Entre paréntesis Edición 15 | 25 febrero, 2025

Un mundo en suspenso

En este artículo, Diego García piensa posibles hilos que conectan la pedagogía con la cultura. Lo hace desde relaciones que, propone, enlazan la naturaleza muerta –el género artístico– con la transmisión y la enseñanza.

Podemos distinguir entre traducciones correctas e incorrectas, en especial cuando nos enfrentamos a indicaciones simples que implican opciones como arriba y abajo, adelante y atrás o derecha e izquierda. En esos casos, una traducción errónea puede ser un peligro. Pero, en general, diferenciamos traducciones buenas de malas. Una experiencia repetida cuando nos enfrentamos a –es decir, intentamos leer y en lo posible disfrutar de– una novela cuya traducción, aunque en castellano, fue proyectada para otro público, como el español. No es, queda claro, que la traducción sea mala, sino que es inadecuada para lectores argentinos o uruguayos. Así, para poder avanzar en el argumento, nos resignamos a tolerar palabras que no utilizamos y que se convierten en un obstáculo para la lectura: hostia, carro, gilipollas, mentirijillas o fontanero, solo para nombrar algunas de las más comunes. Sospechamos, con razón, que la solución no es sustituir cada una de esas palabras por la equivalente en nuestra comunidad; en definitiva, el estilo es antes que nada una cuestión de sintaxis y de composición.

Con la expresión naturaleza muerta sucede otra cosa. La denominación española para este tradicional género artístico es bodegón: la representación pictórica (aunque también puede ser literaria) de frutas, flores, animales, piedras u objetos humanos (pipas, botellas, instrumentos musicales, libros). El universo de palabras y de sentidos que evoca naturaleza muerta contrasta con el que resuena en el nombre que los holandeses del siglo XVII le dieron al género: stilleven, “vida detenida”. Guy Davenport (2002) nos informa que la palabra proviene de la jerga de los pintores. Leven, “vivo”, era el término con que se designaba a los dibujos hechos a partir de un modelo. Una vrouwenleven era un modelo femenino, y uno que, de cuando en cuando, mientras posaba, necesitaba moverse; una stilleven –frutas, flores, pescado– se mantenía inmóvil. La lengua inglesa –still life– y la alemana –Stillleben– mantuvieron el origen gremial del término, que a la larga asume otras connotaciones. Vida detenida; vida inmóvil, silenciosa; naturaleza muerta.

Paul Cézanne (1839-1906). Manzanas y naranjas, c. 1899. Óleo sobre lienzo. ©
RMN-Grand Palais (Musée d’Orsay) / Hervé Lewandowski.

Según Davenport (2002), la naturaleza muerta es un “arte menor”, un arte doméstico, que ha sido practicado de manera ininterrumpida –a diferencia de otros géneros intermitentes, como el paisaje o el retrato– por más de 4.000 años. Su asombrosa permanencia es motivo suficiente de reflexión. Se conjeturan dos posibles comienzos. Por un lado, la costumbre presente en el antiguo Egipto de llevarle comida a los muertos porque creían que el alma se seguía alimentando. Cuando ya no quedaba un familiar para llevar comida fresca, se pintaban los alimentos en la pared de la tumba. Por otro lado, algunos ubican el origen de la naturaleza muerta como asunto en un pasaje del libro del profeta judío Amós (siglo VIII a. C.) donde señala que tuvo una visión en la que el señor se le presentó con una canasta de fruta madura y dijo que ya no le quedaba más tiempo al pueblo de Israel. Un doble comienzo, entonces, que enlaza a los vivos con los muertos a la vez que recuerda las posibilidades y los peligros del porvenir.

Ese punto de partida hermana a la naturaleza muerta con la cuestión de la transmisión y, por extensión, con la de la enseñanza: remite a la conexión con nuestros antepasados –con los que nos antecedieron en el mundo (y que lo hicieron, en parte, como es)–, a los vínculos entre las generaciones; en fin, la importancia de la tradición para mantener el hilo que une pasado y presente. Simultáneamente, nos orienta hacia el futuro, nos recuerda la fragilidad de esas producciones humanas (lo perecedero de la vida simbolizada con la fruta madura). Permanencia, por un lado, en el vínculo con el pasado y, por el otro, inestabilidad. La forma que asume esa doble fuerza –en apariencia contradictoria– se puede percibir casi de inmediato si observamos un conjunto de manzanas y peras en un mosaico de la antigua Roma, en un óleo holandés del siglo XVII, en un Cézanne del siglo XIX o en una obra de Juan Pablo Renzi de 1980. La notable continuidad que existe entre esas imágenes se impone, así como su diferencia. O, para decirlo de otro modo, podemos registrar la presencia de la tradición en la innovación.

Manzanas en azul, 1988
Óleo sobre lienzo
132×103 cm Cristóbal Toral

Davenport nos ofrece una definición tan sencilla como franca de la naturaleza muerta que nos permite sugerir otra analogía con la enseñanza: “entre la recolección y el consumo de los alimentos hay un intervalo en que estos se exhiben” (Davenport, 2002). Un momento aparte, entonces, del tiempo del trabajo (la cosecha, el pastoreo) y del tiempo dedicado al consumo. Una actividad definida por su utilidad, como la de conseguir alimentos, otra definida por la necesidad, la de alimentarse para reproducir la vida. Ese momento diferenciado, ese intervalo, pone en suspenso esas dos demandas, lo que no significa que las niegue o las desconozca. ¿No hay allí una posible afinidad con el modo en el que Jan Masschelein y Martin Simons (2014) proponen pensar la escuela y su tarea? Recordemos que la escuela, según su planteo, debe intentar producir un tiempo en el que las necesidades y las rutinas que ocupan la vida diaria puedan hacerse a un lado, suspenderse momentáneamente. No para desconocerlas, sino para prestarle a los objetos que conforman el mundo otra atención. Una atención que solo es posible cuando se nos presentan liberados de los usos sociales establecidos. La materia escolar, sostienen, deriva del mundo, pero no coincide con él ni se subordina a sus demandas económicas o sociales. Como las manzanas y las peras que vemos en una naturaleza muerta, es un material que ha sido apartado de la circulación regular (comercial, económica, social) para ser mostrado y observado con una atención inédita, sin fin aparente.

El pintor italiano Giorgio de Chirico reivindicaba esa suspensión que hace posible que la naturaleza muerta represente la vida silenciosa de los objetos que se expresa con el volumen, la forma y la plasticidad. Es decir, la liberación de los alimentos o de las cosas de su consumo o de su uso los hace aparecer de otra forma. El arte menor de la naturaleza muerta se convierte así en un juego, en un laboratorio, en un cuaderno de apuntes, donde el artista puede ensayar, ejercitar, probar. Lo que interesa subrayar, de todas maneras, es que esa liberación momentánea de las demandas sociales implica prestar atención sobre el modo o la disposición que asume la exhibición de esas cosas (sean frutas, animales, objetos… o contenidos escolares). Esa presentación es distinta al modo en el que se presentan naturalmente, según su función o uso social. Un “desorden armonioso” –de nuevo Davenport (2002)– que exige una atención desacostumbrada de parte del observador o el lector. Una forma de mostrar el mundo como habitualmente no lo percibimos, sin anularlo tras una explicación rápida de lo ya conocido. En fin, otra analogía se nos ocurre con la enseñanza y la escuela: la operación de desmontar el mundo tal como se presenta para proponer un montaje distinto que destaque zonas no vistas o desconocidas, su “volumen, forma y plasticidad” (como diría Giorgio de Chirico), que promueva el interés y su percepción desautomatizada. Destacar, entonces, la dimensión formal (y de ensayo, de prueba) de cualquier clase.

La afinidad entre la naturaleza muerta (como género artístico y como forma impar de transmisión cultural) y la enseñanza se sostiene sobre sus innegables y profundos contrastes. Las analogías –relaciones de semejanza entre cosas distintas– son útiles mientras no se olviden las diferencias.

*Imagen de portada: Juan Pablo Renzi (1940-1992). Interior con mantelacámera [Homenaje a Lacámera], 1978. Óleo sobre tela. 80×100 cm. La imagen fue modificada mediante una inteligencia artificial.

Referencias

Davenport, G. (2002). Objetos sobre una mesa. Desorden armonioso en arte y literatura. Madrid: Fondo de Cultura Económica.
Simons, M. y Masschelein, J. (2014). En defensa de la escuela. Buenos Aires: Miño y Dávila.

 

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Profesor de Historia (UNC) e historiador, es coautor y responsable de contenidos del seminario El Cordobazo: ciudad, acontecimiento y fiesta, del ciclo “ Entre la Pedagogía y la Cultura” del ISEP. Escribió el libro Un acontecimiento escurridizo. El Cordobazo: sentidos en disputa, publicado por ISEP. Actualmente, es docente en la UNC, en escuelas secundarias y en institutos de formación docente. Cuenta con numerosas publicaciones, y coeditó el libro Culturas interiores. Córdoba en la geografía nacional e internacional de la cultura (2010).