A 200 años del encuentro entre Bolívar y San Martín…
El encuentro entre San Martín y Bolívar, ocurrido en los últimos días del mes julio de 1822 en la ciudad de Guayaquil, se encuentra entre esas situaciones que al echar la mirada atrás, después de 200 años y en este presente especialmente crítico de la Argentina y de toda una experiencia civilizatoria, parecen hacernos sospechar que nuestra historia hubiera podido ser otra. Como si allí se entreviera aún la chance de una Sudamérica o una Hispanoamérica –nadie la llamaba por entonces América Latina– unida con el grado necesario de solidez para encarar los desafíos del futuro que se abalanzaba, para sostener su soberanía y garantizar una vida digna y plena para sus habitantes. Es inevitablemente una mirada transida de melancolía, porque la conversación entre esos dos hombres no se resolvió todo lo felizmente que nos hubiera gustado que se resolviera. Si mucho importó y sigue importando esta reunión, es porque San Martín y Bolívar son expresiones geniales de una hora americana y del mundo –por lo pronto, geniales por la manera en que le hicieron la guerra al poder realista–, así como también porque en sus nombres se condensan la suerte y el apetito de las revoluciones que estallaron aquí y allá hacia 1810, la lucha y los sueños de criollos, gauchos, negros y no pocos indios. Se podría decir, aunque no estamos muy seguros de que sea así, que se trató de una oportunidad perdida; de otra más.
Se escribió mucho en la Argentina sobre el encuentro de Guayaquil. Lo hizo Sarmiento, luego –y fundamentalmente– Bartolomé Mitre. Ya en el siglo XX, Ricardo Rojas en El santo de la espada –que cuarenta años después inspiró la película del mismo nombre–, incluso Borges tiene un cuento que refiere al suceso y Norberto Galasso a él le dedica valiosas páginas en uno de los últimos libros importantes que se publicaron sobre “el hijo de Yapeyú”. Casi invariablemente, los argumentos se deslizan, o precipitan, hasta poner espalda contra espalda a los próceres, midiendo sus cualidades, destacando de esta forma las virtudes morales de San Martín. Sin tanta focalización y con otro tono, en Venezuela y en Colombia también se puso letra sobre dicha reunión. Recuperamos el nombre de Rufino Blanco Fombona, un muy inquieto escritor y jocoso polemista que se abocó a rebatir las apreciaciones de Mitre sobre estos “grandes hombres”. Para la cultura argentina, eso que sucedió en un día y medio –pues San Martín llegó a Guayaquil en una goleta, la Macedonia, el 26 de julio por la mañana, y se marchó por la noche del 27– adquirió la forma de un obstinado misterio. El motivo más evidente es que las dos conversaciones que mantuvieron San Martín y Bolívar, una de hora y media y otra de cuatro horas, fueron a puertas cerradas. Sin testigos de ningún tipo y, obvio, sin grabaciones, sin pantallas, etc. Además, ambos fueron muy discretos, por lo tanto pocos detalles trascendieron. Otra razón para el enigma radica en la conclusión que fue segura: San Martín abandonó raudamente Guayaquil, volvió a Lima pero únicamente para renunciar a sus cargos; luego solo se despidió de Chile, así hasta llegar a Mendoza y a Buenos Aires, donde el 10 de febrero de 1824 se embarcó junto con su hija Merceditas hacia Francia. Y no volvió a pisar esta tierra, aunque una vez se acercó mucho, hasta el puerto de Buenos Aires. Enterado de la situación que recientemente había conmocionado al país –el fusilamiento de Dorrego–, tomó la decisión de no descender. Es decir, una reacción fulminante se desencadenó después de Guayaquil; el resultado de esa conversación quedó entonces atado al momento en que nuestro principal héroe tomó la decisión de no vivir más, en cuerpo presente, entre nosotros.
Fue una cumbre el encuentro de Guayaquil, y tanto uno como otro anhelaron sentidamente ese momento. Eran muy conscientes de lo que los emparentaba: San Martín había logrado asegurar la independencia del sur del continente, librando a vastos territorios y poblaciones de las zozobras de las guerras contra los godos o maturrangos, como acostumbraba llamar a los españoles. Cruzar la cordillera, que en sí mismo tuvo mucho de hazaña, y derrotar en dos soberbias batallas, las de Chacabuco y Maipú, al poder virreinal –que con renovada brutalidad se había vuelto a hacer del gobierno en Chile– le dio otra dimensión a su tarea. Que Lima, la inconmovible ciudad de los Reyes, lo aclamara luego del sitio que le impuso, habla sin dudas de su inteligencia para saber cuándo valía dar una batalla y cuándo era preferible otra estrategia. Bolívar hizo lo propio en el norte, con Venezuela y Nueva Granada, y también cruzó con su ejército, pero por otros dos pasos, la cordillera de los Andes para librar la batalla de Boyacá y dar por definitiva la independencia de lo que ya se llamaba Colombia. Ambos supieron tratar con la naturaleza gigante del continente, evitando que se transformara en un obstáculo insuperable. La revolución había avanzado con sus protagonismos desde puntos distantes, ella los unía. Pero los parecidos terminan aquí, reconocen rápido un límite. La revolución en Venezuela fue derrotada no una sino dos veces, cosa que, claro, ni Buenos Aires ni Córdoba conocieron. Esta circunstancia hizo que Bolívar, en la primera línea de los vencidos, supiera muy bien lo que era perder, quedarse sin ejércitos y volver a reclutarlos, morder el polvo y reponerse de las peores situaciones. También a tender alianzas quizás impensadas. La más rutilante de ellas fue con los revolucionarios haitianos, Alexandre Pétion a la cabeza, que le dieron asilo, armamento y aguzaron su perspectiva política. Dice Sarmiento que la guerra que llevó adelante San Martín fue una guerra en forma, realizada con método y a la europea. Y que Bolívar estaba hecho de la madera que se adapta a la falta de sistema de nuestra experiencia americana. Fue un caudillo –de hecho, lo compara con Artigas– pero, en este caso, fuera de cualquier acepción peyorativa. Justo con Bolívar, sin embargo este juicio de Sarmiento no lo es con San Martín, porque dadas las condiciones imperantes nada podía ser fácil entre nosotros, nada muy disciplinado; para poner en pie cinco mil voluntades dispuestas a combatir hacía falta sin dudas el saber de un constructor político.
Ambos fueron hombres de su tiempo y se dejaron mover por el espíritu de la época, ese que, como señala el historiador inglés Eric Hobsbawm, prometía “la carrera abierta al talento”. Pero sus orígenes difícilmente podrían ser más dispares. El padre de San Martín era un funcionario español que había sido destinado a una tierra más guaraní y jesuita que española, justamente cuando esta orden religiosa había sido expulsada del Virreinato. Allí nace y vive sus primeros años a orillas de un gran río, el Uruguay, que a Ricardo Rojas le interesa contar que en lengua guaraní significa “río de los pájaros”. Simón Bolívar es hijo de una de las familias más ricas de Caracas, con cientos de esclavos y una vida de fortuna y holganza asegurada. Ambos viajan de muy jóvenes a Europa. San Martín porque su padre regresa a la península y para pasar su juventud en cuarteles, peleando aquí y allá, una vida austera. Bolívar para continuar sus estudios y conocer el mundo, en la segunda oportunidad acompañado nada más y nada menos que por Simón Rodríguez, de los mejores maestros que se podían tener por aquel entonces. Y se forma in situ. Supuestamente –el margen de duda solo obedece a que nos maravilla que esto sea cierto–, estaba en Notre Dame cuando Napoleón se corona a sí mismo emperador en diciembre de 1804. Era un mantuano Bolívar, como se llamaba a las familias encumbradas que usaban “manta” o “capa”; sobre San Martín corría la versión de que no era más que un indio, asunto al que refiere Alberdi cuando deja una nota preciosa de su visita a Grand Bourg. Mientras que San Martín solo en Perú aceptó ejercer el gobierno, Bolívar estaba convencido de que él debía ejercerlo, para la felicidad común y para la grandeza de América, aquí, allá, y más allá también. La historia de Bolívar está llena de amantes y amores frustrados, cabe en una novela romántica con capítulo especial para Manuela Sáenz, a la que también la unía la pasión política. La de San Martín a este respecto es parca.
Pero volvamos a 1822. ¿Cuál era, en esa coyuntura, la situación de uno y otro libertador? Solo a simple vista el poder sobre el que se asentaba San Martín era similar al que servía a Bolívar. Es que en el Río de la Plata, luego de la llamada “anarquía del año XX”, no existía un gobierno central, y el de Buenos Aires poco menos que había desterrado al vencedor de San Lorenzo porque en 1819 había desobedecido la orden de enfrentar a los caudillos con los que estaba en guerra, anteponiendo la continuación de la empresa emancipadora con su próxima estación en Perú. No eran pocos quienes pensaban que la afrenta que había recibido la orgullosa “Atenas del Plata” –durante años se habló de Estanislao López y Francisco Ramírez atando sus caballos en la Pirámide de Mayo– le debía mucho a la decisión de San Martín de no impedir tal invasión con un ejército que, además, Buenos Aires consideraba propio. Por otra parte, si bien el reconocimiento en Chile en nada había menguado, no era él quien presidía su vida política, sino O’Higgins que, para colmo, atravesaba un momento de turbulencias. Al frente del poder ejecutivo de Perú sí estaba San Martín, pero los bastiones realistas que sobrevivían eran de los más importantes en el continente. Por otra parte, antes de iniciar la navegación que lo llevaría a Guayaquil había manifestado su voluntad de retirarse. Las intrigas hervían, desbordaban y, al mismo tiempo que sucedía la conferencia, su mano derecha, Bernardo de Monteagudo, era destituido. Muy otra era la situación de Bolívar. Su retaguardia, digámoslo así, se mostraba consolidada, su poder en claro ascenso, su estrella, luego de tantísimos reveses, rutilante. Las últimas batallas las habían dado sus tropas, al mando del general Sucre, para liberar Quito, que, de esta manera, fue sumada a la Gran Colombia. Llega un mes antes a Guayaquil, a la que también coloca bajo su ala. Se ha argüido que estas ciudades le pertenecían al Virreinato del Perú, por lo tanto, que Lima tenía derechos sobre ella en el momento de la independencia. Lo cierto es que a lo largo del siglo XVIII se inscribieron oscilantemente entre ese virreinato y el de Nueva Granada. Pero, de todas formas, quizás el asunto no sea este. En Guayaquil, por ejemplo, había un partido que buscaba la autonomía, mientras que otro priorizaba la alianza con Lima y otros más con Bolívar y la Gran Colombia. San Martín ponía por delante la opinión de la población; Bolívar apostaba, y muy fuerte, por unificar por lo menos la América andina con él como presidente de forma, pero monarca en los hechos. No nos convence ni un ápice la desvalorización que hace Mitre de Bolívar por su sensualidad, por su imaginación tropical, por su cesarismo; sin embargo, es muy interesante cuando deja ver que Bolívar tenía un plan político concreto, ambicioso y americano, mientras que en San Martín en esa hora la política flaqueaba, se volvía solamente “expectante” o movida por el “decoro”, lo que se explica por su soledad.
Una vez que San Martín descendió de la falúa que se adentró en el río Guayas, una joven que, se repite, era “la más radiante belleza” de la región, le colocó “una corona de laurel de oro esmaltado”. El Protector de Perú, que por convicción era monárquico, se ruborizó y, con las mejores maneras para no avivar una ofensa, se sacó de inmediato la corona. Hubo abrazos y cumplidos sin dudas sentidos entre los protagonistas de la escena. Luego, la primera conversación a puertas cerradas que al otro día se repite y es más extensa. ¿De qué hablaron? Por una carta que San Martín le dirige a Bolívar, por las memorias de algunos de los más altos oficiales que los secundaban, el tema principal fue cómo finalizar la guerra en el continente, lo que quería decir en Perú. San Martín le pide colaboración a Bolívar, tropas indispensables, pero este se excusa. Entonces le propone colocarse bajo su mando, como su segundo. Bolívar argumenta que nunca podría aceptar tal cosa. San Martín toma la decisión de retirarse y dejarle el camino libre hacia Perú.
En efecto, Lima al poco tiempo pide la intervención de Bolívar que acude a su llamado. Fueron las batallas de Junín y Ayacucho, las últimas contra la resistencia española en América del Sur. Fue, después, llegar hasta La Paz y Chuquisaca, hasta esa tierra que tanto había hecho por la revolución y la independencia pero que hasta último momento estuvo en manos realistas. Bolívar escribe la constitución para el país que se llamó Bolivia en su honor. Pero, casi sin transición, las disensiones internas, las fuertes tendencias autonomistas de cada región de la Gran Colombia y los personalismos de todo tipo empezaron a horadar la construcción política que había logrado, a mostrar su fragilidad. Tras sobrevivir a un atentado en Bogotá gracias a la intervención de Manuela Sáenz, el deterioro de Bolívar es político y físico, ya que la enfermedad lo acorrala. En 1830 las disputas no cesan, renuncia a la presidencia de la Gran Colombia y Sucre es asesinado. La novela de Gabriel García Márquez, El general en su laberinto, se concentra en estos últimos días de Bolívar que, desahuciado, descreído de su propia obra, muere en Santa Marta a fines de ese año.
Dos posibles finales para este artículo
El primero. Deja escrito Sarmiento que en su casa de Grand Bourg, donde lo conoce a San Martín en mayo de 1846, un retrato de Bolívar se destaca entre las compañías que había elegido para sus últimos años. Como si más allá de las diferencias existiera otro entendimiento, el de la dificultad enorme que significa gobernar a este continente, más aún si se lo quiere unido y más sujeto que objeto de la historia. En contraparte, no hay un cuadro significativo de esos dos hombres juntos que, desde las cercanías del acontecimiento en cuestión, haya sobrevivido y llegado hasta nosotros. No obstante, sí tuvieron un mismo y maravilloso retratista que fue el mulato peruano José Gil de Castro.
El segundo. La unidad de Sudamérica, la posibilidad de haber constituido una nación mayor, una unidad política y económica más poderosa, no estaba en manos de dos hombres. Procesos económicos, infraestructuras faltantes, también marcas culturales muy específicas heredadas de España, desafiaban esa posibilidad hasta hacerla casi imposible. Además de, cómo no, los intereses de las potencias que, aunque no en lo específico de Guayaquil, hicieron lo propio para que estos entendimientos no progresaran. La oportunidad no estaba tan cerca como se imaginó; de lado ella, se ganaron otras formas y otras experiencias que, aun con sus crisis crueles a cuesta, hacen de nuestro continente una presencia insoslayable, cada tanto incluso con promesas dichosas, en un mundo que no refulge de esperanzas.