La vida exterior
Es lunes de pentecostés, más precisamente la media tarde del 26 de mayo de 1828, y casi todos se han marchado. Núremberg parece deshabitada. En las casas que rodean a la plaza Unschlitt, los pocos que permanecen ojean desde las entreabiertas celosías al extraño personaje cuya existencia se balancea como si fuese una estatua ebria que intenta andar. Sostiene una carta en la mano izquierda y un libro de oraciones en la derecha.
Permanece fijo mientras se le acerca un hombre de unos cuarenta años, un poco más alto que él, de aspecto amable y mirada suave. Alzando su extraña y larga pipa, le pregunta hacia dónde se dirige. Como la respuesta le es ininteligible, se aproxima para leer el remitente de la carta que está dirigida “Al señor Capitán de Caballería del 4.º escuadrón del 6.º Regimiento de Caballería Ligera. Núremberg” (Herzog, 1974). Las cosas empiezan a encausarse porque la vivienda del nombrado capitán se encuentra a unos pasos de allí; bastará con acompañarlo.
Toca la campanilla y también, ganado por la ansiedad, golpea con su puño la madera del pórtico. Mantiene una disimulada compostura. Ha guardado su pipa, mientras el cuerpo de su cada vez más extraño acompañante permanece inclinado, formando un incómodo ángulo al que nadie en su sano juicio se sometería, con su frente apoyada sobre una de las hojas de la puerta de entrada. Por fin, sale el criado que, ante el requerimiento por el capitán, anuncia simplemente que este no se encuentra y que aquel desafortunado joven no podrá esperarlo en la casa, pero sí lo podrá hacer en el establo. Allí, entre los caballos que lo ignoran, se duerme y lo hace de forma tan profunda que es fácil confundirlo con un muerto.