Escoltado por algunos funcionarios municipales que tienen el deber de labrar un acta sobre lo que ocurra, el capitán visita la cuadra y observa con atención al joven que lo reclama y con quien, aparentemente, tiene alguna relación. Sin embargo, no logra reconocerlo; está convencido de no haberlo visto jamás. Intenta despertarlo, pero es imposible. No tiene otra alternativa: debe buscar alguna explicación en la carta que está dirigida a su nombre. Abre la misiva. Lee.
De la frontera bávara. No se cita el nombre del lugar. 1828
Ilustrísimo señor Capitán.Le envío a un muchacho que desea servir fielmente a su rey. Este chico me fue confiado el 7 de octubre de 1812, y yo mismo, un pobre jornalero, tengo también diez hijos, y lo mío me cuesta salir adelante, y su madre me entregó a su hijo solamente para que lo criara, pero no pude preguntar nada a su madre, y hasta ahora no he dicho nada a la Audiencia Provincial de que este chico me había sido confiado. Me dije que tendría que hacer como si fuera hijo mío, lo he criado cristianamente, y desde 1812 no lo he dejado dar un paso fuera de mi casa para que nadie supiera nada de dónde había sido criado, y ni él mismo sabe el nombre de mi casa, ni sabe tampoco el lugar, puede usted preguntárselo, pero no puede decirlo. Yo mismo le he enseñado a leer y a escribir, puede escribir mi letra como yo la escribo, y cuando le preguntamos qué hará dice que será de la caballería ligera como su padre fue, y si hubiera tenido padres, que no tiene, habría sido un chico instruido. Si le enseñáis algo enseguida lo sabe. (…)
Por favor, señor Capitán, no lo moleste, no sabe en qué lugar estoy, lo he llevado en plena noche, ya no sabe volver a casa. Me encomiendo humildemente a usted porque podrían castigarme.
Y no tiene ni una moneda encima porque yo tampoco tengo nada. Si no se queda con él, tendrá que echarlo o colgarlo en el camino. (Feuerbach, 2017, pp. 46-47)