1.
La palabra “sitio” parece clara, nítida, evidente. Leemos en los diccionarios que un sitio es una porción de espacio, real o imaginada, destinada a algún fin, a ser ocupada por alguien o por algo. Un sitio no es un espacio cualquiera, indeterminado. Es específico, tiene función, horizonte. La escuela es un sitio que tiene destino, fin y función: recibir a los nuevos, mostrarles un mundo, educarlos. No es un espacio cualquiera, sin cualidades, es un espacio común y con historia: disciplina y reproducción, preparación para el trabajo y educación sentimental, pero también formación del carácter, exploración y creación. La escuela es ilustración y mito: es la frontera misma que evita que esas palabras se hundan en el más absoluto sin sentido. Es signo distintivo de progreso individual, es expresión de la narración posible y conflictiva de lo que somos o creemos ser como comunidad.
Un espacio con ciertas cualidades, un espacio como la escuela: he aquí un sentido posible para la noción de sitio. Pero no es el único. Hay otro, quizás más inquietante: “sitio” quiere decir también “acción o efecto de sitiar”. Y sitiar, a su vez, quiere decir “poner cerco a un lugar para lograr su rendición”. La historia de la humanidad, vaya si lo sabemos, no es solo la historia del refugio, el cuidado, la transmisión y la enseñanza, es también la historia de las guerras por el espacio y el tiempo, por los recursos naturales, por los usos del conocimiento y la transfiguración de los símbolos. La historia de la humanidad es sin dudas veterana en el juego dramático del sitiar y en la búsqueda incesante de la rendición incondicional de los “enemigos”. Por razones étnicas y religiosas, en defensa de la nación, por la supervivencia de la especie o la protección de los privilegios de clase, la práctica del sitiar perdura y amenaza con diseminarse en cada encrucijada política existencial que enfrenta una comunidad.
Las clases dominantes llevan ventaja: sus saberes del sitiar son añejos, milenarios. Pero, además, resultan implacables ante el amague de un sitiar de los dominados, de un sitiar que ellas no protagonicen o decidan. Por eso mismo, y por lo que está en juego en el presente, tambores de guerra se escuchan aquí y allá en la aldea global. Todo lo cual, es necesario advertirlo, no implica que esa guerra que se atisba –o se imagina– se declare ya, abiertamente, y entre naciones: puede durar un largo tiempo condicionando o destruyendo vidas de manera sutil, capilar, larvada, más allá del interés de las naciones.
2.
La idea de igualdad no es menos ambivalente que la noción de sitio. Para muchos autores se trata de una condición natural: todos somos naturalmente iguales, más allá de las reconocibles diferencias físicas e intelectuales que puedan existir entre este y aquel ser humano. Para otros, se trata de una cualidad que se define por su relación con un ente superior: entonces, todos somos iguales ante Dios. También podríamos decir: todos somos iguales ante la ley si vivimos en Estados democráticos que garantizan su constitución jurídica con la universalidad de la palabra y la fuerza de la “espada”. Para algunos filósofos contemporáneos, en cambio, la igualdad no es natural ni divina y su aparición no depende de los Estados: se trata sencillamente de un principio, una declaración que es preciso reconocer en experiencias concretas.
Escribimos recién: la escuela es un espacio público y común. La escuela es de las pocas instituciones que se define, a pesar de todo aquello por lo que es usualmente criticada, por abrir un tiempo posible (el tiempo del estudio, de la experimentación, del descubrimiento y del juego) para que la igualdad tenga lugar. El lugar de la igualdad no es un sitio: es la condición de todo sitio y, a la vez, de todo sitiar. La escuela y la guerra presuponen la igualdad humana. Pero de esta presuposición –al menos si la tomamos como cierta– es preciso sacar conclusiones opuestas. Si en la escuela la vida que forma se pone al servicio de la curiosidad y el deseo de aprender en múltiples direcciones, en la guerra la vida formada se pone, en una sola dirección, al servicio de la dominación, imposición y destrucción de “otros” en nombre de un cierto “nosotros”. Por eso es posible decir: todo el tiempo que existe escuela, aunque haya conflictos, desacuerdos, pequeños daños o grandes antagonismos, hay paz. La escuela es la suspensión no solo del tiempo de trabajo, es la verdadera suspensión del tiempo de la guerra.
Ahora bien, en el país de Sarmiento, cuyas reflexiones y acciones sobre la escuela y la guerra, cuyas ideas sobre educación popular y disciplina no han estado alejadas de la lengua bélica y castrense (reflexiones, ideas y acciones que pueden ser leídas también como parte de la gran “máquina de guerra” contra la “barbarie” que se desplegó con intensidad durante la segunda mitad del siglo XIX), un enunciado que separe escuela y guerra en forma tan tajante puede ser rápidamente impugnado por ingenuo. Si lo sostenemos es porque nos parece de primer orden pensar qué elementos pueden perdurar de aquel momento fundacional en el escenario actual, sin dejar de advertir que durante las guerras modernas se ha buscado siempre sitiar a las escuelas para lograr la disolución –aunque más no sea por un breve lapso– de su función específica, es decir, para lograr que la escuela termine ese tiempo separado, paradójico, y se ponga sin más a disposición de la lógica de la guerra para ser un eslabón más –pero civilizado– de la destrucción del enemigo, cualquiera sea su estatuto.
Es posible reconocer estas relaciones y sostener una distinción ontológica entre escuela y guerra, aun cuando verifiquemos vínculos, cruces, alianzas. Por eso se dirá, con precisión histórica, que aprendimos en la escuela a amar como propias las Islas Malvinas, lo cual es justo. Y se dirá además que en la guerra de Malvinas la escuela fue sostén, no pocas veces, de una narración que entreveró una aventura militar –dictatorial– con las ideas de nación y Patria. A la vez, diremos nosotros: si esta descripción es cierta, lo es también aquella que sostiene que la escuela fue, durante las décadas que prosiguieron a la guerra, uno de los espacios que hizo lugar a la circulación de la palabra sobre ella y sobre la posterior y lacerante negación social y estatal de la derrota. Cuando la guerra terminó, el deseo de entender buscó su cauce. La escuela se abrió, más o menos tardíamente, con mayor o menor rigor histórico, a ese deseo de comprensión. Retomó así su verdadero destino: ser el sitio específico para ese trabajo de elaboración, transmisión y comprensión de la historicidad común.
Sabemos que los nuevos interpelan, que nos obligan a ser responsables con el pasado. Pero no hay respuestas unívocas ni absolutamente determinantes. Hay respuestas parciales, posicionales, estratégicas. Hay formas de responder en tiempo presente al “sufrimiento acumulado”, a la inhumanidad del olvido. Esas formas requieren de nosotros tanta cautela como coraje para enfrentar la verdad.
3.
Las corporaciones y las plataformas digitales se asocian a un ritmo cada vez más acelerado con las instituciones educativas en las tareas de transmisión. Google, Microsoft, Facebook, YouTube, Zoom, con sus matices, afluentes y derivados, participan hoy del “hecho educativo” y de la vida colectiva. Sin embargo, no están interesadas en la igualdad, y menos aún en distribuir los recursos que producimos equitativamente; es más, en el vocabulario de estas corporaciones la igualdad no aparece más que bajo la forma de la excepción. Las grandes corporaciones digitales están lógicamente interesadas en la libre circulación de sus productos. Eso no las hace malas, tampoco inútiles. Su negocio es claro, aunque parezca ambiguo: ofrecer buenas herramientas para el trabajo y más opciones para el consumo y el entretenimiento; proveer al mundo de una imagen duplicada de la vida en general y a las personas de ciertos modos de subjetivarse; y, finalmente, vender sofisticadas tecnologías de control a empresas, municipios y Estados a partir de los contenidos que generamos con nuestras opiniones, elecciones de consumo, transacciones, gustos personales, exhibición de la intimidad familiar, de las posiciones políticas, esto es, a partir del valor que producimos enseñando nuestros modos de vida.
La hibridación de contenidos y la alianza táctica de las escuelas y las instituciones de formación con estas tecnologías de información y comunicación (que, en este tiempo, se presentan como necesarias para enfrentar los efectos de la pandemia) no parece a priori recusable. Pero tampoco es necesario celebrarla sin reparos. La participación indirecta de la escuela (es decir, más como un sitio a ocupar y conquistar durante la pandemia y no tanto como un espacio para el estudio en común) en la disputa abierta por el control y la distribución de estas tecnologías hace más hondo el problema. El Estado, quienes deciden las políticas públicas, las familias y todas las instituciones y personas dedicadas a la educación enfrentamos hoy un dilema mayor: la creciente privatización de lo común a través de la contratación de dichas plataformas para poder sostener y resolver, al menos en parte, los desafíos propios de la interrupción de la presencialidad y, junto a esa privatización, su comunicación exitosa, presupuesta en su aceptación generalizada.
Desde luego, no se trata de impugnar la integración de ciertos dispositivos, es decir, no se trata negarle a los nuevos la posibilidad de una comunicación y un acceso diferente a los contenidos de la cultura cuando la presencialidad no está garantizada por razones epidemiológicas. Tampoco de olvidar tan rápidamente que no es un problema nuevo, aunque sea reciente: hace ya diez años, si no más, que en diversas instancias de capacitación nacionales y provinciales (en las gestiones inaugurales del INFoD en el gobierno nacional y en la actual del ISEP en Córdoba, para mencionar dos ejemplos ampliamente reconocidos) se asumió la relación entre escuela y nuevas tecnologías como un desafío de resolución no solo instrumental. Y en buena medida si los docentes han respondido de un modo tan rápido a las necesidades planteadas por la pandemia es porque ya había una huella –no generalizada, pero sí incipiente– en el uso de ciertas plataformas por parte de miles de docentes, un camino de saberes y aprendizajes sobre las posibilidades que ofrecían ciertos entornos digitales que es preciso retomar para pensar: desde abrir un aula virtual y producir un video con herramientas sencillas hasta utilizar un foro de debate o archivos de audio para intercambiar opiniones y lecturas, los docentes asumieron estratégicamente esas posibilidades como propias.
No se trata entonces de impugnar, negar y olvidar, sino más bien de observar hasta qué punto los fines de las corporaciones y las escuelas pueden ser radicalmente distintos. En efecto, para la escuela lo universal es lo que tenemos en común los seres humanos y el conocimiento público es un bien a repartir equitativamente, como el pan, entre todos. Para las corporaciones, la cuestión es la extensión de su influencia, el control de la big data y la multiplicación de su tasa de ganancias: somos usuarios y potenciales clientes, no recienvenidos a la comunidad escolar y futuros –o actuales– ciudadanos. Si tan central consideramos esta discusión sobre los fines y los medios, es porque quien logre poner los fines puede que también termine decidiendo sobre los medios.
Por ello, no hay por qué demonizar a las nuevas tecnologías, sino mostrar que la actual intersección, que se presenta naturalizada, puede y debe ser problematizada. Las corporaciones digitales, que también “educan” y “enseñan” a través de sus entornos y plataformas, han desarrollado en poco más de una década una manera de sitiar que se patentiza tanto en las decisiones administrativas y pedagógicas de las escuelas como en el trabajo cotidiano de docentes y estudiantes. Este sitio no se realiza solo con advertencias más o menos severas respecto de los peligros que representa su negación (se le dirá a los docentes: si no se adaptan a los nuevos lenguajes, dispositivos y entornos, ya no será posible dar “buenas” clases), sino con la seducción que emana de su uso, de la eficacia de las apps, la versatilidad de los programas, las facilidades para la búsqueda rápida de “información”, los nuevos tips de presentación de contenidos. Sin dejar de ponderar los efectos verificables de esta “política de seducción”, es preciso advertir que el brillo de esta luna tiene, más allá de deseos y gustos, su lado oscuro.
4.
No sabemos si la escuela fue homogénea alguna vez. Los historiadores sospechan de las definiciones tajantes. Sabemos que nuestra escuela pública es hoy socialmente heterogénea, muy diversa y federal. Y que resiste el vendaval de cambios incluso con sus viejas formas y precarias tecnologías, advertida como está de las dificultades materiales que existen para generalizar rápidamente las nuevas, que exigen para su uso y disfrute verdadero más recursos de los que hay disponibles en los presupuestos estatales. ¿Es posible, entonces, resolver los problemas que enfrentamos sin una discusión pública y abierta sobre los fines actuales de la institución escolar en relación a las exigencias sociales que se colocan sobre ella?
No es sencillo, porque la idea misma de debate público debe ser revisada: hay posiciones políticas, opiniones y estrategias de confrontación, difusión vertiginosa de fake news de diverso rango y frecuencia, centralidad muchas veces nociva de las usinas comunicacionales de Buenos Aires por sobre las de todo el país; el debate de ideas y la clarificación de perspectivas parece ciertamente rezagado. Mientras tanto, se discuten los modos de volver a las clases presenciales en todos los niveles de escolaridad obligatoria. Quizás sea lo correcto que, por ahora, ciertos temas no se debatan y se otorgue prioridad rápidamente al retorno y sus formas durante este año. El problema consiste, no obstante, en hablar solo procedimentalmente de cómo se ocupa otra vez el sitio-escuela: con burbujas, barbijos, distancia, limpieza, alcohol y Zoom entre semanas. Esta nueva ocupación, si quiere ser esperanza y no frustración, tiene que sostenerse en la vacunación masiva, pero sobre todo en la solidaridad de la comunidad escolar, en la sensibilidad por lo común, en el amor por los nuevos. Ninguna urgencia por volver puede ocultar el miedo y la ignorancia que nos hace a todos fugar hacia adelante. Porque el temor, la incapacidad y la falta de templanza de los adultos se proyectan invariablemente en los rostros de chicos y jóvenes. Por eso mismo, ponerlos simplemente como ecuación a resolver, no escucharlos ni orientarlos, no solo es irresponsable, es miserable.
Habrá que hacerse cargo de las decisiones. Habrá que volver a recordar que la escuela no es el sitio de la guerra, que su tiempo es otro. Que no es posible fundar el retorno a la escuela utilizando la desesperación y el reclamo legítimo de las familias sin declarar que puede ser un error y un paso en falso si no se lo hace con los cuidados y recursos correspondientes. Que para construir la escuela como tiempo suspendido (hoy de la acechanza de la pandemia, mañana de los caprichos más delirantes del “mercado”) hace falta un compromiso social y político mucho más intenso y federal que el actual. Y ese compromiso no puede tener como premisa el enfrentamiento con los docentes y el personal de las escuelas, o la simple exigencia de adecuación y adaptación a los protocolos. Tampoco puede cimentarse en la presión social por “volver a la normalidad”. Es preciso evitar aquello que podemos entrever en los discursos más irresponsables y oportunistas: un desgarro aún mayor en la vida comunitaria, un triunfo de la lógica de la guerra en el corazón de la escuela. Mientras ese compromiso no sea firme, mientras el cuidado de los recienvenidos y la solidaridad social no sean las premisas, todo estará en peligro: el conocimiento y la vida, el deseo de aprender y también el porvenir. Hay un desafío por delante. Habrá que hacerse cargo, habrá que responder y no solo por nosotros mismos. Quizás en ello se cifra la justa persistencia de lo común.