Notas para pensar el futuro
I Es posible pensar la cultura a la luz de su intrínseca relación con el futuro, ya sea que se entienda como el universo complejo de capacidades, sentidos y prácticas que caracteriza el devenir humano o como práctica específica existente en ese universo (es decir, como práctica cultural). Esto porque la cultura no puede entenderse por fuera de procesos (biológicos, físicos, sociales, psíquicos) que existen en el tiempo y que, como tales, están de algún modo orientados hacia el porvenir. También porque la cultura consiste en acciones e instituciones que encuentran fundamento en deseos, orientaciones, horizontes de expectativas e incertidumbres que refieren al tiempo por venir. La experiencia social del tiempo está sujeta a condiciones históricas y culturales. Por ejemplo, actualmente es dominante la posición científica que sostiene la relatividad del tiempo (es decir, que el tiempo resulta de la relación entre fenómenos, que no es único, abstracto o trascendente, que no existe por encima o por fuera de los fenómenos). En cambio, otras perspectivas (algunas actuales) lo definen como una única realidad, idéntica en todos lados, homogénea. Hay perspectivas que sostienen que el tiempo alguna vez terminará, otras que lo conciben como interminable. Si las culturas y las prácticas no se pueden entender sin considerar el modo en que tramitan el devenir (al punto que la cultura como tal se puede entender como un modo de tramitar el devenir), y si esas tramitaciones y las experiencias sociales son históricas, entonces los modos de comprender, imaginar y experimentar el futuro son también mutantes. Esas mutaciones se dan, en buena medida, a partir de los conflictos, de las tensiones sociales y de las relaciones de fuerza que constituyen lo social. Las relaciones de poder son, en definitiva, relaciones de orientación. A diferencia de George Orwell, que en su novela 1984 escribió “Quien controla el pasado, controla el presente; quien controla el presente, controla el pasado”, se podría decir que quien controla el futuro controla el presente y el pasado, que quien hegemoniza las orientaciones encauza lo social en una cierta dirección (que no equivale a decir que quien hegemoniza sabe exactamente hacia dónde va o cómo terminará). II Hay quienes dicen que estamos viviendo un retorno del futuro, que luego de unas décadas en que –por motivos políticos, teóricos, sociales, económicos– se lo había dado por terminado o muerto, se lo había excluido de las preocupaciones o declarado inviable como objeto de pensamiento, se estaría diseminando nuevamente como problema, tema y motivo. No creo que estemos viviendo un retorno porque el futuro nunca desapareció: no se puede no estar orientado al porvenir. Sin embargo, es cierto que el futuro cambió: unas formas de imaginarlo y unos modos en que se pretendía incidir en el devenir dejaron de ser pertinentes o eficaces, o se volvieron indeseables, o fueron eliminados. Para cierta mirada, esas modificaciones, que remodularon la experiencia social del tiempo, configurarían la crisis de un modo de vincularse con el futuro que equivaldría, sin más, a la imposibilidad del futuro. Pero esto es trocar significado por objeto, porque al investigar lo sucedido en las últimas décadas lo que se detecta no es una desaparición, sino profundos –tectónicos– desplazamientos en los sentidos de la palabra, en los modos de vinculación con el porvenir, en los agentes capaces de incidir en las tendencias, en las estrategias de anticipación, en los objetivos deseados. El futuro no desapareció del lenguaje ni la flecha del tiempo desapareció de las condiciones de la experiencia. Lo que sucedió fue una mutación. Hoy vivimos en una coyuntura que podría definirse como “cambio civilizacional”, en la que tanto el optimismo moderno (que invocaba un futuro mejor) como el goce posmoderno (para el que el futuro era un presente extendido, un presentismo) han sido desplazados por cuatro vectores más o menos contradictorios entre sí: en un nivel se expresa una idea de destino –el colapso ecológico–; en otro una profunda incertidumbre, la imposibilidad de hacerse una idea de lo que vendrá; el tercer vector sostiene que los aspectos estructurales del presente se repetirán inevitablemente en el porvenir; el cuarto es la invocación de futuros particulares incesantemente1. Esta situación de imposibilidad, incertidumbre, inevitabilidad y proliferación particularista respecto al porvenir indica una coyuntura histórica tan llena de ansiedades e incertidumbres como de elaboraciones sobre el futuro, un ir y venir entre el destino y lo incierto, entre el no parar de invocarlo y el no saber bien qué decir. III Los discursos que tienden al pronóstico cerrado, la profecía y los destinos (que pueden ser creaciones añejas o recientes) me interesan como problemas a pensar y como objetos para hacer lo que podemos llamar una historia, una arqueología y una sociología del futuro. Pero a la hora de las opciones teóricas y metodológicas, así como cuando pienso mi propia disposición estratégica respecto al futuro, prefiero perspectivas que consideren la complejidad de las experiencias, las tendencias de cambio, las irrupciones, la condición relacional y finita de toda posición, que tengan la atención puesta en los potenciales de la situación y una menor dependencia sobre las figuras concretas como modo de orientación. Esas perspectivas tienen tres aspectos en común: el primero es que dotan de condicionalidad, incluso de fragilidad, a los pronósticos, las anticipaciones y las aserciones sobre el porvenir; el segundo es que sus elaboraciones tienen una perspectiva ecológica o sistémica abierta que ha hecho aparecer pensamientos del devenir y el futuro, los cuales proponen términos diferentes a los que estableció el humanismo europeo y su pensamiento antropocentrado del futuro; el tercero es que colocan a la invención –que, por definición, no parte ni de nosotros mismos ni del mundo, sino de los encuentros que tienen lugar entre el mundo y nosotros– en el centro del vínculo con el futuro. IV ¿Qué sucede cuando el futuro ya no es un imperativo imaginado que fuerza a dejar atrás todo pasado en pos de una promesa redentora, como sucedió con el futurismo? ¿Qué sucede con la capacidad de crear cuando no tenemos –porque no podemos o porque no queremos– una imagen clara de futuro? ¿Qué hacemos con el futuro cuando asumimos que el devenir es interminable? ¿Qué modos de hacer, estar, pensar, sentir propician todos estos supuestos? ¿Cómo pensar la política? ¿Qué es la justicia pensada bajo esta idea del futuro? Si los futuros imaginados por la política tradicional se desplomaron, si el capitalismo solo ofrece someter la imaginación al cálculo y la capacidad inventiva al dinero y la deuda aumentando la velocidad pero dejando intacto el patrón, si las fantasías de exterminio son el peor modo del deseo social, si el cambio climático ya da muestras de su letalidad, si los sueños de una vida sin malestar que configuraron las utopías deben dar lugar al reconocimiento del carácter ineliminable del malestar, ¿qué podemos hacer? ¿Cómo salimos del ahogo simultáneo de la hiperestimulación y la impotencia? Tal vez un primer paso sea desplazar las preguntas. Pasar de qué hacer (objeto e instrumento) y cómo será (destino) –y sus inversiones paralizantes: no saber qué hacer, no hacer por no saber cómo será– a cómo hacer y cómo va siendo. Mientras que qué hacer y cómo será nos mantienen en la búsqueda de una imagen por alcanzar, una tarea que cumplir, un objetivo claro, cómo hacer (modo) y cómo va siendo (devenir) nos llevan a pensar en principios de acción y actividad que se pueden articular con elementos heterogéneos, incluso con elementos que no podemos prever. Qué hacer y cómo será se mantienen en el plano de la imagen fija (digamos: son pictóricos y figurativos), cómo hacer y cómo va siendo se mantienen en el plano de la imagen en movimiento (digamos: son cinéticos y posfigurativos). Si bien estoy más interesado en el cómo hacer y cómo va siendo que en el qué hacer y cómo será, no los pienso como un par de opuestos simples, un enfrentamiento entre dos disposiciones. Por eso propongo un desplazamiento en las preguntas y no un simple olvido o abandono. Es una cuestión de énfasis antes que de exclusión. Diseñar proyectos, planes, planificaciones, pronósticos es tan importante como prestar atención a lo que aparece, a lo que se descubre, a lo que no se esperaba y puede resultar vitalizante. Por debajo, una certeza: ya no se trata solamente de un presente que se orienta a alcanzar un futuro ni de un puro presente sin devenir ni de un futuro inalcanzable que nos arrastra a la melancolía. Mi intención es pensar al presente y al futuro, al devenir de la situación en inmanencia y políticamente. Pensar estratégicamente la riqueza de los potenciales, para, como dice el filósofo François Jullien, “cuidar que la cosa no se estanque” y que su movimiento nos saque de la desigualdad, entendida como la distribución diferencial de las posibilidades de inventar, de planear, de cambiar abruptamente. Para evitar el movimiento compulsivo al que nos somete el capitalismo o la parálisis forzada, a la que también nos somete el capitalismo, hay que repensar nuestro vínculo con el futuro. Como afirma el filósofo Pablo Rodríguez, “pensar es estar atento al devenir, para el cual no hay imagen”, dando a entender que la finalidad del pensar no es producir una imagen aquietada (una representación, un destino) de lo que por definición es movimiento, sino devenir pensando y pensar deviniendo. ¿Quiere esto decir que las imágenes y la imaginación ya no cumplen función alguna? No, es comprender la relación íntima, orgánica, de retroalimentación entre el pensamiento, la acción y el devenir. En ese esquema, la imaginación y las imágenes adquieren otra función: hilvanan puntos de pasaje antes que destinaciones. Más que una pintura, son una baliza, una sonda, un sismógrafo. Imágenes-pasaje, imágenes-sonda, imágenes-perfiles que propicien el análisis de los posibles, que activen procesos de selección (no se trata de aceptarlo ni de negarlo todo). Imágenes-perfiles que lleven en sí mismas su incompletud, que, como un perfil, muestren –o permitan ver– el fondo contra el que existen, que no encandilen, que participen de una disposición a mutar con lo que emerge, que se entramen con otras imágenes-perfiles, que muten, que pluralicen las predicciones. Imágenes-perfiles que cuando son abandonadas, como escribió el psicoanalista Donald Winnicot a propósito de los objetos transicionales, “no se olvidan ni se guarda luto”. El mundo atraviesa con violencia cualquier figura de destino, la rasga irremediablemente, la deja atrás, la afecta con novedades, emergencias, descubrimientos, invenciones. La materia no es algo, es potencialidad de formas. V Me gustaría cerrar con una reflexión sobre la justicia. La justicia no es una imagen ni una norma (a la que podríamos considerar como el modo jurídico de la imagen de destino). Es un principio (o un axioma) lo suficientemente abstracto para poder ensamblarse a imágenes y emergencias diferentes sin perder su plasticidad. Entiendo a la justicia, en este nivel de abstracción, como un principio que opera como una fuerza conflictiva que empuja a la inventiva buscando que la dominación –interhumana, interespecies, cósmica– sea la menor posible2. Por eso no alcanza con postular futuros deseados, ni siquiera con ponerlos en acto, sino que hay que mantener viva la dinámica entre aquello de lo que somos capaces, la consideración de múltiples posibilidades, la acción, lo impredecible y lo interminable. La pregunta política es, entonces, cómo inventar instituciones capaces de hacer proliferar la inventiva –política, económica, técnica, organizativa, vincular, planetaria– en entornos con la menor dominación posible. Instituciones inventivas alejadas del pequeño grupo (que repite su estructura o su hacer), de la senilidad institucional (la pérdida de orientación y el devenir torpe de un organismo que se limita a recibir estímulos que ya no comprende) y de las instituciones futurizantes (organizadas a partir de una imagen de destino que las vuelve meramente defensivas a la alteridad). La justicia requiere instituciones capaces de reinventarse que expresen un modo de hacer, un cómo hacer, posfuturista (porque lo mejor no está necesariamente por venir ni el pasado es puro descarte), antitradicionalista (porque no se puede vivir de lo acumulado, hay que inventar) y posutópico (porque no se trata de generar imágenes fijas que prometan un mundo sin malestar para luego intentar alcanzarlas, sino generar imágenes orgánicas, vivas, cambiantes, articuladas con un principio de justicia que tenga como imperativo mantener abierto nuestro vínculo con el futuro). Notas