Schole
MiradasEdición 1
1959. Cartas de Hiroshima
Revista SCHOLÉ 17 mayo, 2019

Articular históricamente lo pasado no significa conocerlo
“tal y como verdaderamente ha sido”.
Significa adueñarse de un recuerdo
tal y como relumbra en el instante de un peligro.

Walter Benjamin

Fue hace 60 años…

Pudo ser una mañana como cualquier otra, si es que las mañanas pueden repetirse en una imperceptible rutina cuando el mundo está en guerra. Una guerra que había cambiado a países y pueblos y que ahora, después de cinco años, parecía estar llegando a su fin. Alemania se había rendido y, aunque en el Pacífico los ejércitos de los Estados Unidos y el Japón Imperial seguían combatiendo, todo parecía decidido: doblegado militarmente, el Imperio del Sol Naciente tendría que capitular.

Pudo ser una mañana como cualquier otra de un país en guerra, pero era la mañana del 6 de agosto de 1945. Cuando las agujas del reloj marcaron, en característico ángulo, la proximidad de las ocho horas y quince minutos, las compuertas del Enola Gay se abrieron. Poco después, caía la primera bomba atómica arrojada contra una población civil.

Escuadrón

El grupo responsable del bombardeo estaba compuesto por tres aviones B-29: el Enola Gay –comandado por Paul Tibbets– portaba la bomba de fisión de uranio, The Great Artiste llevaba aparatos de medida para evaluar los efectos de la explosión y el Necessary Evil portaba el instrumental para la observación y la documentación fotográfica. Previo a la partida de este grupo, se enviaron aviones de reconocimiento sobre tres ciudades que habían sido elegidas como posibles objetivos: Hiroshima, Kokura y Nagasaki. Debían definir, según las condiciones climáticas imperantes, dónde se arrojaría el “artefacto”. El Straight Flush, pilotado por Claude Eatherly, fue el avión encargado de hacer el reconocimiento meteorológico sobre Hiroshima y de señalar el punto de impacto.

Rostros

En su libro Muerte y resurrección de Hiroshima, el periodista Robert Jungk describe el devastador paisaje que lo rodea:

Hay páramos de arena, de piedra y de hielo. Hiroshima o, dicho más propiamente, el lugar donde había estado Hiroshima, era, a fines de agosto de 1945, un páramo de tipo nuevo, peculiar y nunca visto, un páramo atómico, creado por el Homo sapiens, bajo cuya superficie negruzca se conservaban aún los vestigios de su actividad, los míseros restos de su especie.

Paulatinamente, los sobrevivientes y las decenas de miles de seres venidos de fuera a hurgar entre los montones de escombros en busca de familiares y conocidos, se habían retirado del círculo de la muerte de la bomba a un perímetro que distaba dos, tres y aún cuatro kilómetros del punto de su máximo efecto. Esta área siniestra y desolada, cuyo contorno formaba muchas salientes y entrantes, era ahora un lugar desierto, enclavado en el exuberante verdor del delta formado por los siete brazos del Ota, en cuyas aguas flotaban todavía, río arriba y río abajo del vaivén de las mareas, cadáveres cuales hojas caídas y, cosa curiosa, los del sexo masculino boca arriba y los del sexo femenino boca abajo. 1


1. Jungk, R. (1962). Muerte y resurrección de Hiroshima. Buenos Aires: Compañía General Fabril Editora, pp. 26-27.


La descripción de Jungk es dolorosa y parece llamar a una conciencia que difícilmente acude. Sin embargo, para Claude Eatherly, el padecimiento por el mal no estaba en las líneas y sombras que dibujan una tierra yerma surcada por muertos. A él lo conmovían otras visiones: las de los rostros de quienes padecieron los dolores provocados por una bomba cuyos efectos les eran desconocidos y que, sin tener plena conciencia, él había ayudado a liberar. Todas sus certezas se habían desintegrado; solo quedaba en pie un enorme sentimiento de responsabilidad por el sufrimiento provocado.