Enciclopedias y memoria

“Había una vez”, “Fue una vez”, “Hubo una vez”… Formas que convocan a antiguos relatos que, ansiosos, se agitan desde un tiempo olvidado. Conjuros dichos para liberar las palabras que desean emerger rasgando la niebla que las cubre. Ruego del genio que implora para que frotemos la lámpara. Deseo para que ese tiempo perdido en el tiempo regrese bajo el modo de una narración que le dé un soplo al presente develando lo que permanece oculto.

Había una vez, fue una vez, hubo una vez, una enciclopedia que parecía contener todos los conocimientos. Llevaba un nombre seductor, se podría decir que era la fórmula para un encantamiento con el que animar al mundo. Sin embargo, lejos de ser magia envolvente, hoy sería considerado absurdo y pretencioso. Alguna vez, Carl Sagan soñó con una “Enciclopedia galáctica”, pero era solo una metáfora. La que aquí recordamos tenía un carácter secular y, por ello, más real. Sus tomos, cada uno de un color diferente, daban distinción a las bibliotecas. Bajo el abarcativo nombre de Lo sé todo, se desplegaba en sus hojas el saber universal acumulado por siglos. Eran doce volúmenes que, abiertos en cualquier página, revelaban algún tema de ciencia, de arte, de historia o de cualquier otra expresión de la cultura humana. Los estudiantes de las escuelas tenían la sensación de que allí no faltaba, ni faltaría jamás, nada. La escuela también pudo suponer cierta completitud en los saberes que ponía en juego en las aulas y que con los años daba a los alumnos un canon de conocimientos fundamentales como aquel Lo sé todo.

Pero no hay tal enciclopedia y aquella escuela ya no puede ser.


Entonces, ¿qué enseñar? Esta pregunta se enfrentó, no pocas veces, diluyéndola en un mar de consideraciones técnicas acerca de cómo enseñar tal o cual cuestión particular, reduciendo el arte del maestro al acto repetitivo de un artesano de la “didáctica”. En esta forma, se perdía al maestro como un pensador de la cultura, como alguien capaz de proponer a sus alumnos ciertas lecturas significativas sobre el tiempo que les toca habitar, sobre las tradiciones heredadas, sobre los significativos y problemáticos logros tecnológicos del ingenio humano. Lecturas que son reflexiones, críticas, reformulaciones, nuevas preguntas, ciertas respuestas. Como dijera Georges Gusdorf:



Podemos preguntarnos […] si la pedagogía metódica y objetiva constituye una especie de milagro y una coartada para aquellos que se niegan a tomar conciencia de la situación real. El maestro desafortunado culpa a los programas y a los métodos; aquel que tiene éxito atribuye su triunfo a las técnicas y procedimientos que pone en práctica. Ahora bien, los sistemas pedagógicos son sistemas en el aire, elaborados sin duda en función del presupuesto de un maestro de calidad media que actúa en una clase de nivel medio. La desgracia es que esas entidades no corresponden a nada real, más de lo que lo hacía el Homo oeconomicus de la economía clásica, y esa es la razón por la que la pedagogía se revela, con el uso, tan sorprendentemente impotente como la economía política. Proporciona comentarios y explicaciones sin fin sobre lo que ha ocurrido, retroactivamente, pero no sirve de gran cosa cuando se trata de afrontar el presente y planear el futuro.1



1. Gusdorf, G. (2019). ¿Para qué profesores? Por una pedagogía de la pedagogía. Buenos Aires: Miño y Dávila, p. 89. (Primera edición: 1963).


Pensar Scholé significa ubicarnos en estas encrucijadas y dudas para comprender que los temas tratados bien pudieron ser otros, pero que, con la misma legitimidad, son los que hemos aceptado considerar. Porque el mundo contemporáneo puede ser leído desde diferentes regiones que ya no se podrán condensar en una enciclopedia que lo sabe todo. Se trata, entonces, de formar maestros y profesores que deciden leer, y compartir esas lecturas con otras posibles, sobre los complejos dilemas que el mundo actual nos plantea. Y bien vale, frente al peso de la memoria con la que marcamos este número, recordar las palabras de Diana Sperling: “El fundamento de la memoria es el futuro. No, como podría pensarse, el pasado, pues conservar el pasado es insignificante y pierde todo su valor si no es una flecha disparada hacia el porvenir”.2


2. Sperling, D. (2018). Filosofía de cámara. Rosario: Otro cauce, p. 51.


Eduardo Wolovelsky


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