Trece, ¿qué te parece? Recomendación del libro Buenos ciudadanos, de Claudia Hernández (Evaristo editorial).
Cada mes recibo una propuesta de lectura que llega vía correo postal hasta mi casa: el destino de una suscripción al club del libro Remanso Salvaje, cuya curaduría está en manos de Selva Almada. Así, casi por azar, me encuentro con Buenos ciudadanos, de la salvadoreña Claudia Hernández. Un objeto pequeñito, de 19 x 12 cm y 105 páginas, cuyos 13 cuentos habitan un mundo con otro acuerdo de convivencia, probablemente hijo de la crisis humanitaria que sangra hoy en los cuerpos de millones de personas en todo el planeta.
No es una distopía, no hay control totalitario (aunque se presenta alguna forma de Estado controlador), ni pérdida de la individualidad, falsa utopía o señales de desastre ambiental previo; todo lo contrario, en el exceso de individualidad hace pie la ausencia de un personaje que cuestione el nuevo contrato social: si todos estamos extremadamente solos, ¿con quién construimos una idea de futuro?, ¿a la escucha de quién extendemos las palabras que permitirán imaginarlo?
El libro es parte de la colección La Pulpa Americana, con dirección de Ezequiel De Rosso, e integra el catálogo de Evaristo editorial, un sello de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, fundado y dirigido desde hace 10 años por Roxana Artal.
La autora, Claudia Hernández, oriunda de la República de El Salvador, nació en 1975. Su país llevaba entonces tres años de clausura democrática por intervención de las Fuerzas Armadas, preludio de la guerra civil que tendría lugar a partir de 1980: la pobreza extrema, la organización popular y obrera y el surgimiento de grupos guerrilleros dan origen al político-militar Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, que se haría cargo de poner todos los muertos. El imaginario de la autora brota de aquel sedimento de infancia. Le sobran referencias para sus cuentos fantásticos, que por momentos ofrecen alta prosa poética:
Voy a recogerla en cuanto caiga. Mientras, la observo sucumbir a la tentación, entregarse al asfalto, abrir las manos, cortar el viento, provocar la angustia del balcón, que se queda huérfano de ella. (“Color del otoño”, p. 38)
Los volúmenes de esta colección están acompañados de breves prólogos que introducen los textos y sus autores. Decido leerlo, aunque no suelo hacerlo con los textos literarios. No quiero que me expliquen nada cuando mis manos –rebeladas por fin ante las obligaciones cotidianas– separan tapa de contratapa y ponen ante mí la posibilidad única en que consiste la acción política de otorgarse una misma el uso de un tiempo libre. El texto lo escribe Ezequiel De Rosso (y vale la pena):
Es inquietante, entonces, el tono con el que estos narradores cuentan lo que sucede: atáxicos, distantes, indecisos, tal vez canallas. (Y parece revelador que en el único relato en el que el asombro y la solidaridad emergen, “Jon prefiere que no nos veamos por un tiempo”, la narradora sea explícitamente una mujer). (Presentación, p. 8)
El libro se lee de un tirón y queda repicando en el aire. No se me ocurre qué más pedirle a un instante de lectura silenciosa y por placer, sin búsqueda de retribución alguna.
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