La tecnologización de la enseñanza

Parece que hubiese sucedido en otro tiempo. Desde entonces, los cambios sociales y culturales fueron tan profundos que el desnudo conteo de los años se siente equivocado. Fue tan solo hace tres décadas cuando, en Berlín, la historia hizo una de sus tantas piruetas. El muro, que parecía eterno y que dividía no solo a una ciudad, sino a todo el planeta, comenzaba a resquebrajarse bajo los golpes libertarios de mentes y brazos jóvenes. Junto con su caída, se desintegraba lo que quedaba del mundo soviético, aquel que había inspirado a George Orwell para la escritura de su novela distópica 1984. Mientras el concreto perdía su forma y se abrían nuevos boquetes, la vida estaba teñida por una implacable emoción que dificultaba la reflexión. A pesar de ello, había una cuestión que era evidente para el pensamiento: aquella caída revelaba que los duros sistemas de vigilancia y control, que durante más de medio siglo habían dominado la vida de millones de personas, no permanecieron ni omnipotentes ni omniscientes; estaban concluidos. Ahora, la Tierra sería un mejor lugar sin la presencia constante del ojo del poder observando.

Poco a poco, y de manera imperceptible, el sentido liberador que pudieron percibir quienes castigaban el cemento a martillazos y picos fue perdiendo fuerzas. Las tecnologías de la vigilancia y el control no habían muerto, habían mutado. Ahora son irreconocibles. Se hicieron más profundas, se volvieron colaborativas y engañosas y se globalizaron. Ya no producen terror. Por el contrario, las invitamos amablemente a ser parte de nuestra más cara intimidad. El filósofo español Joan-Carles Mèlich nos da indicios de lo que esto significa:

En la sociedad tecnológica ha desaparecido la privacidad. El Big Brother de Orwell tiene ahora una ‘cara amable’ (Han, 2014). Parece que uno ya ‘ama’ a ese ‘Gran Hermano’, por eso entrega gustoso a la red todos sus secretos. Pero hay más. No solamente ha desaparecido la ‘esfera privada’, sino también, y lo que es más grave, el ámbito íntimo. Esa intimidad, que con tanto acierto desarrolló el filósofo alemán Peter Sloterdijk en el volumen primero de su trilogía Esferas (2003), es lo que está amenazado en la gramática moral de los sistemas sociales tecnológicos.1


1. Mèlich, J.C. (2015). La experiencia de la pérdida. Ars Brevis, (21), 237-252. Disponible en el siguiente vínculo.



El 24 de octubre, el diario The Wall Street Journal publicó un artículo cuyo encabezamiento no parece dar más opciones a la educación que la repetición de la experiencia que se describe: “Los esfuerzos de China para liderar el camino de la IA comienzan en sus aulas. El rápido uso de la inteligencia artificial en las escuelas, desde jardines de infancia hasta universidades, proporciona al país una base de datos inigualable”.2 Por su parte, el portal especializado en tecnología EE Times Asia formula, respecto del artículo del diario norteamericano, la siguiente pregunta: “¿Tonterías o innovación orwelliana en el aula?”.3

2. Wang, Y., Hong, S. y Tai, C. (2019, 24 de octubre). China’s Efforts to Lead the Way in AI Starts in Its Classrooms. The Wall Street Journal. Disponible en el siguiente vínculo.

3. Liu, L. (2019, 5 de noviembre). Orwellian Nonsense or Innovation in the Classroom?. EE Times Asia. Disponible en el siguiente vínculo.



En junio había comenzado un singular experimento por el cual, en algunas escuelas primarias de China, los alumnos se calzaban, al ingresar al aula, unas particulares vinchas con tres electrodos cuya finalidad era hacer un registro electroencefalográfico de cada uno de ellos mientras transcurría la clase. La información era monitoreada por el maestro en la pantalla de su computadora y, además, cada vincha tenía un led que, según el color, revelaba a golpe de vista el registro que se estaba tomando de las ondas cerebrales. En los padres y maestros, los elogios por el aumento de la eficiencia en el aprendizaje y el funcionamiento de la clase no se hicieron esperar, pero en las redes sociales emergieron las críticas. El argumento para el ensayo fue que gracias al monitoreo, al tener un mejor registro de sus problemas y de su evolución, era posible ayudar a los alumnos. Fue ese mismo argumento el que dio origen, a fines del siglo XIX, al test de Binet, el que posteriormente tuvo una nueva versión desarrollada en la Universidad de Stanford. Según esta última forma, lo que se medía era el coeficiente de inteligencia (CI) heredado. Fin de la ayuda a los estudiantes: comenzaba así una política estatal que categorizó y excluyó. Con el tiempo, derivó en la esterilización eugenésica de los que obtenían un bajo puntaje en los test de CI. Forzada, exagerada, descontextualizada y anacrónica, es cierto; pero esta comparación, a pesar de los defectos enumerados, no deja de ser una significativa advertencia sobre la “tecnologización” de la enseñanza y la erosión lenta, pero persistente, del lugar del maestro y del profesor como alguien que abre puertas al mundo y sus problemáticas. Por ello, debemos considerar la siguiente reflexión:

En contra de lo que muchos piensan, la tecnología no es un instrumento sino una lógica, un sistema, una forma de vida centrada en algunos principios incuestionables, especialmente el de la velocidad. En este sistema social, la indiferencia de lo que le sucede al otro, o a ‘determinados otros’, domina ampliamente. Por ello, ya va siendo hora de cambiar de perspectiva porque, a diferencia de lo que la filosofía metafísica ha sostenido a lo largo de su historia, no hay que pensar el mal como una ausencia del bien. El mal, bajo la máscara de la indiferencia y de la crueldad, anda a sus anchas por todas partes, es extensivo al sistema tecnológico, a su marco político, social y, sobre todo, moral.4


4. Mèlich, J.C., op. cit.



En un párrafo posterior complementa su pensamiento, que es más una preocupación que la descripción final de un estado de cosas:

Así pues, sostengo a grosso modo que el mal, en una gramática tecnológica, es la indiferencia, y la indiferencia va ligada a la ‘sustitución’. En la ‘sociedad-red’ todos somos (y debemos ser) sustituibles. Y si alguien no lo es, entonces, como dijo hace muchos años Bertolt Brecht, es que algo está tramando (Brecht, 1979: 137). Si alguien no es sustituible, es sospechoso de inmediato. Esta lógica es perfectamente aplicable a la educación (…). Cualquiera puede hablar de cualquier cosa, cualquiera puede pasar un power-point, cualquiera puede… Las clases han dejado de estar firmadas, los profesores tienen técnicas pero no estilo.5


5. Loc. cit.



Lejos de cualquier fórmula, lejos de la lógica tecnológica orwelliana, de las vinchas que prometen un paraíso educativo que no habrá de ser, debemos pensar una y otra vez qué significa formarse y ser docente. Debemos reflexionar sobre las palabras de Georges Gusdorf: “el magisterio es, antes que nada, responsabilidad asumida. Y, primeramente, responsabilidad a los ojos de otro: el maestro descubre que tiene almas a su cargo”.6

 

Eduardo Wolovelsky



6. Gusdorf, G. (2019). ¿Para qué profesores? Por una pedagogía de la pedagogía. Buenos Aires: Miño y Dávila, p. 156. (Primera edición: 1963).