Instrucciones para enterrar un libro
Agustín Berti: ¿Qué haría falta para dejar un libro listo para ser enterrado?
Conservadoras de papel: Sin averiguar mucho de materiales, primero lo envolvería en un papel de buena calidad, después lo envolvería en una o dos o tres capas de papel, después lo envolvería con un material sintético de alta duración que no se deteriore como puede ser el poliéster o el polipropileno, por ejemplo. Nosotros usamos uno de marca Maynard. Después lo envolvería en una hoja de aluminio y después, probablemente repetiría el mismo envoltorio, papel, poliéster y aluminio otra vez. Y después lo pondría en una lata de aluminio.
Tomás Alzogaray Vanella: ¿Y en un tupper?
CP: También, pero el tupper es un plástico que se va a deteriorar. No pondría el objeto en un tupper directamente, lo pondría ahí si le hago todos esos otros envoltorios antes. Pero lo pondría en una lata de leche Nido y la pintaría por fuera con alquitrán.
TAV: Habíamos pensado en la posibilidad de envolverlo al vacío…
CP: Mejor. Claro, yo le haría todos los envoltorios y, es más, a la lata, en vez de pintarla, la envolvés en polipropileno, en Maynard.
La Biblioteca Roja. Brevísima relación de la destrucción de los libros.1
Fotografías: Rodrigo Fierro.
Cerámicas e ilustraciones: Tomás Alzogaray Vanella.
Conversación virtual mantenida el día 11 de mayo de 2020.
Área de Producción de Contenidos Audiovisuales. ISEP.
1. Berti, A., Halac, G. y Alzogaray Vanella, T. (2017). La Biblioteca Roja. Brevísima relación de la destrucción de los libros. Córdoba: Ediciones DocumentA/Escénicas.
Tomás Alzogaray Vanella: La Biblioteca Roja. Brevísima relación de la destrucción de los libros es la concreción editorial de un proyecto muy amplio de búsqueda y encuentro de los restos materiales de una historia que es, a la vez, personal y colectiva.
En la década de 1970, mis padres, Dardo Alzogaray y Liliana Vanella, eran militantes políticos y estudiantes de la carrera de Historia en la Universidad Nacional de Córdoba. Fue entre finales de 1975 y principios del 76 –momento en el que mis padres estaban construyendo su casa– que decidieron enterrar su biblioteca para preservarla pensando que, tal vez, unos meses más tarde la iban a poder recuperar. Era una situación marcada por una intensa persecución política contra todo aquel que le hiciese algún “ruido” a un gobierno que ya había cedido su poder de hecho a los militares que, poco después, y con el apoyo de una parte importante de la sociedad civil y de la curia, dieron un cruento golpe. Dadas estas circunstancias, la biblioteca, con un contenido de obras de carácter marxista y socialista, no pudo ser desenterrada y quedó allí, en un pozo de cal que había en el fondo del jardín.
El año del golpe nos fuimos exiliados a México, país que acogió a muchos argentinos perseguidos por la dictadura militar. Casi una década después, y siendo aún un niño, conozco, por la voz de mis propios padres, la historia de la biblioteca que quedó sumergida en la tierra de la casa en Argentina. Mi madre hacía referencia a un libro de poesía que para ella tenía un singular valor. Transcurrido el tiempo y ya con un gobierno democrático, volvimos al país a principios de 1984. Una de las primeras decisiones que tomaron mis padres fue la de recuperar sus libros. Sin embargo, ven que los volúmenes que habían dejado ya no estaban en condiciones de ser leídos. Ese hecho me genera gran conmoción.
En el 2006, volví a México, donde permanecí ocho años sin olvidar la historia y pensando que era importante rescatar los libros. Hice un primer contacto con un antropólogo forense amigo de mi padre.
Cuando regreso, en el 2015, me contacto con Gabriela Halac, que estaba trabajando sobre cuestiones vinculadas a la destrucción y quema de libros, y decidimos llevar adelante el proyecto que concluyó con la publicación de un libro que rehace la biblioteca. Invitamos a Agustín Berti, que lo potencia desde otra mirada, y a Rodrigo Fierro, quien –con su singular perspectiva de fotógrafo y cronista visual– le dio un rumbo definitivo y particular al trabajo. Se unieron algunos voluntarios estudiantes de antropología forense. Entre todos, iniciamos el desenterramiento de la biblioteca que había sido escondida 43 años antes. En este acto, apareció mi familia, Isabel y Bruna, que participaron de esta situación de exhumación y despliegue de un pasado que ahora también era suyo.
Libros y memoria
Agustín Berti: Hemos hablado muchas veces de este proyecto. Y, cada vez que lo hacemos, surgen nuevas perspectivas. Vos revisaste tu propia biografía artística a la luz de la excavación de la biblioteca de tus padres. Hoy, que han pasado algunos años, ¿cómo sentís que decantó aquello? ¿Cómo sedimentó en tu pensamiento –para usar una palabra que me parece acorde– esta experiencia del desentierro?
TAV: El desentierro me ha hecho pensar en aquello que llamamos memoria y en cómo se hace esa memoria. A diferencia de la historia, la memoria es una acción presente. Desde este anclaje, lo que hemos estado haciendo en este tiempo, de forma individual y en conjunto, fue formular preguntas, interrogantes que, sin embargo, son difíciles de responder. En último término, ¿qué significa “asir” la memoria? ¿Se puede “tocar” la memoria? Ese acto de “tocar la memoria”, ¿qué evidencia? ¿Cuál es el vínculo entre la memoria y los libros ilegibles que desenterramos?
De los caparazones de las tortugas
AB: Es sugestiva la idea de “tocar” la memoria porque solemos pensar que la memoria es una especie de acto no tangible o un fenómeno que sucede hacia el interior de la subjetividad, incluso se la piensa como un proceso únicamente cerebral. Pero dijiste, con particular claridad, “tocar” la memoria. En muchos proyectos artísticos y en el acto particular del desentierro, el problema de la materialidad de la memoria se hace presente.
Recuerdo que, cuando trabajábamos en la recuperación de la biblioteca enterrada, dibujabas caparazones que quedaron en el libro en la forma de una bella lámina desplegable. Me parece interesante que podamos hablar de esta imagen, la del caparazón de tortuga, siempre presente durante todo el proceso de recuperación y que cobró particular sentido a partir de la carta que escribió tu madre desde las Islas Galápagos. Esos caparazones que parecen ser la posibilidad de tocar la memoria.
TAV: Desde mi infancia, el tema de las tortugas me acompañó de forma constante. En mi mente, resuena una y otra vez “Manuelita”, esa canción clásica de la Argentina que puede ser leída como un canto sobre el exilio. De un modo bastante inteligente, María Elena Walsh convoca a la memoria en la figura de quien se desplaza. La que se canta parece ser una historia sencilla, pero tiene la potencia de ofrecernos múltiples lecturas. Es en ese mismo tinte, marcado por la polisemia del acto del entierro y de la exhumación de los libros, en donde el significado de los caparazones de las tortugas adquiere sentido. Porque un caparazón es leído, pero ya sin la presencia del animal vivo; es encontrado y vuelto a la luz. En la figura de los caparazones, queda una inscripción que permite el acto presente de la memoria que, sin embargo, tiene un sutil carácter plástico. Hay todo un juego de relación en esos animales lentos y longevos y los recuerdos que nos dejan a través de su envoltura. Me parece que estas consideraciones son un buen ejemplo del tipo de planteos que tenemos que ir haciendo para reformular y abrazar la memoria. Periódicamente, hay que ir cambiando alguno de los elementos del tiempo en el que estamos. Y eso no es fácil, es más que difícil. De alguna manera, me hace pensar lo que alguna vez te escuché decir sobre las nuevas generaciones cubanas o sobre la revolución en otros lugares: la revolución tiene que ser presente, cada generación necesita su revolución. No se le puede exigir a una generación que nació en otro tiempo que siga tocando los mismos elementos que le dieron sentido a la generación anterior.
AB: Los caparazones, en su estructura, cuentan una historia que hay que saber leer. Pueden ser pensados como una bella metáfora sobre los libros como reservorios de las palabras de quien ya no está, aunque su “persona” continúa vigente en ese dispositivo de papel y cartón. Los caparazones hacen recordar a las tortugas que hibernan y que, en algún momento, dejan el testimonio de lo que fueron en su coraza. Esta imagen de la tortuga que “se pone en el jardín, que se esconde cuando hiberna” juega bajo cierta tensión con el proyecto de desenterrar la biblioteca de tus padres.
TAV: Tu comentario me lleva a pensar sobre la tecnología del libro impreso. Parecía condenado a su desaparición. Sin embargo, los textos encuadernados no han sido reemplazados en su valor por las publicaciones digitales. Pienso en la tangibilidad, en la belleza de la percepción del tacto. Recuerdo, recuperando esta perspectiva sobre lo material, la relación de Darwin con los caparazones de las tortugas durante su estancia en las Islas Galápagos. Su lectura le permitía saber de qué isla era cada tortuga. Esto está en El origen de las especies, una obra que cambió de manera dramática nuestra forma de ver el mundo.
En muchas culturas, los caparazones de tortuga son elementos a ser leídos. En algunos mitos, diferentes personajes o dioses los interpretan como portadores de algún conocimiento, de saberes que son transportados en los propios cuerpos. En los paquetes que revelamos durante el desentierro hay algo que perdura, pero que no puede ser identificado con claridad. Sin embargo, está allí porque quedó inscripto en una forma que no es que esté muerta, sino que permanece suspendida hasta que alguien la pueda descifrar.
Sobre lo material y lo virtual
TAV: Llegados a este punto, es interesante considerar al libro impreso como una forma tecnológica que no ha perdido vigencia. ¿Cómo sucede esto frente al vendaval de lo digital que, parecía, iba a arrasar con toda forma de materialidad vinculada a lo textual?
AB: Varias cuestiones tienen que ver con el proyecto en particular, y el rol que juegan los libros nos puede ayudar. Es evidente que hay una forma de virtualización de las comunicaciones y una serie de operaciones que intentan trasladar las prácticas cotidianas a un ámbito nuevo como es el digital. El libro, en realidad, sale fortalecido de esta situación, no debilitado. Como pasó en el proyecto del desentierro: se recuperaron paquetes de objetos que habían sido libros. O que siguen siendo libros, pero ya no son legibles. O volviendo a lo anterior –que se transformaron en otra cosa, pero originalmente eran libros–, aquí hay un tema que me parece uno de los aspectos más ricos de este proyecto: ¿qué eran esos objetos que parecían ilegibles?
En relación a tu comentario vinculado a tradiciones culturales en las cuales los caparazones podían ser leídos, estos objetos, que ya no podían ser leídos en el sentido convencional, seguían transportando en sí posibles mensajes a ser interpretados. Un libro es mucho más que el texto que está allí. Hay una especie de ilusión de que un libro es su texto y no ese dispositivo complejo hecho de caracteres impresos en papel. Ese dispositivo tiene una serie de propiedades que son mucho más variadas que el simple texto, aunque ese texto parezca ser el alma del objeto, su corazón. Sin embargo, cuando desenterramos cada uno de los envoltorios, vimos que había libros que ya no podían ser abiertos porque estaban endurecidos y transformados en una especie de masa indistinta de celulosa y tierra. Se habían resecado y mutado hacia otra cosa. La imposibilidad de abrirlos y de leer lo impreso en sus páginas ponía en evidencia que un libro es mucho más que un texto. Solo se dejaba traslucir, en sus lomos, títulos. Algunos de esos volúmenes, como si fuesen caparazones en los cuales se puede interpretar una crónica, revelaban mensajes: el título de un libro claramente legible, por ejemplo. Eran, más bien, alusiones, sugerencias, formas abiertas a la interpretación más que a la posibilidad de una lectura guiada por la transparencia de la impresión. Entonces, ¿cuál es la potencia del libro impreso como vehículo de cultura? Es un objeto muy resiliente, y en eso también se parece a las tortugas. Es hacedor de la memoria porque su texto perdura mucho más allá de la vida de su autor, puede sobrevivirlo por siglos, por milenios incluso. De cualquier modo, es un objeto muy frágil, entonces hay que cuidarlo de ciertos peligros que lo acechan. En eso también es un artefacto que tiene una vida latente propia, volviendo a la metáfora de la tortuga que se esconde en el jardín y aparece mucho tiempo después. Y esa potencia, esa vida latente, es posible porque no depende de otra cosa, no depende más que de sí y del eventual lector. No depende de estar conectado a nada, no depende de tener electricidad, no depende de nada más allá de encontrar un lector que sea capaz de comprender la lengua en la que está escrito o de decodificar ese código. Es interesante destacar el subtítulo del proyecto, Brevísima relación de la destrucción de los libros, porque se vincula con la obra de Bartolomé de Las Casas: Brevísima relación de la destrucción de las Indias. En ese escrito, se hace alusión a la destrucción de culturas. En particular, tiene un pasaje donde se narra cómo fue la quema de los códices mayas. La destrucción recurrente de estos objetos portadores de cultura, me parece, muestra al mismo tiempo su potencia y su fragilidad.
En el contexto de una digitalización forzosa, por la situación de aislamiento impuesto y con la posibilidad repentina de descargar bibliotecas enteras que nunca van a ser leídas –porque nadie tiene tiempo, y la lectura es algo que demanda mucho tiempo–, hay una especie de acumulación de textos, no de libros, que no favorecen la lectura. El libro como dispositivo invita al aislamiento, a sentarse a leer en soledad. Es una actividad en la que uno dialoga en silencio, una paradoja potente esa. Pero el libro no es una pantalla a la que le entran mensajes o que nos permite hacer múltiples tareas simultáneamente; el libro es un objeto exigente, demanda atención hacia sí. Y esa, creo, es parte de su potencia como objeto que preserva la memoria. Su propia materialidad nos invita a suspender el resto del mundo. Esas son las paradojas potentes que tiene el libro en tanto objeto que lo hacen una pieza única en la larga historia de objetos que constituyen la historia de la humanidad. El libro es particularmente resiliente; sobrevive en el tiempo, se extinguen distintos linajes de soportes textuales, y otros emergen, pero, en el fondo, hay una idea de vehículo de cultura bastante resiliente. No sé si me alejé de la cuestión original, pero creo que esa materialidad que tiene el libro como soporte de memoria lo hace, de todos los objetos de la cultura, uno destacado; más allá del fetiche en que a veces puede convertirse.
TAV: El proyecto de desenterramiento no fue un trabajo que tuviese bordes claros: lo interesante y significativo es que implicó introducirse en terrenos neblinosos de paisajes poco definidos y de rutas bifurcadas como las ramas de un árbol. Pareciera que, finalmente, fue un proyecto que se consolidó en el derrotero de los caminos laterales, en las ramas del tronco que las sostiene. Este espíritu es el que quedó impreso en el libro La Biblioteca Roja. Hay allí un conflicto entre lo plural y lo singular, entre la bifurcación y el camino principal. Pensemos, por ejemplo, en un libro, en un ejemplar único, que se activa en el momento en el que alguna persona lo lee y lo interpreta, y cómo –en ese momento– se constituye en toda una biblioteca. Por el contrario, el desenterramiento mostró cómo un conjunto de libros se comprime para generar uno solo. Por momentos, parecían momias transformadas en un objeto único que sale a la luz y que, a la vez, se vuelve tierra, se degrada y, en definitiva, se vuelve difícil de nombrar. Toda esta historia, la del ocultamiento en la tierra, la de la búsqueda y la recuperación, deja resonando el eco de una voz que nos recuerda que el libro es un elemento colectivo, que la cultura es una construcción colectiva. Cuando se persigue a los libros, cuando se destruyen las bibliotecas, se devasta la cultura toda, deja de ser un hecho particular.
Sobre la destrucción de lo material
AB: En relación con la última reflexión, el proyecto de La Biblioteca Roja estuvo atravesado por una serie de coincidencias que resignificaron todo el trabajo realizado. Por ejemplo, me habían invitado, en Bogotá, a hablar del proyecto en una universidad con historiadores, antropólogos y arqueólogos con un presentador de la Biblioteca Nacional de Colombia. La mañana del día en el que estaba pautada la charla, unas horas antes de la presentación, se incendió el Museo Nacional de Antropología de Brasil en Río de Janeiro. Se discutió el hecho en el mismo momento en el que sucedió. Llamaba poderosamente la atención algunas coincidencias con el tema de La Biblioteca Roja. Se habían destruido registros de cantos y leyendas de lenguas que ya estaban extintas. Es decir, la única pervivencia posible que quedaba de esas culturas había desaparecido consumida por el fuego. Estos ciclos de creación y destrucción en la cultura, o esta persistente destrucción de los objetos portadores de cultura, parece ser algo que acecha a la humanidad. Y sea, en este caso, por desidia o por intención –como fue la destrucción de libros en la última dictadura argentina, durante el nazismo o durante las distintas quemas de la biblioteca de Alejandría–, la historia de la humanidad está atravesada por estas pérdidas. Y creo que la idea de enterrar los libros para preservarlos y desenterrarlos, aunque no puedan ya ser leídos, recoge un poco el drama de la historia.