolor en relato a otros y a nosotros mismos, crear las condiciones para “asumir” lo sucedido sin sucumbir a su peso.
Arendt veía esta posible articulación existencial entre memoria e imaginación como una que se inspiraba en la enseñanza del género trágico, y que era necesario defender en el marco de cierta actitud de la sociedad alemana poshitleriana orientada a “dominar” el pasado. A la intención de dominio, Arendt contraponía la necesidad de comprender lo sucedido y de “soportar ese conocimiento”, una tesitura que veía asomar en ciertas obras de arte ejemplares o en ciertas narraciones que lograban –en diferentes niveles– movilizar la imaginación de los espectadores. El modelo era el del argumento o la trama trágica:
Menciono la tragedia deliberadamente porque ésta representa, más que las otras formas literarias, un proceso de reconocimiento. El héroe trágico se vuelve informado al volver a vivir lo que ha hecho en la forma de sufrimiento, y en este pathos, al volver a vivir el pasado la cadena de actos individuales se transforma en un hecho, en un todo significativo (…) hasta donde sea posible cierto «dominio» del pasado, este consiste en relacionar lo sucedido; pero dicha narración, que da forma a la historia, no resuelve ningún problema y no alivia ningún sufrimiento; no domina nada de una vez y para siempre. Por el contrario, mientras siga vivo el significado de los sucesos (y este significado puede persistir durante períodos prolongados) el dominio del pasado puede adoptar la forma de una narración recurrente. El poeta, en un sentido muy general, y el historiador, en sentido especial, tienen la tarea de establecer este proceso de narración en movimiento y de involucrarnos en ella (…). Cuando esto sucede, el relato de lo acaecido se detiene y se agrega una narrativa formada (…) se le ha dado a la narrativa su lugar en el mundo, donde nos sobrevivirá. (Arendt, 1990a, p. 32-34)
Ahora bien, si durante la década del cincuenta del siglo pasado Arendt convocó el poder comprensivo y político de la narración por medio de una recuperación del género trágico, durante los años sesenta su asistencia al juicio del oficial nazi Adolf Eichmann la llevó a preguntarse por las condiciones más básicas para su efectividad existencial, ética y política, sobre todo en vistas de lo que podía observar de los perpetradores “en carne y hueso”. Efectivamente, en el juicio en Jerusalén, Arendt advirtió que el uso de los procedimientos narrativos, en general, y del género trágico, en particular, para “hacer memoria” y comprender dependía de la asunción por parte de los actores-espectadores de ciertas “verdades de hecho” –una honestidad intelectual elemental: no se podía decir, por ejemplo, que Bélgica invadió a Alemania (1996, p. 251)– y de un funcionamiento igualmente elemental del pensamiento como una relación dialógica con uno mismo que era garante de la asunción de la responsabilidad moral. El núcleo de la trama tragicómica de Eichmann en Jerusalén (1997) era que el oficial alemán –sin dudas responsable de la muerte de miles de personas– no se veía a sí mismo como agente responsable de un mal sin precedentes; tampoco “hacía memoria” de sus actos pasados como agente de ese mal. Progresivamente, la autora afirmó su idea de que este tipo de seres humanos no asumían su responsabilidad simplemente humana porque “no se relacionaban consigo mismos” como principio-fuente de sus acciones. Para ella, habían borrado esa especie de compañero-testigo moral interno de los propios actos que llamamos “persona moral”. La conclusión arendtiana fue que estos seres humanos “banales”, irreflexivos, eran los que podían cometer los peores crímenes, y que, por ello, la memoria era de alguna forma una decisión moral que cumplía un rol excepcional: expresar a ese testigo-espectador de sí en tanto actor. De ahí que Eichmann pareciera más terroríficamente cómico y menos uno de esos famosos malos de las tragedias shakesperianas, como Ricardo III, asaltados por los fantasmas de la conciencia hacia la medianoche. La “conciencia moral”, subrayaba Arendt, podía pensarse como la anticipación de un pensamiento tardío, y su modo de estar presente era bajo el modo de un temor por el testigo: “lo que un hombre tema de esta conciencia, es la anticipación de la presencia de un testigo que lo está esperando sólo si y cuando vuelva a casa” (1995, p. 135). Lejos de demonizar a Eichmann, Arendt (1995) aclaraba que esa opción de no volver a casa
no es una cuestión de maldad o de bondad, así como tampoco se trata de una cuestión de inteligencia o estupidez. A quien desconoce la relación entre yo y yo mismo (en la que examino y digo lo que yo hago) no le preocupará en absoluto contradecirse a sí mismo, y esto significa que nunca será capaz de dar cuenta de lo que dice o hace, o no querrá hacerlo, ni le preocupará cometer ningún delito, puesto que puede estar seguro de que será olvidado al momento siguiente. (p. 135)
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Entre las consecuencias que extrajo de este análisis, hay una que nos interesa de manera especial: pensar, en su sentido no técnico, es entrar en una relación con nosotros mismos que es habilitada por la decisión de habilitar un testigo que nos mira y que nos habla, que es la condición elemental para hacer memoria. Sin dudas, que los perpetradores se negaran o se nieguen a establecer esa condición mínima no era ni es excusa para no juzgarlos, como a veces se lee esta idea de Arendt. Efectivamente, comprender a los perpetradores no equivale a perdonarlos –como si fuera posible hacer eso en el lugar de las víctimas–, sino a situarlos en un contexto humano. La elección de no pensar, de no ser testigos de nosotros mismos, es una posibilidad de nuestra libertad y, sobre todo, de situarnos a nosotros mismos en una afirmación de esa misma humanidad. Como advirtió Schmucler –es interesante también esta constatación en el horizonte del debate argentino–, esta idea de Arendt no apuntaba a “distribuir parejamente las culpas” ni implicaba “ningún tipo de culpabilidad generalizada”. Alertaba, en realidad, contra “la inocencia de la ignorancia” ante el mal que “está en los hechos” (2019, p. 178) y que para su reconocimiento solo requería no renunciar a pensar, no claudicar de ese marco que “hace hombres a los hombres” y cuyo borramiento era el asiento del mal que adquiere el rostro de lo banal. Una última cuestión planteada por Schmucler era que no se trataba de juzgar para que lo sucedido no volviera a suceder, como si el juicio fuera un dispositivo instrumental eficaz para controlar el futuro, sino porque una vez acontecido algo en el reino de los asuntos humanos era mucho más probable que volviera a aparecer (Arendt, 1994, p. 557). En el horizonte de la irreflexión moral como condición propicia de la institucionalidad totalitaria, Arendt se detiene y valora la institución de los tribunales como un acto conservativo de lo humano, apreciando sus supuestos: los que afirman nuestra capacidad de juzgar a los individuos y su responsabilidad en el surgimiento de un mal que pretende eliminar esa condición que nos constituye en “personas morales” (2007, p. 75-86).
Sobre esa huella o surco se inscribió explícitamente el otro intelectual argentino que pensó en una Hannah Arendt “casi argentina”: Horacio González. Según este ensayista, Arendt no hacía cuestión de creer en “la eficacia concluyente del castigo”, sino en establecer las condiciones de su sentido humano para nosotros en tanto capaces de juzgar: condiciones que parecía querer negar Eichmann al declarar que no se sentía culpable “en el sentido de la acusación”. Eso sostenía Gonzálergarethe von Trotta. Ya el título, “La banalización de Hannah Arendt”, adelantaba que se trataba de recuperar una lectura de la autora en el debate planteado, desde ciertos sectores intelectuales y políticos, por la reapertura de las causas judiciales contra crímenes de lesa humanidad en la Argentina a partir del 2006.
Pero de todos modos había que hacerlo, en condiciones tales que el hombre castigado por ausentarse de los requerimientos veraces del existir fuera indicado ante el resto de los humanos como incapaz de pensamiento, es decir, de recrear sin condicionamientos las condiciones graves del vivir. (González, 2013)
Enfrentar el mal, en esa y en esta coyuntura, supone una decisión ética que hace lugar a la memoria y al juicio como afirmación y cuidado de una comunidad simplemente humana.
Referencias
Arendt, H. (1990a). Sobre la humanidad en tiempos de oscuridad. Reflexiones sobre Lessing. En H. Arendt, Hombres en tiempos de oscuridad. Barcelona: Gedisa.
Arendt, H. (1990b). Isak Dinesen. 1892-1940. En H. Arendt, Hombres en tiempos de oscuridad. Barcelona: Gedisa.
Arendt, H. (1993). La condición humana. Barcelona: Paidós.
Arendt, H. (1994). Los orígenes del totalitarismo. Barcelona: Planeta-Agostini.
Arendt, H. (1995). El pensar y las reflexiones morales. En H. Arendt, De la historia a la acción. Barcelona: Paidós.
Arendt, H. (1996). Verdad y Política. En H. Arendt, Entre el pasado y el futuro. Barcelona: Península.
Arendt, H. (1997). Eichmann en Jerusalén. Barcelona: Lumen.
Arendt, H. (2007). Algunas cuestiones de Filosofía moral. En H. Arendt, Responsabilidad y juicio. Barcelona: Paidós.
González, H. (2013, 2 de octubre). La banalización de Hannah Arendt. Página 12. Disponible en https://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-230330-2013-10-02.html
Schmucler, H. (2019). Miedo y confusión. En H. Schmucler, La memoria, entre la política y la ética. Buenos Aires: Clacso.
Wieviorka, A. (1998). The Era of Witness. Nueva York: Cornell University Press.
2. En este refinado texto periodístico, González recuerda que Borges plantea, en 1985, un razonamiento similar luego de asistir a una de las sesiones del Juicio a las Juntas, en la que se relata una horrorosa y banal “cena de navidad” preparada para los secuestrados por los militares en un campo de concentración argentino: “¿Qué pensar de todo esto? Yo, personalmente, descreo del libre albedrío. Descreo de castigos y de premios (…). Sin embargo, no juzgar y no condenar el crimen sería fomentar la impunidad y convertirse, de algún modo, en su cómplice” (Borges, J.L. [1985, 22 de julio].
Diario Clarín). Este mismo texto fue reproducido en un interesante dossier sobre Arendt de la revista La mirada (año 2, n.º 2, otoño de 1991).