Espacio conceptual Edición 13 | 30 noviembre, 2023

Pensar la democracia: aproximaciones, preguntas, desafíos

Torres y D’Iorio dialogan en torno al concepto de democracia y sus significados históricos. Debaten sobre sus vínculos modernos con los conceptos de igualdad y libertad, retomando a Rancière y Arendt. ¿Qué significa hoy, reflexionan, “democratizar la educación” cuando la relación entre docente y alumno, escuela y comunidad o conocimiento y libertad se encuentra bajo cuestión?

Democracia: en torno de los poderes del pueblo

Gabriel D’Iorio: La idea, la voz y la definición de democracia es antigua: se sabe que para los griegos se trata, etimológicamente, del “gobierno del pueblo”. Con todo, habría que recordar que el pueblo mentado en la definición se acerca más a lo que Giorgio Agamben llama el pueblo menesteroso, las mayorías pobres, los de “abajo”, que al Pueblo –con mayúsculas– que goza de plenos derechos y de la verdadera ciudadanía. La democracia, por otra parte, como expresión de la voluntad popular o, mejor, como momento cero o asamblea decisoria sobre la vida en común, se puede pensar como el fundamento previo (también anárquico) de todo ordenamiento legal. La democracia pensada como el gobierno del pueblo, es decir, como “gobierno de cualquiera”, fue en este sentido criticada una y otra vez en nombre del gobierno ideal de los “mejores”, incluso la idea de división de poderes de la República no está escindida de cuestión de los límites que hay que establecer ante una democracia sospechada siempre de ser un terreno fértil para el conflicto y desborde. Hacemos este brevísimo y ciertamente apurado señalamiento para recordar que la palabra democracia careció, durante mucho tiempo, de la centralidad que hoy le reconocemos. Tuvimos que esperar hasta mediados del siglo XX, luego de la Segunda Guerra Mundial para que sus sentidos se resignificaran junto a las ideas de participación y representación. Todo lo cual nos ayuda a entender, al menos en parte, el hecho de que otras palabras ocupasen el centro de los lenguajes políticos tanto en el mundo antiguo como en el moderno: república, estado, ciudad, soberanía, pueblo, multitud, poder, revolución, ley, entre otras.

Sebastián Torres: Efectivamente la palabra democracia es muy antigua, tanto como la palabra política. Se trata de una palabra griega compuesta por demos (pueblo) y kratos (poder, gobierno). Así, el gobierno del pueblo se entendió como un gobierno de la mayoría, pero demos tenía un significado más preciso: se trata del pueblo pobre, esas personas comunes que a duras penas vivían de su trabajo. Los “cualquiera”, como bien decís, porque su único atributo es el mero hecho de ser, de llevar una existencia sin cualidades. Entonces, un gobierno de los que carecen de toda propiedad –el saber, los honores, la sangre, la riqueza–, ¿qué cualidades tiene para pretender gobernar? Por eso fue un gobierno mal considerado, porque se afirmaba que su poder no provenía de una cualidad o excelencia, sino del número. Y el número es una fuerza, pero no una virtud. Decir que el poder del pueblo es el poder de las mayorías era una forma de descalificación.

Vos hablaste de fundamento anárquico y esa palabra (además de que ha tenido tanta mala prensa como la palabra democracia) también es interesante, en un doble sentido. El primero, como lo planteás, porque la democracia carece de fundamento: su principio no se encuentra, como dijimos, en alguna cualidad destacable, sino en la reunión misma del pueblo para decidir sobre el orden de la comunidad. Podríamos decir que la verdad de la democracia se encuentra en sí misma y no en algún principio o cualidad que la anteceda o la preceda. El segundo sentido es también interesante, porque la democracia es un gobierno tumultuoso, conflictivo, en la medida en que esos cualesquiera interrogan a la comunidad, le reclaman una justificación sobre sus jerarquías, sus formas de dominación, sus desigualdades: ¿por qué unos pocos gozan de los bienes de la comunidad (la libertad, la igualdad, el saber, la virtud, las riquezas, la justicia, el reconocimiento) mientras que al pueblo les son negados? En definitiva, ¿por qué unos están destinados a mandar y la mayoría a obedecer? Así, esa anarquía, ese gobierno sin fundamento, invierte la carga de la prueba para decirle a la comunidad que es la dominación y la desigualdad la que carece de fundamento.

Finalmente, eso que se presenta como “pobre”, “bajo”, sin cualidad, el puro número del pueblo reunido en asamblea, resulta ser aquello más maravilloso para la política y más excepcional de la historia: la posibilidad de que el conjunto de la comunidad se pregunte a sí misma sobre cómo quiere organizar la vida social, sobre cómo gobernar y ser gobernados, sin aceptar que su respuesta provenga de injustificadas jerarquías impuestas (la raza, el sexo, la clase, las capacidades, etc.). Esa es la gran sabiduría política no reconocida –obviamente porque es inconveniente para los pocos– que introdujo la democracia en nuestra historia, y todavía tiene mucho para decir y hacer.

Por supuesto, además de democracia, hay muchas otras palabras que han formado y forman parte del lenguaje político. En general, se trata de conceptos que han gozado de una mejor imagen. Todo ese vocabulario político que mencionás tiene, como la democracia, una historia propia y se encuentra presente en momentos históricos en los que la democracia no era una referencia positiva. No podemos aquí recorrer esa compleja historia, pero sí podemos pensar qué le agrega la democracia a esas palabras. Si la democracia no es solo un sustantivo que define una “forma de gobierno”, sino un modo de entender y practicar la política, ensayemos su potencia como un adjetivo. Entonces, podemos interrogarnos qué implica hablar de una república democrática, una soberanía democrática, un poder democrático, una ley democrática, una sociedad democrática, una economía democrática, etc.; porque alguien nos puede hablar del Estado, de la república o del gobierno de la ley, e incluso de la libertad y revolución, pero no por eso estar pensando en una forma de vida democrática.1

GD: Tomo esto último que proponés para pensar dos orientaciones en torno de la democracia: pensar la democracia como forma institucional (parlamentaria, republicana, estatal y gubernamental, etc.) y pensarla como modo de vida, esto es, la democracia entendida como democratización de los saberes y poderes, de lo público y común, como manera singular de vincularnos con los otros, a partir de asumir la pluralidad como hecho esencial de la condición humana. Estas orientaciones, énfasis o maneras de comprender la democracia pueden funcionar de modo complementario, pero también a partir de tensiones lógicas que el dinamismo mismo de la vida democrática plantea. Es decir, en ocasiones la democracia institucional le da un marco a las formas de vida democrática, en otros las limita o directamente las ignora.

Se me ocurren dos ejemplos muy distintos de nuestra experiencia reciente para pensar esta relación ambivalente. En los años 80, por ejemplo, el consenso construido en torno del Nunca más, ofició de marco de referencia para todo modo de vida que asumiera que la construcción de la convivencia común, que la idea de participación social y política solo era posible en dicho marco. En los años 90, en cambio, al tiempo que la democracia representativa parecía consolidarse en algunos de sus rasgos, fue haciéndose evidente –sobre todo en la segunda mitad de la década– que esa representación no cesaba de separarse de los movimientos de democratización y resistencia (de los trabajadores desocupados, por ejemplo) que la misma sociedad iba instituyendo ante una situación económica y social que mostraba signos cada vez más nítidos de agotamiento. El momento 2001-2002, con lo que supuso de movilizaciones, rupturas y caídas –no solo de la convertibilidad o de un gobierno– implicó poner otra vez en cuestión qué entendemos por democracia, más allá y más acá del voto.

En este punto, para pensar estas tensiones de nuestra experiencia histórica junto a la complejidad que abre el recorrido semántico sobre la voz democracia que venimos proponiendo, podríamos invocar un nombre, que es a la vez el de una excepción reconocible en la historia conceptual, el nombre de quien entrevió en la palabra y en la historia de la voz democracia otras posibilidades: nos referimos a Baruch Spinoza, que en aquellos años de movilizaciones y rupturas fue releído con intensidad en Argentina, y no solo en ella, por sus ideas de deseo, potencia, conocimiento y multitud. Invoco este nombre, además, porque entiendo que es uno de los autores que has estudiado con pasión.

ST: Siempre ha existido una tensión entre el demos y el kratos, entre las búsquedas colectivas por nuevas forma de vida, más libres e igualitarias, y la posibilidad de su institución y gobierno. En nuestro lenguaje político, que es moderno (aquí tendríamos que pasar de la Grecia antigua a la Revolución Francesa y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano), podríamos plantearlo a partir de la tensión entre la soberanía popular y el gobierno representativo, de acuerdo a las reglas del derecho presente en nuestras Constituciones. Ambas dimensiones forman parte de eso que llamamos política y creo que son imprescindibles, pero no por eso indistinguibles y menos aún armónicas. Como toda tensión, nos presenta problemas, es motivo de conflictos que han forjado los múltiples sentidos y prácticas políticas hasta nuestros días. Pero entiendo que la democracia tiene malos y buenos problemas o, para decirlo en otros términos, problemas que se presentan de forma conservadora y conducen a respuestas conservadores y problemas que se presentan de forma creativa y conducen a respuestas creativas.

Sin avanzar en un análisis más concreto de esos momentos de nuestra reciente historia democrática que vos has mencionado, podríamos pensarlos como tensiones entre formas conservadoras y creativas. Son conservadoras aquellas formas que, desde las instituciones, le dicen a la ciudadanía que se ocupen de lo suyo, porque la función de las instituciones es administrar la sociedad; una posición que produce una distancia entre gobernantes y gobernados, aunque su efecto más terrible es promover una distancia entre los propios ciudadanos, al generar un abismo entre lo privado y lo público, lo propio y lo común. Los conflictos son creativos cuando las instituciones logran recuperar los lenguajes y las prácticas colectivas para inventar nuevas formas, para que las demandas y reivindicaciones que surgen de la vida democrática encuentren una expresión y una garantía en las instituciones, generando un marco y un sostén que legitima y promueve su práctica cotidiana, así como su necesaria e inevitable discusión permanente. Una cosa muy interesante que sucede en las democracias es que, contra la lógica del sentido común (conservador), los momentos de mayor crisis surgen cuando se impone el discurso conservador, el discurso del orden; mientras que los momentos de mayor vitalidad están ligados a la movilización social en torno a motivos que ponen en discusión lo público y lo común, y encuentran en las instituciones lugares donde producir efectos que transforman la geografía de nuestra sociedad.

Quisiera recuperar la mención que has hecho de Baruch Spinoza, un filósofo moderno del siglo XVII muy interesante, al que el pensamiento contemporáneo ha vuelto porque en su obra encontramos una reflexión sobre una cantidad de temas que la tradición ha denostado, como el cuerpo, las pasiones, la imaginación, entre tantos otros. Pero nos quedemos con ese Spinoza que nos sorprende con otra idea: fue el único filósofo moderno que usó la palabra “democracia” en un sentido positivo. Para Spinoza la democracia designa la forma de gobierno más natural para organizar la vida humana en común. Una “anomalía salvaje”, como lo denominó Antonio Negri (uno de sus lectores contemporáneos más importantes), porque además de hablar de democracia la dotó de una potencia transformadora inusitada para la época y para nosotros también. Si tuviese que pensar en algún aspecto de todo el desarrollo implicado en este concepto, recuperaría dos. El primero es el de multitud: que, provocativamente, no designa un cúmulo desordenado de individuos (como lo definió la tradición), sino ese colectivo sin cualidades específicas más que la potencia común de actuar en conjunto para incrementar sus derechos. Por eso, dice Spinoza, la democracia es el gobierno de la multitud libre. El segundo, que entiendo que en nuestro país y nuestro sur-continente ha sido central en los últimos años, es el de derechos. Spinoza nos ofrece una muy interesante manera de considerar a los derechos en la democracia. A diferencia de la tradición liberal, no considera los derechos exclusiva y excluyentemente individuales, radicados en nuestra naturaleza, que el Estado tiene que resguardar a cambio de una absoluta obediencia a su autoridad. Spinoza piensa los derechos democráticos como derechos colectivos, comunes, que son creados cuando una multitud libre se asume activamente como el poder instituyente de la sociedad y sus instituciones. Es el derecho común lo que hace comunidad política, porque cuando el derecho común es más que la suma del derecho de cada uno, cada uno tiene más derecho que el que podría tener individualmente. Pensar así los derechos nos permitiría reflexionar sobre los sentidos implicados en las políticas de “ampliación de derechos”, de “creación de nuevos derechos”, de “reconocimiento de derechos” no solo como políticas que nos benefician individualmente, sino como políticas democráticas orientadas a lo común, que instituyen un común en su misma producción. Una interesante perspectiva para incorporar, por ejemplo, en nuestra defensa del derecho a la educación (en las antípodas de la educación como mercancía).

Libertad, igualdad y democracia

GD: En línea con la revisión y reinvención que la idea de democracia ha tenido en el siglo XX, nos gustaría mencionar dos autores muy distintos que forman parte de las lecturas que hacemos en ISEP y que reivindican el valor político de la democracia: nos referimos a Hannah Arendt y Jacques Rancière. Ahora bien, si la democracia en Arendt es lo opuesto al totalitarismo, es la expresión de lo irreductible de la condición humana plural, incluso de la natalidad y por ende de la libertad, en Rancière expresa aquel fondo anárquico del que hablábamos antes, vinculado al principio de igualdad que pone en entredicho la estabilidad de todo orden: la democracia en este sentido, se verifica en actos concretos, “solo se confía en la constancia de sus propios actos”. ¿Cómo pensar juntas estas dos filosofías, con sus diferencias, con el objeto de enriquecer nuestra mirada sobre la democracia?

ST: Has mencionado a una pensadora y un pensador que provienen de tradiciones diferentes, cuyas obras también se escribieron en momentos diferentes de la historia. Ambos son agudos lectores de ese origen clásico de la política que mencionamos al principio. Pero, sobre todo, agudos lectores de la política después de un segundo momento histórico fundamental para entender nuestra idea de democracia: la Revolución Francesa y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. Momento fundacional, porque la libertad, la igualdad y la propiedad se universaliza, considerándolos derechos originales e inalienables. Sin embargo, la institución de esta universalización en el Estado de derecho y el sistema representativo que hoy define a la democracia no agota ni responde totalmente a los conflictos políticos que se le presentaron o que existen actualmente, a pesar de que se presente como la fórmula al fin descubierta e insuperable de la organización de la vida social humana.

Entiendo que, más allá de las diferencias entre sus filosofías –que no son pocas y no podremos tematizar aquí, aunque algo señalaremos– comparten algunas cuestiones centrales. En primer lugar, ambas se interrogan por lo propio de la política, distinguiéndola de otras esferas y racionalidades presentes en la vida social (como la economía o el derecho). En segundo lugar, ambas consideran a la política en términos de acción, de praxis (la política existe allí donde los sujetos actúan en conjunto, no es un núcleo de principios normativos que regulan las relaciones humanas o una técnica para conducir los comportamientos sociales). En tercer lugar, para ambos la acción posee dos dimensiones singulares: el lenguaje y la capacidad de introducir lo nuevo en el mundo (porque es en el lenguaje donde se instituyen los marcos que determinan nuestro mundo y se nos asignan lugares y funciones, pero también el modo a partir del cual aparecemos en el mundo, ante otros y con otros, para cuestionar esos marcos e introducir algo nuevo, que no estaba antes).

Ahora bien, es muy interesante considerar –como bien lo has señalado– la centralidad que le otorga Arendt al concepto de libertad y Rancière al de igualdad. Sin explayarme en las implicancias contenidas en cada concepto, sí creo que podemos reconocer que tanto la libertad como la igualdad se verifican en el terreno de la acción. No son postulados abstractos ni atributos de nuestra “naturaleza”, sino posibilidades que han acontecido en la historia y que forman parte de nuestra condición como seres que compartimos un mundo común.

Tanto Arendt como Rancière han acompañado nuestras reflexiones sobre la política y, en particular, sobre la democracia porque nos han permitido pensar esas dos dimensiones de la acción política que entiendo son fundamentales: una crítica, disruptiva, que nos permite reconocer las emergencias de aquello que no había sido contado en las partes de la “ciudad”; la otra, que encuentra en ese movimiento la posibilidad de fundar algo nuevo, transformar el orden de cosas existente, de generar nuevas instituciones. Ambas dimensiones implican también la permanente interrogación, propia de la acción concertada, ya que –como se sigue de ambas perspectivas– todo orden es contingente y, por eso, puede cambiar. Si, más allá de sus diferencias, en Argentina los hemos leído conjuntamente es porque nos han permitido reflexionar sobre dos ineludibles dimensiones de la política. En nuestras sociedades profundamente desiguales, no podemos dejar de considerar el histórico rol que han jugado las instituciones del Estado para incorporar en el espacio público y en el reconocimiento de los derechos a sectores excluidos por los poderes hegemónicos: excluidos de los bienes que produce nuestra sociedad, pero sobre todo excluidos del orden de las palabras audibles. Entonces, conviene pensar en las tensiones entre acción e institución como parte de la vida democrática y no quedarse solo con una u otra dimensión de la política. Por eso es tan productivo leerlos a ambos, recuperando esa autonomía del pensamiento que los dos nos enseñan.

Es muy interesante que comentes que, en esta revista y en una institución dedicada a la educación, Arendt y Rancière son autores que aparecen con cierta regularidad. Porque, más allá de los textos específicos que cada uno le dedica al tema de la educación, ambos nos ponen a pensar sobre dos cuestiones fundamentales de la experiencia de la enseñanza y el aprendizaje. En primer lugar, poder pensar la educación en términos de la acción, pensar en la acción educativa, en el acto educativo como generador de un espacio y una lógica propia. En segundo lugar, porque podemos reconocer dos dimensiones políticas del acto educativo, entre la historia y el acontecimiento: la memoria, que nos convoca a conversar con el pasado para recuperar aquellos legados que abrieron nuevos mundos y que, en parte, persisten en el nuestro; y saber que de esa conversación no se siguen normas o reglas indiscutibles, porque como seres actuantes la igualibertad nos permite iniciar algo nuevo, recomenzar, que es nuestra forma de ser en el mundo. Dos aspectos que podríamos considerar para imaginar una educación democrática.

GD: Retomo estos últimos señalamientos porque, entiendo, resultan claves para pensar la escuela y la educación democrática: me refiero al estatuto de la acción y a la dialéctica, sugerida entre tu intervención, las memorias a revisitar, sostener y recrear, y la exigencia de novedad de los recienvenidos, o de los nuevos, para decirlo con Arendt. Me parece muy atinado mostrar de qué modos estos autores relacionan, cada uno a su manera, libertad, igualdad y educación. En este sentido, además de subrayar la importancia de poner en relación estas tres cuestiones, es preciso destacar el hecho de que Arendt y Rancière –lectores heterodoxos de Kant– piensan la democracia a partir de la acción y el juicio reflexivo, desde los actos cotidianos, no solo institucionales, que sostienen en su inmensa fragilidad lo público y plural que la democracia expresa.

Desde luego, como bien advertiste, los énfasis son distintos tanto en lo referido al acto educativo como en la manera de pensar la institución de lo político. Arendt no pierde de vista la necesidad de sostener ciertas jerarquías de valor en el plano de la transmisión de conocimientos que implica la presentación del mundo a los nuevos, presentación que forma parte de las responsabilidades indelegables de los adultos. En todo caso, las formas que tome la transmisión, las políticas de la transmisión, se deberán discutir de manera pública y abierta. Rancière, por su parte, lleva el análisis sobre la democracia al límite para pensarla junto a las libertades del pueblo para instituir debates y conmover el “reparto de lo sensible”. También se arriesga a pensar, contra las pedagogías más dogmáticas, las implicancias de asumir la tarea del “maestro ignorante”, es decir, de aquel maestro que se anima a ignorar la desigualdad para proponer la aventura intelectual de la igualdad, de animarse a recorrer el círculo de la potencia.

Con todo, más allá de matices y de las múltiples diferencias que podríamos encontrar entre ambas filosofías, hay un espíritu crítico que nuestro tiempo necesita incluso para sostener mínimos pactos convivenciales que hacen a toda sociedad democrática, porque en sus filosofías nunca se renuncia a la posibilidad de pensar con otros, de comprender el estatuto de los acuerdos y los desacuerdos y, sobre todo, de pensar que la educación es un lugar de aprendizaje intergeneracional, de encuentro entre lo viejo y lo nuevo, entre el pasado y el futuro, para decirlo, otra vez, con Arendt.

ST: La relación, siempre polémica, entre el pasado y el futuro, entre anteriores y nuevas generaciones, es una cuestión que atraviesa a toda la sociedad, como al pensamiento político y filosófico. Pero la escuela es un lugar paradigmático para pensarla: en primer lugar, porque la encarna en el vivo encuentro entre niños, jóvenes y adultos; en segundo lugar, porque recepta una doble demanda, a veces contradictoria, que, por una parte, le reclama que transmita los valores culturales heredados y, por otra, que forme para el futuro, sin considerar que muchas veces esas perspectivas entran en conflicto. No se trata de un problema a resolver, no existe una fórmula que combine sin fricción la conservación de lo que estimamos valorable o imprescindible y la libertad que se abre a lo nuevo.

La cuestión, tanto para Arendt como para Rancière, es la de generar una escena en donde este encuentro conflictivo se haga posible. Arendt pone el acento en la conversación, en la discusión pública, que permite generar marcos de comprensión para una acción que siempre se enfrenta a su propia indeterminación. Rancière pone el acento en el disenso, hace de la indeterminación misma aquello que puede poner en cuestión los marcos de referencia de un orden determinado. Para ambos, sin embargo, la historia, ese pasado que todavía nos puede hablar, es ese conjunto de escenas que trajeron algo nuevo al mundo. El pasado no nos dice qué podemos hacer, del pasado aprendemos que podemos hacer, porque el tiempo se encuentra abierto cuando actuamos.

Volviendo a la escuela, y a esa perspectiva que introdujimos con la palabra generación, entiendo que puede ser pensada justamente como una escena, un escenario en el que se pueda dar lugar al encuentro generacional. Todo presente está compuesto por múltiples generaciones y ninguna tiene el privilegio de encontrarse más cerca de la actualidad, todas forman parte de este mundo común y hacen a su pluralidad. Nos reconocemos con diferentes responsabilidades, pero la distribución de los roles no puede resolver de antemano a quién le toca conservar y a quién innovar; cada generación es una condensación de ese dilema. Cuando esa cuestión se cree resuelta, cuando se ordena la escena en términos cronológicos, es cuando más se ensancha la distancia generacional. Cuando las generaciones se encuentran, se desordena el tiempo lineal y nos permite asumir una perspectiva reflexiva y crítica sobre el presente. El pensamiento se ensancha a partir de una pluralidad de perspectivas que implican también una pluralidad de tiempos, de modos de ver, experimentar y hablar. Ese encuentro, que es complejo, conflictivo y frágil, requiere de una escena en donde pueda darse, porque no es ni necesario ni espontáneo. Comprende algo de lo que, como dijimos, tanto Arendt como Rancière llaman política. Es difícil imaginar la generación de lazos activos para sostener colectivamente aquello que valoramos y abrazar sin temor ni hostilidad a aquello que lucha por ser reconocido, sin preocuparnos ni hacernos responsables por procurar las diferentes escenas que lo posibiliten. Si perdemos esa preocupación, si la dejamos librada a un mundo que produce y promueve la fragmentación, veremos cómo se disuelven ante nosotros eso que llamamos consensos sociales básicos o ideas compartidas, inclusive la idea misma de democracia. Por eso la escuela es un espacio tan fundamental para nuestra vida democrática.

Contemporaneidad de la democracia

GD: La idea de democracia y sus sentidos fue ampliándose en las últimas décadas en una doble dirección: por un lado, la de los condicionamientos cada vez extendidos a las democracias representativas por parte de poderosas corporaciones globales y locales cuyo poder económico le pone límites a los sueños de la voluntad popular; por el otro, la importancia cada vez más creciente de nuevos actores sociales que transforman a esa voluntad en otra cosa: feminismos, movimientos de derechos humanos, movimientos medioambientales, movimientos sociales de trabajadores informales o desocupados –algo de esto ya lo venimos mencionando–.

Entre ambas direcciones, situada en forma cada vez más influyente sobre la vida social, aparece la irrupción de una nueva forma de desarrollo tecnológico y de capitalismo, el llamado capitalismo de plataformas, que determina que una y otra dirección tengan una nueva velocidad e intensidad. ¿Cómo pensar la perdurabilidad de la democracia, de lo que exige como forma de lo común, ante este nuevo diagrama de fuerzas sociales, económicas, institucionales?

ST: Tu caracterización es muy acertada, porque lo que podemos ver es que el poder de los pocos se encuentra cada vez más concentrado y el poder de los muchos es cada vez más plural. Eso nos plantea una escena bastante diferente a la que –aunque de una manera simplificada– planteamos al principio, evocando los orígenes de la democracia, porque las formas de dominación y exclusión del demos son diferenciales. También, porque se trata de poderes concentrados y movimientos sociales que trascienden la territorialidad del Estado nación en sentidos, por supuesto, diferentes: corporaciones transnacionales que condicionan a los Estados y movimientos cuyas reivindicaciones se comunican y se nutren de experiencias comunes a otras sociedades y trascienden las fronteras propias. Esto no implica, por supuesto, que cada sociedad deje de pensar en su particularidad histórica y persiga sus conquistas concretas. Por caso, creo que sería difícil explicar la potencia del movimiento feminista en Argentina y su valorada repercusión mundial sin atender a su vinculación con el también potente movimiento de los derechos humanos, y en particular con Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, esas mujeres que se enfrentaron al poder absoluto de un Estado terrorista y continuaron luchando en democracia por la memoria, la verdad y la justicia.

Pero la cuestión, como la has planteado, genera un interrogante sobre el lugar del Estado y de las instituciones públicas en función de aquello que lo define formalmente como Estado democrático: la representación. Atendiendo a una doble consideración: a quién representa y cómo representa. Lo que se suele denominar crisis de la representación tiene este doble aspecto: por una parte, hay crisis si el Estado se somete a representar los intereses del poder concentrado; pero también hay crisis cuando la unidad de la representación estatal no logra contener a la pluralidad de demandas y reivindicaciones presentes en nuestras sociedades. Dos problemas diferentes, pero muy vinculados: porque el único poder que tiene un Estado democrático para hacer frente a los intereses corporativos es el poder otorgado y sostenido por el pueblo. El Estado puede querer ser un mediador entre los intereses de los pocos y los muchos, pero en ese rol es muy impotente. Solo un Estado democrático, que se legitima y sostiene en y por el pueblo, puede conseguir el poder suficiente para enfrentarse a los poderes propios de este capitalismo en el que vivimos.

También has planteado una segunda cuestión que nos permite pensar la democracia más allá de la representación. Porque esos poderes corporativos concentrados actualmente actúan bajo nuevas formas de expansión y reproducción del capital, sobre todo a través de novedosas tecnologías que están transformando dimensiones fundamentales de nuestra sociedad, desde el trabajo y la educación, hasta los modos mismos de la comunicación y la socialización. Si antes hablamos de pluralidad, ahora tenemos que referirnos a la fragmentación social, que no es lo mismo. Porque estos poderes corporativos no solo afectan a la democracia condicionando a los Estados, también la afectan a partir de la introducción desregulada de nuevas tecnologías de plataforma que escapan a los esquemas a partir de los cuales los Estados y las sociedades se han organizado para democratizar diferentes esferas o espacios de nuestra vida social, disociando a los individuos de esos lenguajes comunes. ¿Cómo pensar los derechos laborales bajo esquemas como los de Rappi o Uber? ¿Cómo pensar la idea de opinión pública a partir de la multiplicación hacia el infinito de plataformas de información y desinformación? ¿Cómo pensar la participación social y política frente a las extendidas interacciones virtuales, en donde se “expresan” gustos y disgustos a partir de likes? ¿Cómo pensar la comunicación, incluyendo la comunicación intergeneracional, si nuestras preguntas pueden ser respondidas por una atemporal inteligencia artificial? Y las incertidumbres se multiplican exponencialmente. Por lo pronto, solo en referencia a una de las cuestiones que hemos mencionado, creo que no hemos podido pensar con claridad qué significa democratizar las tecnologías, más allá de apelar a dos recursos que a veces parecen contradictorios: por una parte, solicitar un mayor control y, por la otra, promover una mayor accesibilidad social a su consumo y su uso.

Para la educación este tema es una cuestión central. Porque las instituciones educativas, en sus diferentes niveles, se han presentado históricamente como “escuelas de democracia”. Pero ¿qué significa hoy democratizar la educación cuando esos fundamentales motivos –como la relación entre docente y alumno, escuela y comunidad o conocimiento y libertad (por mencionar solo algunos)–, que hemos cuestionado y transformado para que no se conviertan en modos de la reproducción social, se encuentran todos asediados –sobre todo luego de la pandemia, que aceleró estos procesos– por una multiplicación de nuevas tecnologías (la mayoría de las cuales no tienen ni en su origen ni en su fin una función educativa)? Nuevas tecnologías que, en muchos casos, conllevan nuevas formas (muchas muy preocupantes) de reproducción social acrítica, excluyente e incluso violenta. Por supuesto que no podemos tener una respuesta conservadora o demonizadora sobre la tecnología, pero tampoco podemos correr el riesgo de suponer que la respuesta a la pregunta por una educación democrática se encuentra en la tecnología, depositándola en manos de los “expertos”. En la educación, como en la política, la tecnocracia es una de las más peligrosas regresiones a eso que mencionamos al principio, presente en los orígenes de la democracia: la división social del poder entre quienes poseen los atributos para gobernar y decidir –los que “saben”–, y los cualquiera, destinados a ser gobernados y obedecer –porque “no saben”–.

Los actuales cuestionamientos a la educación pública, que dicen que los docentes son ignorantes y se dedican solo al adoctrinamiento, nos conducen a dos situaciones muy problemáticas si, como bien lo planteás, queremos pensar en el mundo actual nuevas formas de lo común: la primera, que nos entrega al poder de los “técnicos expertos”, que aparecen como agentes transmisores de saberes neutrales y productivos; la segunda, que nos priva de establecer una imprescindible conversación con las nuevas generaciones de docentes y estudiantes, que encuentran sentidos y creatividad en las plurales reivindicaciones presentes en nuestra sociedad. ¿Qué idea tan temerosa de la democracia nos llevaría a excluir del ámbito de la educación a los feminismos, a los movimientos LGTBIQ+, a los ecologismos? ¿Cómo establecer puentes entre las nuevas generaciones y los movimientos históricos, que portan invalorables memorias e indiscutible actualidad, como las organizaciones indígenas y campesinas, los movimientos por los derechos humanos, los movimientos obreros, etc.? Si la democracia, como la educación, es una práctica, creo que es importante pensar en la educación democrática a partir de las prácticas que recrean y reinventan lo común. Cuando uno logra construir, sostenerse y aprender en esas redes, es cuando podemos descubrir, como creo que sucede, usos democráticos de las tecnologías, entre tantas otras cosas fundamentales para un vida en común emancipada.

GD: Muy valiosa toda tu reflexión, sobre la que me gustaría dar una vuelta más para pensar en torno a dos relaciones que señalaste en esta caracterización de la escena contemporánea: la primera, la relación entre escuelas y democracia, con todo lo que supone pensar una “educación democrática”; la segunda, la relación entre la vida democrática y discursividad “técnica”. Me interesa que nos demoremos aquí porque ninguna de las dos resulta obvia ni sencilla y a la vez ambas parecen centrales para pensar nuestra actualidad.

Por un lado, pensar las escuelas implica asumir que su relación con la democracia, no como saber histórico transmisible, sino como práctica real, es relativamente reciente en Argentina, es decir, tiene una historia de cuatro décadas, porque en buena parte del siglo XX se habló de democracia, incluso se la estudió y enseñó como forma de gobierno durante las dictaduras, pero todos sabemos que la construcción de una ciudadanía democrática necesita de prácticas concretas en las cuales reconocerse. Toda esta historia nos habla de cierta fragilidad, también de la dificultad para asentar ideas y hábitos que las escuelas (de un modo ciertamente dispar y no sin dificultad) intentan enseñar y poner en práctica: el respeto por el otro, el cuidado de los bienes comunes, el aprendizaje de ciertas competencias, el cultivo del conocimiento, las virtudes de la investigación y la cooperación. La relación de las escuelas con las prácticas democráticas se asienta en el reconocimiento de las leyes y actos comunes (desde comprender un reglamento hasta imaginar con otros las formas de un acto escolar), pero sobre todo en explorar y reflexionar en torno de los lenguajes más diversos, a partir de los cuales se aprenden las cosas del mundo, las que remiten a la historia, la geografía, las matemáticas, la economía, las artes, la tecnología, las letras, la ecología y la filosofía, todas claves para la vida democrática común.

Por otro lado, también en relación con lo que venimos intercambiando, vos señalabas el discurso de los expertos, el de los técnicos que están desligados de estas prácticas comunes sobre lenguajes diversos, pero que cuentan con la fuerza global que adquieren enunciados e imágenes cuando están revestidos con la idea de eficacia económica, incluso salvífica. He aquí una cuestión decisiva: ¿qué lugar tiene la escuela en esa lengua de los expertos y de los salvadores? Desde ya, no hablamos del conocimiento amplio y profundo sobre un tema específico, todo aquello que pueden darnos los saberes científicos y las investigaciones públicas. Hablamos de una lengua diferente: la que ejercen aquellos que hablan del futuro con fuerza oracular, que trabajan de manera acrítica en aquellas corporaciones que mencionamos y que no tienen con la democracia ningún compromiso especial, porque incluso la democracia en sus diversas formas puede ser un obstáculo. Vuelvo a la pregunta: ¿qué lugar tiene la escuela aquí? ¿Qué lugar puede tener la “educación democrática”? Entendemos que para los que tienen intereses muy específicos la escuela no parece ser el lugar universal que nos vincula con otras instituciones democráticas, abiertas y críticas. Porque en la escuela todavía se aprende respecto de la vida democrática lo que no se aprende en ningún otro lugar. En este sentido, no dejo de preguntarme si en la discusión pública sobre los usos de la técnica, de los saberes de las ciencias sociales, exactas, de los saberes estéticos y políticos, no tiene que tener un lugar mucho más importante la escuela en todos sus niveles, no simplemente como lugar hacia el que proyectar la divulgación de saberes, sino como lugar donde compartir un conocimiento que es público y que tiene que enriquecer lo público y lo común, que forma parte del espíritu de las escuelas y de lo que llamamos la educación democrática.

ST: La pregunta por una educación democrática contiene todas esas cuestiones que has planteado y seguramente muchas más que podríamos seguir abriendo, porque en principio entiendo que un núcleo fundamental trata sobre una manera de entender la educación que pone en el centro la pregunta, el cuestionamiento, la crítica y la reflexión sobre nuestro mundo. No es una pregunta retórica, que esconde bajo la manga una respuesta ya elaborada, sino la pregunta que instituye a la escuela como una comunidad de interrogación, que nos ofrece el conjunto de los saberes disponibles para ayudarnos a saber preguntar y a contar con valiosos recursos para ensayar respuestas posibles. Si uno reduce la educación a una técnica y la pone en manos de los técnicos, en lugar de inscribirla dentro del horizonte más amplio de los saberes científicos, culturales, políticos (que es su ámbito más propio), corre el riesgo de reducir y empobrecer el mundo humano y no humano con el que necesariamente estamos vinculados. Para poner un ejemplo un poco tonto, para un martillo el mundo se reduce a un clavo. Podemos aprender su uso más preciso, pero en el uso también se encuentra implicada nuestra creatividad, que puede hacer de esa herramienta muchas otras cosas, como una obra de arte, un símbolo que exprese el trabajo, un juguete que lo convierte en un objeto lúdico, etc. Pensemos ahora en un ejemplo un poco más complejo, como los algoritmos que diseñan las nuevas formas de la comunicación social; allí la riqueza y amplitud del lenguaje humano se reduce a algoritmos sobre preferencias procesables que condicionan aquello que, en primera instancia, se nos presenta como el infinito mundo de la web. El ejemplo es más complejo porque mientras que el martillo no oculta ningún secreto sobre su reducido mundo (que nosotros podemos ampliar), las nuevas tecnologías no solo funcionan con procedimientos que desconocemos, sino que operan sobre lo más singular de lo humano, que es nuestro lenguaje, modo constitutivo de nuestra interacción social y de nuestra autopercepción. Por eso, la necesidad de introducir las nuevas tecnologías en la educación no solo supone desarrollar las competencias específicas para poder utilizarlas e incluso producirlas, sino que requiere también incorporarlas como una parte más de aquello que una comunidad tiene que poder interrogar a partir de esos múltiples saberes y lenguajes con los que disponemos.

Ahora bien, la relación entre la técnica y el saber excede eso que denominamos tecnología. Por eso, imaginamos que el libre juego de los saberes debería suceder con todos los objetos de conocimiento, incluyendo aquellos que recién mencionaste relativos a la misma idea de democracia, para que la vida política de una comunidad no se reduzca a un conjunto de normas, leyes y procedimientos sobre lo permitido y lo prohibido, sobre derechos y obligaciones, etc., que es la manera mediante la cual se enseñó el significado de la democracia. La democracia, por lo menos la idea que más me interesa, se presenta excediéndose a sí misma, abriendo el horizonte, ampliando sus límites. Al respecto, la escuela tiene una oportunidad única, porque es un momento en el que esa pluralidad que somos se encuentra con una pluralidad de saberes, y en esa pluralidad ampliada podemos ensayar modos democráticos de relacionarnos con el conocimiento que permiten preguntas y respuestas creativas en las que nuestra relación con el mundo, los otros y nosotros mismos se abra a posibilidades no imaginadas.

Quienes repiten que la escuela no sirve para nada, que está alejada del “mundo”, tienen una visión estrecha de la escuela y, sobre todo, del mundo. Por eso, se despreocupan por las garantías que el Estado debe asumir para sostener y promover un espacio en el que se generan vínculos únicos e insustituibles. No es casualidad que los discursos que denostan la escuela pública (así como a las universidades públicas y las agencias de investigación y desarrollo estatales) provienen de aquellos que también adoptan posiciones oraculares y salvíficas, porque primero hace falta reducir la vida social a una estrecha visión de la realidad, reducirla a un clavo, para luego decirnos que tienen el martillo con el que resolverá todos los problemas (incluyendo en esa solución ese otro uso posible y nada creativo como es darnos un golpe en la cabeza si protestamos demasiado).

El último comentario que hiciste es muy interesante y toca una cuestión de fondo, con la que muchas veces tiene que lidiar la escuela sin que se la haga partícipe de la discusión. Entiendo que muchas estructuras, representaciones y distribuciones de roles y jerarquías podrían ser pensados de otra manera si eso que llamamos educación democrática se fortaleciera con otra idea, la del conocimiento como un bien público y común. Si pudiéramos considerar al conocimiento –bajo todas sus formas– como esa maravillosa producción en la que ha estado involucrada nuestra sociedad y otras sociedades; que proviene de tiempos pasados, que nosotros retomamos, modificamos y legamos a las nuevas generaciones; que ha surgido de la creatividad, la cooperación y la crítica de infinitos actores, individuales y colectivos; si lo vemos como a nuestro lenguaje, sin creador ni propietario, como una dimensión constitutiva de eso que llamamos humanidad (y, por eso, el conocimiento es también un derecho humano universal), creo que en ese gran atlas de la vida, la escuela podría ser considerada una parte fundamental, un eslabón o una estancia de un circuito que no tiene comienzo ni fin. La escuela es parte fundamental de ese universo del conocimiento si es que lo entendemos como un derecho y un bien común. Estoy convencido de que ese espíritu subyace a los mejores imaginarios de la escuela argentina y de la educación democrática que anima sus prácticas. Por eso tenemos que continuar ensayando posibilidades y nuevas perspectivas para pensar y actuar, sin obnubilarse con ideas que se presentan como novedosas, pero esconden viejos intereses excluyentes. Si, como se suele afirmar, vivimos en la era de las sociedades del conocimiento, la privatización del conocimiento es una forma indirecta de privatización de la educación (y viceversa), que pone a la escuela como consumidora o receptora de algo que le pertenece a otro. Cuando el conocimiento puede ser vendido, prestado o incluso donado, genera una deuda para la institución y sus miembros –docentes y estudiantes– que se paga con la aceptación de las jerarquías en la división social de las inteligencias.

Vos has dicho algo que se encuentra muy bien con esto que he planteado: en el acto mismo de poner en común el conocimiento, de hacer del conocimiento un bien común y un asunto común, la escuela resulta un espacio esencial para la democratización del conocimiento y, en definitiva, para una democracia que persiste en luchar por la libertad, la igualdad y la solidaridad. Soy consciente de que no siempre es sencillo adoptar y compartir esta perspectiva. La escuela se encuentra muy golpeada, no solo por las carencias que se materializan en sus aulas y pasillos, y el trato mezquino hacia quienes la habitan, sino también porque se ha convertido en la frontera no declarada donde se libra una contienda entre lo común y los poderes que históricamente buscan apropiárselo. Por eso es imprescindible sostenerla, fortalecerla, reconocerla y reinventarla como una activa partícipe de eso que en esta conversación hemos llamado vida democrática.

GD: Gracias, Sebastián, por aceptar la invitación, y por las ideas que generosamente compartiste. Hay mucho para pensar en torno a la vida democrática y a lo que supone el acto educativo en nuestras instituciones.

Imágenes y palabras para seguir pensando

Durante la conversación nos propusimos elegir un objeto, filme, foto, libro que diera cuenta en su singularidad de algún aspecto de estos 40 años de democracia en Argentina, con sus promesas cumplidas y no cumplidas. Pensar la democracia es pensar lo que se ha cifrado en esas promesas, en su estatuto actual y también en los desafíos que enfrentamos para participar en su realización o transformación. Desde Scholé elegimos algunos e invitamos a imaginar otros para compartir con nuestros colegas y estudiantes:

Cuarentena. Carlos Echeverría, 1983

Pensar y registrar la experiencia argentina después del terror, en el umbral del retorno a la vida democrática, y hacerlo a partir del retorno de Osvaldo Bayer, escritor y periodista, luego de su exilio en Alemania durante la dictadura. ¿Qué Argentina y qué personas encuentra luego de la larga y obligada “cuarentena”? El filme de Echeverría es un documento muy valioso de aquellas jornadas de 1983 que abrieron la posibilidad de sostener, luego del triunfo de Alfonsín, la institucionalidad democrática sin interrupciones durante cuatro décadas. Lo es porque se respira parte de la atmósfera de aquellos días y, a la vez, de la sensibilidad ante la posibilidad de un nuevo comienzo.

Ausencias. Gustavo Germano, 2006

Se ha discutido mucho si es posible representar el horror, si es posible, conveniente o inevitable que allí quede el silencio, el vacío, el sobrecogimiento ante lo irrepresentable. La fotografía de Germano, transita por el borde en el que se tensionan los imperativos éticos de la ausencia y la memoria. Dos fotografías, una del pasado y otra del presente, el mismo lugar, las mismas personas, en una de ellas la ausencia de los detenidos-desaparecidos de la dictadura cívico-militar. La idea es simple, la imagen es estremecedora, el pensamiento dispara hacia lo que el arte nos puede indicar sobre la materialidad desvanecida de lo cotidiano. Basta una imagen puesta junto a otra para que la serie se multiplique hacia el infinito, hacia cada lugar y cada instante de nuestra existencia posdictatorial. En un momento en el que los discursos sobre la memoria, la verdad y la justicia son bastardeados, tergiversados y erosionados por la repetición mediática, allí están presentes 40 años de arte en Argentina sin los cuales sería inimaginable un porvenir democrático.

Ausencias Argentina (2006)

 

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Sebastián Torres Castaños
Es profesor, licenciado y doctor en Filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba. Actualmente, es profesor de Filosofía Política y Teoría Política en la UNC.
Ha publicado los libros Maquiavelo. Una introducción y Vida y tiempo de la república. Contingencia y conflicto político en Maquiavelo. Junto a Diego Tatián ha editado Las aventuras de la inmanencia. Ensayos sobre Spinoza. Además, realizó múltiples colaboraciones en libros y revistas, tanto nacionales como extranjeras, principalmente sobre filosofía política moderna y contemporánea. Es uno de los organizadores de las Jornadas de Filosofía Política, desarrolladas desde el año 1999, y del Coloquio Internacional Spinoza, desarrollado desde el año 2004. Integra la Red de Filosofía del Norte Grande.

Gabriel D’Iorio
Es profesor en Filosofía (UBA) y doctor en Artes (UNA).
Actualmente es docente universitario en la UNA y en la UBA. Y dirige el Proyecto de Investigación “La imagen resiste, la imagen piensa" (UNA).
Ha trabajado en diversos programas, postítulos y cursos de formación docente.