Schole
Espacio conceptualEdición 11
Sugestivo y auspicioso
Marcio Adriel Olmedo Villalobo 25 octubre, 2022

Sobre Signos de civilización. Cómo la puntuación cambió la historia

Sugestivo y auspicioso, así es el título del libro de Bård Borch Michalsen, traducido al español a comienzo de este año, en el que el académico noruego expone sus entusiastas ideas sobre los signos de puntuación, a los que considera –ni más ni menos que– “signos de civilización”. Los próximos párrafos son una aproximación a algunas de las ideas más destacadas –o destacables– del libro que afirma que la historia cambió con puntos y comas.

Puntos de partida

Como todo libro de divulgación –y este lo es– tiene como objetivo difundir ciertos conocimientos a un público “amplio”, en el sentido de “no especializado”. El que tenemos entre manos dedica sus páginas a considerar un aspecto particular de la escritura desde un punto de vista poco transitado. Pues si aceptamos que la preocupación general por la puntuación no sobrepasa la del uso prescriptivo o correcto, centrada en la forma adecuada de “acompañar” a las palabras, no caben dudas de que la mirada del académico noruego pondera los signos de puntuación de inusual manera.

La propuesta de Michalsen –y este es tal vez su mayor aporte– dota de un profundo espesor y sentido histórico a esas marcas que no están en ningún alfabeto, pero que forman parte de todos los sistemas de escritura. Desde ese punto de vista, la puntuación adquiere peso propio y se le reconoce (o adjudica) una incidencia determinante en la cultura del libro y en las prácticas de lectura modernas (y actuales).

Por eso, para resumir rápidamente las ideas centrales que articulan la obra, nos atrevemos a sintetizarlas enunciándolas como si se tratara de dos tesis: la primera consiste en considerar que la escritura –más precisamente, la alfabética– es una tecnología que “expande” la capacidad de pensamiento y conocimiento; la segunda, que el conjunto de signos de puntuación es un sistema relativamente autónomo respecto a los sistemas de escritura alfabéticos que se corresponde (y coadyuva) a la democratización del acceso a la lectura.

La presencia de Walter Ong

Buena parte de los basamentos del libro (pero especialmente la primera de las tesis implícitas) abrevan en la perspectiva del sacerdote y lingüista norteamericano Walter Ong, quien hace cuarenta años, en una obra que es un clásico en su campo de estudios, conceptualizó a la escritura como una tecnología cognitiva. Esto significa que esta invención generó consecuencias epistemológicas determinantes: la literatura, la religión, la filosofía y las ciencias son las poderosas expresiones que conocemos gracias al despliegue que posibilitó la escritura. Dicho de otro modo: sin la escritura no hubieran sido posibles.

El pensamiento de Walter Ong –y los críticos de su obra lo han señalado lo suficiente– opuso de manera drástica a la oralidad y la escritura; y por extensión, a las sociedades basadas en la cultura oral y las sociedades que dibujan palabras.

En su libro Oralidad y escritura, da cuenta de que fue el alfabeto el que le brindó a la cultura griega una ventaja significativa en la Antigüedad. Al añadir vocales, se democratizó la lengua escrita; cada vez más personas pudieron aprender a leer y a escribir. Los estudios neurolingüísticos sugieren que un alfabeto fonético con vocales favorece el pensamiento analítico y abstracto. El alfabeto latino se cuenta como un pasaje evolutivo del griego a través del alfabeto de los etruscos, quienes dominaban amplias partes de Italia antes del ascenso de Roma, y es hoy el más utilizado del mundo. (Michalsen, 2022, p. 14)

Michalsen acepta y adscribe a la idea de que la escritura es un motor civilizatorio y de prosperidad que permitió la acumulación y el desarrollo de conocimiento. Tal es así que recuerda que, para Ong, “tecnológicamente el lenguaje escrito es mucho más importante que la imprenta y la computadora. De hecho, agrega que ningún invento cambió más el pensamiento humano que la escritura” (2022, p. 144).

Así mismo, ratifica la idea de que la escritura alfabética es “ventajosa” respecto a otros sistemas ya que, al representar sonidos en vez de objetos –como hacían los jeroglíficos egipcios y la antigua escritura china–, permite una forma económica de asociar sonidos y caracteres. Siguiendo este razonamiento, la escritura alfabética occidental surge al servicio de la oralidad y es completamente dependiente de ella. Esta primera escritura alfabética (la de los griegos) no se divide en párrafos ni presenta espacios entre las palabras, tampoco diferencia mayúsculas de minúsculas, pues sencillamente estas no existían:

Nadie consideraba la idea de que un texto era susceptible de ser leído en silencio; estaba escrito para ser leído en voz alta, como una representación de la palabra hablada. En ese momento, escribir no era una actividad independiente y rentable, con identidad propia, sino un registro de lo oral. (Michalsen, 2022, p. 20)

Historización de los signos de puntuación

“Todos los que hacen bien su trabajo son invisibles”
(Fabián Casas, poeta)

Bård Michalsen asevera que los signos de puntuación requirieron siglos de innovaciones para convertirse en el sistema actual. Con hitos fundamentales, en lugares extraordinarios, durante contextos históricos particularmente significativos, personajes imprescindibles contribuyeron de manera especial a su desarrollo. La primera parte del libro –y tal vez la más sustanciosa– convoca a esos innovadores con subrayado énfasis, como un gesto de rescate y de justicia histórica inclinado a desempolvarlos de olvido.

El desarrollo de los signos de puntuación, que culmina en la floreciente Venecia dos años después de la llegada de Colón a sus Indias, plantea un derrotero evolutivo que comienza 200 a. C. en la célebre biblioteca de la mítica Alejandría. Durante mil setecientos años de evolución, la puntuación va cobrando mayor importancia y modificando la naturaleza de la escritura: al comienzo, punto y coma se formulan en favor de la lectura en voz alta, pero, a medida que cobran autonomía y se normalizan, modifican la relación de los lectores con los textos.

El faro de Alejandría

Aristófanes de Bizancio (al que no hay que confundir con el autor de comedias ateniense) advirtió que era necesario dar orientaciones a los nuevos lectores de las –ya por entonces– obras clásicas de Grecia. Para cuando emprende su trabajo, los poemas de Píndaro y las tragedias de Eurípides, por mencionar algunos ejemplos, habían cumplido doscientos años, de modo que para preservar su correcta interpretación juzgó preciso aportar algunas marcas que guiaran a los lectores, muchos de los cuales no tenían al griego como lengua materna.

Por este motivo, introdujo también las primeras tildes, que señalan la correcta pronunciación de las palabras y una consideración valiosísima para la traducción (este aspecto, por cierto, tiene una relevancia insoslayable para nuestro idioma y la enseñanza de su escritura, ya que le confieren al hablante de otra lengua las pautas para hablar el idioma que lee y para diferenciar palabras homófonas: por ejemplo, para distinguir la forma reflexiva o recíproca de los pronombres –se– de la forma de los verbos ser y saber).

Las primeras marcas que incorporó Aristófanes señalaban la duración de la pausa que introducía cada una de ellas, y se llamaron comma, colon y periode, antecedentes fundamentales de la coma, los dos puntos y el punto (que en inglés conserva su nombre para distinguir al signo ortográfico del dot digital y del point numérico). Como se observa, en la pionera resolución del estudioso alejandrino, lo que primó es el movimiento que va “del ojo a la voz”. A partir de entonces, las innovaciones que siguen se apartan cada vez más de su original función retórica, conforme la lectura individual amplía su terreno.

Del ojo a la mente

Hacia el 600 d. C., Isidoro de Sevilla “fue el primero en pensar que la puntuación se podía utilizar sintácticamente, es decir, para delimitar unidades gramaticales” (Michalsen, 2022, p. 30). Esto no significa que se impuso la lectura silenciosa, que despertaba peligrosas sospechas y que durante siglos solo fue practicada por los amanuenses, quienes entregaban sus días y la luz de sus ojos a copiar textos. Tengamos en cuenta que restringir la lectura a los monasterios le permitió a la Iglesia detentar el poder sobre la palabra, sobre la moral y la cultura, y adjudicarse el monopolio de la interpretación de las Sagradas Escrituras.

No obstante, la innovación de este santo de la Iglesia Católica es una desviación pionera que propicia una concepción diferente tanto de la naturaleza como de la función de esos signos, ya que por primera vez se prioriza lo que va “del ojo a la mente”.

La letra chica

Este giro se ratifica menos de doscientos años después, con el influjo de Alcuino, quien recuperó y revalorizó el trabajo de Aristófanes a la vez que advirtió que la puntuación requería perfeccionamiento, pues los escribas seguían practicando la escritura continua (sin espacio entre las palabras) y esto dificultaba introducir los signos necesarios. Para resolver esto, el industrioso Alcuino (con una pequeña ayuda de sus amigos) pergeñó un sistema que fue rápidamente adoptado en Europa: las letras minúsculas.

Michalsen afirma que estas letras más pequeñas hicieron más fácil la lectura. Pero, en la actualidad, salvo en intercambios más o menos formales, el respeto por las mayúsculas es relativo. Por otra parte, en la escritura digital, si alguien formula todo el texto en mayúsculas, resulta un poco agresivo, y es posible que el receptor interprete que “le están gritando”.

En este mismo sentido, se percibe que el punto ya no es un signo neutral: en el uso informal, se abandona el punto (se prefiere continuar en una nueva línea). El “textismo” (la forma peculiar de escribir en los chats de mensajería como WhatsApp) produce una comunicación escrita semejante a una charla.

Pero con Carlomagno, el emperador que dotó de recursos a Alcuino, era otra cosa… Se tomó tan en serio sus aportes que “dio la orden de que aquellos que estaban preparados para desempeñarse como escribas no podían cometer errores, y los que no aplicaran los signos de puntuación correctamente serían castigados” (Michalsen, 2022, p. 38).

Día Mundial del Punto y la Coma

Ahora bien, la verdadera revolución de la escritura llega con la imprenta, más precisamente con las innovaciones de Aldo Manuzio, quien mejoró la máquina de Gutenberg, sistematizó los aportes de sus antecesores, normalizó el uso de la coma y le dio a los libros una tipografía y disposición textual más adecuadas para un nuevo tipo de lector que, como Don Quijote, podía adquirir y leer tantos libros como quisiera. En síntesis, ideó e hizo realidad las bases de los libros que conocemos actualmente y contribuyó a instalar la lectura individual; como falleció un 16 de abril, esa fecha ha sido reconocida como efeméride que recuerda la importancia de su contribución.

Michalsen pondera especialmente a Aldo Manuzio y, retomando a McLuhan, señala que “el libro tuvo el mismo efecto para los ojos que la rueda para los pies”.

Una tecnología a favor del otro

Posiblemente, es en esta operación de historización de los signos de puntuación donde radica lo más consistente del libro. Por eso mismo, resultan desconcertantes las comparaciones extemporáneas, contrarias a su contribución fundamental, tales como la equiparación entre Steve Jobs y Aldo Manuzio1, la correspondencia entre las ciudades de Florencia y Venecia del Renacimiento con la región de Silicon Valley (metonimia de la industria digital)2 y la analogía de los conceptos de hardware con la máquina imprenta y el de software con la escritura, el diseño y la puntuación.3

Por supuesto –concedamos–, encontrar y proponer similitudes es un recurso válido. Sin embargo, en este caso, este afán (¿didáctico?) lleva a relaciones forzadas que desvirtúan la comprensión de la singularidad de cada época y de cada tecnología. La imprenta y las decisiones de Manuzio –no caben dudas– son revolucionarias, pero no se explican por analogías con la díada software/hardware ni con semejanzas con el millonario de culto: aceptar esto equivale a suponer que la imprenta del siglo XVI es una máquina programable, cuando en realidad los antecedentes de la programación no son anteriores a principios del siglo XIX.

Apartando estos espejismos, es posible entender al conjunto de signos de puntuación como una tecnología particular y, de este modo, advertir una consecuencia fundamental de esta conceptualización: su capacidad de agencia. Es decir, su capacidad “de actuar”, de “hacer” y de “hacer hacer” en favor de la lectura y los lectores.

Por consiguiente, reconocer y comprender su surgimiento y evolución nos permite ver que sus convenciones no son estancas ni mucho menos arbitrarias, tal como se piensa a menudo. Por el contrario, lejos de ser meras prescripciones, la puntuación es, desde este punto de vista, un noble –e imprescindible– esfuerzo comunicativo.


1. “Él fue a la cultura escrita lo que el fundador de Apple (…) resultó para el desarrollo de nuestra vida cotidiana digital” (Michalsen, 2022, p. 43).



 2. “Venecia y Florencia, las Silicon Valley de su época” (Michalsen, 2022, p. 51).



 3. “La gramática, la puntuación y la presentación visual del texto es lo que hoy llamamos software” (Michalsen, 2022, p. 17).


De la lectura en voz alta a la autonomización de la escritura, del ojo a la voz y después del ojo a la mente, hay un desplazamiento desde la función retórica hacia la sintáctica en beneficio del lector. Visto así, los signos de puntuación representan la más verdadera pasión comunicativa de la escritura, en tanto determinación de transmitir con precisión semántica y sintáctica una idea, con sus relaciones y jerarquías. Es, por eso, un esfuerzo de quien escribe en favor del otro, al que se busca y a quien se pretende encontrar.

Así mismo, considerar la doble naturaleza y función de algunos signos permite explicar, por ejemplo, la usual hesitación que produce el uso de las comas al momento de ubicarlas en una oración, sea sobre la hoja o frente a la pantalla. El paso del empleo estrictamente retórico a otro muy diferente, de orden lógico gramatical, expone de manera contundente dos funciones que no son contrapuestas y que coexisten en la multiplicidad de textos y en la diversidad de discursos, pero que lleva tiempo identificar y comprender. La adquisición de la puntuación es mucho menos una cuestión de normas y reglas que de criterios y principios. En consecuencia, enseñarlos y aprenderlos no es una tarea mecánica ni de memorización.

Pues, en definitiva, quien escribe para sí o solo escribe textos efímeros no necesita demasiados signos de puntuación. La comunicación digital en los servicios de mensajería resuelve las ambigüedades con audios y emojis (¡que tienen algo de ideogramas prealfabéticos!)4. No obstante, redes sociales como Instagram (donde se ofrecen y publicitan una cantidad enorme de productos y servicios) revelan que marcas como los signos de admiración gozan de una inesperada reputación, en tanto permiten recuperar algo de la voz y del cuerpo. Es decir, la escritura digital prescinde en ciertas prácticas de los signos de puntuación, pero, al mismo tiempo, instala en otras la necesidad de emplearlos a todos para lograr mensajes tan claros como estimulantes.

En consecuencia, admitir que los sistemas de puntuación son tecnologías del pensamiento y de la comunicación –aunque convenga no extralimitar el alcance de esta conceptualización– es fundamental para preservar una forma común para la transmisión de conocimientos, en un contexto en el que los intercambios escritos que se producen segundo a segundo son incalculables.

Sin duda, el tema habilita reflexiones y debates muy interesantes… y sin punto final.


4. “Donde los semitas usaban ideogramas similares a imágenes para escribir, ahora tenemos una gran cantidad de emojis para elegir” (Michalsen, 2022, p. 142).


Referencias

Bård Borch Michalsen, B. B. (2022). Signos de civilización. Cómo la puntuación cambió la historia. Buenos Aires: Ediciones Godot.

Estudió Letras Modernas. Se ha desempeñado como docente en el nivel Secundario y acompaña la escritura de propuestas académicas del ISEP como corrector literario.