La pregunta por el futuro
La pregunta por el futuro
¿Cómo imaginamos el futuro? ¿Qué vínculo con ese tiempo por venir promueve el mundo contemporáneo? Formulamos estas preguntas, pero más que intentar responderlas –tarea que se nos vuelve inevitablemente tentativa– nos interesará rondar a su alrededor. Por eso, estas notas. Incluso porque en la prohibición de adivinar con qué carga el futuro –interdicción que, como recordaba Walter Benjamin en las llamadas “Tesis de filosofía de la historia”, es una suerte de precepto del judaísmo para, entre otras cosas, no desencantarlo–, creemos encontrar un núcleo de buen sentido.
Puestos a pensar sobre el mundo contemporáneo en su condición presente, es evidente que algo de su tonalidad, de su ánimo, se ve definido por el futuro, por cómo este gravita sobre nosotros. Es decir, la avalancha de fines sobre los que se coloca nuestra época –como se sabe, se habló, y no sin argumentos, del fin de la historia, de la filosofía, de las ideologías, del arte, de la infancia…–, el agotamiento de la forma moderna del trabajo y el escenario fragmentado en precarización, ausencia de descanso y desempleo, así como la percepción de la “pérdida del mundo” que se desrealiza en imágenes y en ceros y unos, no pueden sino influir decisivamente en la imagen que nuestra época tiene del futuro. A su vez, este echa sombra sobre ese diagnóstico, marca determinados flancos. Por otra parte, la escuela trata siempre con “nuevos”, de manera que en ella se hace indefectiblemente presente el futuro. En este enredo estamos los adultos, particularmente los educadores. Por lo tanto, e invirtiendo el inicio de estas líneas, es el futuro el que en efecto nos ronda, quizás también nos acecha con insistencia, porque pasó a tener estatuto de severo problema.
1979
El problema, sin embargo, no es enteramente nuevo, pero la percepción que tenemos de él se ha aguzado en el último tiempo –la pandemia sin lugar a dudas influyó considerablemente en este sentido–. Detengámonos en el señalamiento que hace, a fines de los años setenta, el teórico de la historia Reinhart Kosselleck en el libro Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos a propósito de cómo se experimentó la temporalidad moderna. Propone dos conceptos entrelazados: el de “espacio de experiencia” y el de “horizonte de expectativas”. Mientras que el primero mira desde el presente hacia el pasado –ya que la experiencia siempre proviene de lo ya vivido–, el otro se lanza hacia el futuro desde el presente. Si en las sociedades premodernas el peso de la experiencia limitaba las expectativas y reducía drástica pero también tranquilizadoramente su horizonte, luego de la vasta mutación que ocurre entre el siglo XVI y el XVII, esa relación –que había estado vigente por muchísimo tiempo– se desanuda. La modernidad es precisamente un tiempo en el que la experiencia y el pasado se devalúan y las expectativas futuras se incrementan, al punto de gobernar la acción y la imaginación. Las aceleradas transformaciones científicas y técnicas marcan la preponderancia de la nueva pulsión que, a su vez, repercute en la esfera política, social y cultural. “Todo lo sólido se desvanece en el aire” escribirán Marx y Engels en el Manifiesto comunista. Si el vértigo podía ser amortiguado era porque el progreso –más o menos veloz: evolucionista o revolucionario– funcionaba como el hilo que seguía ligando al presente –y, más atrás, al pasado– con el futuro. Como señalábamos, el escrito de Kosselleck es de 1979, de una coyuntura en la que el encantamiento por el futuro, que también significaba confianza por lo que traería al mundo, se había enfriado considerablemente.
2007
Mucho más cerca en el tiempo, Franco Bifo Berardi se refiere a 1977 como el “año en el que el futuro se acabó”. Por ese entonces, en Italia fueron derrotadas las propuestas y prácticas emancipatorias que seguían vivas desde el Mayo –no solo francés– de 1968. Acá, entre nosotros, ni qué decirlo, fueron años de oscuridad dictatorial y de una redisposición de las fuerzas sociales que nos empujarían a este presente, a este mundo contemporáneo. Berardi también está atento en su escrito –que es parte del libro Generación Post-Alfa, publicado en 2007– al grito que surge de la contracultura juvenil, además del ámbito de la música, del rock, que sostenidamente venía experimentando con lo nuevo: nos referimos al “no future” del movimiento punk y de Sex Pistols. Ese grito extrema la percepción de hallarse ante un cuello de botella cada vez más angosto, que se cierra. Por supuesto, nos encontramos de nuevo ante la discursividad del fin, con otro de sus giros, que en este caso nada tiene de celebratorio; y a esa discursividad vale discutirla, limitarla, pero no desatenderla.
2009-2010
Mark Fisher, en Realismo capitalista, al detenerse en la película de Alfonso Cuarón Hijos del hombre [Children of men], permite formular otra pregunta hoy acuciante: ¿cómo será una sociedad en la que ya no haya lugar para lo nuevo? Expliquémonos: a distancia de la hipótesis de ciencia ficción que subtiende a la película, no se trata de prever catastróficamente que en un momento cercano dejarán de llegar “nuevos” biológicos para incluirse en el mundo reducido y en riesgo que es el nuestro. Los hay y los seguirá habiendo, lo que en sí mismo es maravilloso. El verdadero milagro, recuerda Arendt en La condición humana. El problema es que la novedad cultural que llega al mundo está en pendiente acentuada, como si los nuevos ojos hubieran dejado de traer consigo nuevas miradas para tratar con el mundo, como si el futuro no los alimentara de nuevas preguntas. Ojos cansados o jóvenes viejos, para servirnos del título de una gran película argentina de los años sesenta. Hasta este punto llega Fisher: ¿de qué sirve la cultura acumulada –un cuadro de Picasso, el David de Miguel Ángel– si no se la puede poner a prueba de nuevas miradas? Simon Reynolds, otro crítico cultural inglés muy cercano a Fisher, llama “retromanía” –en su libro homónimo– a la compulsión que impera en la música, especialmente en el rock, de volver sobre lo ya hecho, de repetir sonidos ya escuchados. La música, esa música que anticipaba el futuro, a partir de los 2000 solo mira hacia atrás, cosa también posibilitada por la web, por el archivo anarquizado, que porta todo el pasado y pesa sobre los hombros nuevos. Es la moda nostalgia, pero, más que como moda, como límite, como imposibilidad o repliegue ante el futuro.
2021-2022
Se habla y se escribe –también se filma y queda registrado en numerosas películas y series– acerca de un futuro al que solo se alcanza a imaginar distópico. O sea, como lo contrario a un porvenir deseable, hecho de la realización de todo lo bueno y justo que desde hace siglos abriga –y sobre todo añora– la cultura. Si se prefiere evitar esa imaginería pesimista, ante el futuro se calla, se hace silencio, como si se encontrara cancelado.
Todo esto hoy incomoda, quizás también angustia, y se discute; de hecho, un muy joven crítico de música –Kit Mackintosh– publicó una suerte de manifiesto, Gritos de neón, en el que sostiene que la novedad sigue estando en la música, que lo nuevo no se detuvo, late en el autotune y se plasma en cantidad de temas que tienen como favoritos en sus playlists nuestros alumnos. Por lo tanto, arriesga, la alarma por un futuro cultural y socialmente ocluido es solo un lamento de quienes ya no son jóvenes y perdieron la posibilidad de entender qué pasa con ellos. Se trata de una nota discordante y también minoritaria, que vale sin dudas atender. Lo cierto es que todo eso se encuentra en tensión, son contrapuntos que, aunque tengamos más o menos conciencia de ellos, nos envuelven e impregnan al presente de una rara ansiedad, de un nerviosismo que si no es desesperado es porque encuentra los paliativos que el mismo sistema ofrece, como la práctica –que es una estética– del consumo.
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Retornamos a Benjamin y sus tesis, a esas páginas tan geniales como urgentes, escritas ante el avance del nazismo: en la tradición de los oprimidos, donde ante todo lo que rige es el “estado de excepción” –nunca la ley y la protección–, ¿qué lugar hubo alguna vez para el futuro? En los setenta del siglo pasado, intentando entender los rasgos más propios de la violencia revolucionaria que estalló en los primeros años de la década, Hannah Arendt afirmaba, en Sobre la violencia, que la misma es hija de la desesperación ante la evidencia de que una de las principales facultades humanas, la de actuar –que significa crear lo nuevo en la vida política–, está llegando a su final. La enorme complejidad administrativa de sociedades que no paran de crecer –o de aumentar en población, consumos y ocupación de espacios– las torna rígidas, muy difíciles –si no prácticamente imposibles– de modificar por la acción humana. Habrá estallidos, accidentes y catástrofes, pero no política que las haga variar. El régimen de la novedad está en peligro. Aunque, volviendo una vez más a Benjamin, hay una “pequeña puerta” que no se cierra y que permite imaginar la interrupción de lo consabido, de lo ya dado. Los nuevos y las nuevas quizás tengan la ganzúa.