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MiradasEdición 5
Guerra del Paraguay
Javier Trímboli 8 agosto, 2020

A 150 años de su finalización…

La guerra del Paraguay fue, por mucho, el más importante enfrentamiento bélico en el que se vio comprometida la Argentina, a sabiendas, claro está, de que en ese entonces aún nuestra nación no había terminado de consolidarse como tal. La guerra del Paraguay, se sabe también, tuvo visos de masacre, masacre de un pueblo, el pueblo paraguayo. Pero vale añadir que la tragedia y las muertes masivas también corrieron para los vencedores, si es que hubo tal cosa, si es que los vencedores llegaron a pisar el campo de batalla, a arriesgar el propio pellejo.

Guerra del Paraguay

En Paraguay, se suele referir al millón de habitantes que poblaba el país antes de que la guerra lo conmoviera. Se hacía esta referencia en 1870, y se la hace hoy también, para de inmediato señalar la reducción drástica de la población que fue su consecuencia, para dejar en claro que las tantísimas dificultades y las desventuras que atravesó esa nación a lo largo del siglo XX tienen ahí uno de sus orígenes principales. Solo habrían sobrevivido cien mil habitantes, fundamentalmente mujeres, viejos y niños. Desde la Argentina y desde Brasil –a través de algunos de sus escritores e historiadores–, se objeta ese número porque se lo encuentra más mítico que real. El francés Luc Capdevila –en un libro último que reúne cantidad de pergaminos académicos–, luego de cotejar distintos registros, concluye que la población del Paraguay antes de 1865 era sustancialmente menor, rondaba los seiscientos mil habitantes. Aunque esto sea así de cierto, añade, la disminución de la población en el lapso de esos cinco años fue dramática: ronda un 60 por ciento, caída que, en proporción, es aún más abrupta que la de la URSS en la Segunda Guerra Mundial. Sarmiento, que durante su presidencia concluye la guerra, le escribe a su amigo chileno Santiago Arcos: “La guerra del Paraguay concluye por la simple razón –horresco referens– que hemos muerto a todos los paraguayos de diez años arriba”. ¿Una exageración del sanjuanino? Sabemos que lo suyo nunca era solo eso. Está en el tomo LX de sus Obras Completas y es epígrafe del importantísimo documental de José Luis García, Cándido López: los campos de batalla, estrenado en 2005. El escritor paraguayo Augusto Roa Bastos no titubea al decir que con esta guerra “el Paraguay sucumbió y pasó a ser un pueblo vencido en el sentido existencial de aniquilación de un destino colectivo”. Guerra Guasú –Guerra Grande– se la nombra en guaraní.

Soldados paraguayos

Aún hoy es materia de discusión cuándo se inició la guerra. Algunos ponen su atención en diciembre de 1864, cuando el gobierno de la hasta hace poco Banda Oriental –Uruguay–, el único aliado de peso que tenía Paraguay en la región, empieza a ser seriamente cercado por una ofensiva encabezada sin tapujos por el Imperio del Brasil, que apoya al caudillo opositor Venancio Flores. Todo esto con el visto bueno del gobierno de Bartolomé Mitre que, mientras tanto, intenta con denuedo, y no poco éxito, hacer pie firme en las provincias argentinas. Sí, todavía en 1864 Brasil tenía un emperador –Pedro II era su nombre– perteneciente a una familia dinástica europea. Otros acentúan en la semana santa de 1865, cuando las tropas paraguayas ocuparon –arteramente, por sorpresa, se afirma– la ciudad de Corrientes y se lanzaron hacia Uruguay, el escenario desestabilizado donde ya había sucumbido el presidente y solo ruinas quedaban de la heroica Paysandú –así se la cantó–. Entre una fecha y otra, hubo una solicitud del gobierno de Paraguay para que se le permitiera hacer pasar sus tropas por territorio argentino, que fue denegada; también, una declaración de guerra formal que, según el gobierno Mitre, nunca llegó a destino. Como Guerra de la Triple Alianza –el Imperio del Brasil, el Uruguay de Venancio Flores y la Argentina que, desde Buenos Aires, busca apuntalar al Estado nacional– también se la conoce.

En cuanto a su final, Asunción fue ocupada por las fuerzas de la Triple Alianza, a esa altura casi exclusivamente brasileñas, en enero de 1869; y poco más de un año después, en marzo de 1870, en Cerro Corá fue muerto el mariscal Francisco Solano López, presidente del Paraguay desde 1862, tras la muerte de su padre, Carlos Antonio López. Con él fue derrotado lo poquísimo que restaba del ejército paraguayo. Esto, por supuesto, si suponemos que una guerra termina alguna vez, si entendemos que es posible que una fecha precisa delimite prolijamente ese estado de cosas con la paz. Fueron cinco años de tremendas batallas, varias de las cuales sorprenderían a nuestros generales de las guerras de la independencia –a San Martín y a Bolívar incluso– por el número tan elevado de combatientes que se enfrentaron de un lado y del otro; mientras que otras fueron sencillamente carnicerías, matanzas; o “cacerías”, término que utiliza y destaca el historiador brasileño Francisco Doratioto en su libro Maldita guerra (2004), aunque defiende a ultranza lo hecho por su país en esa situación. A ese vórtice se lanzaron cuatro países que no tenían ni sus fronteras ni sus culturas claramente definidas y diferenciadas. El teatro de guerra abarcó desde Asunción a Paso de los Libres y Uruguaiana, pero la población arrastrada al conflicto llegaba desde sitios tan distantes como San Salvador de Bahía y Catamarca. No pocas veces en cepos o con grillos. O con la promesa de la libertad.

Chico Diabo mata con una lanza a Solano López

Solo un puñado de libros se preocuparon en la Argentina por la guerra del Paraguay. Se podría decir que el silencio sobre ella se fue extendiendo hasta volverse alevoso a medida que fueron muriendo sus últimos sobrevivientes. Porque hubo un momento en que la presencia de estos veteranos, muchas veces tullidos, se hacía ver en ciudades y pueblos, como una figura típica, invitada a desfilar en alguna fecha patria. Pero en vida –o en sobrevida– ya eran modestas estatuas mudas, el silencio –o una narrativa tan épica como desinflada– los había capturado. El siglo XX le dio casi sistemáticamente la espalda a esta guerra. Poco importó que durante más de cinco años hubiera estremecido a uno de los cuadrantes fundamentales de nuestro continente, tampoco que los muertos se contaran por miles y miles. En la batalla de Curupaytí, apenas unas horas del 22 de septiembre de 1866, según los más optimistas murieron cuatro mil soldados de las fuerzas invasores. Los menos señalan que fueron nueve mil. Un error de inteligencia entre los mandos argentinos y brasileros magnificó el desastre. Números imprecisos, borrosos por lo inauditos, también por la procedencia social de la inmensa mayoría de las víctimas. Luego de esta batalla, en la que –entre otros jóvenes de las familias respetables argentinas– muere Dominguito Fidel Sarmiento, se hace evidente que esa guerra estaba muy lejos de ser el paseo que se había imaginado. En conmovedoras pero equívocas cartas, Dominguito le pedía a su madre que le enviara aquellos detalles –por ejemplo, guantes elegantes– que pretendía lucir en una Asunción rendida a sus pies. Condenado al olvido todo esto, a la remota existencia de países que, en su modernización, habrían tomado la decisión higiénica de enterrarla sin lamentos. En los manuales de historia, con los que hasta hace muy poco tiempo se estudiaba, casi no había mención a este guerra, aunque –junto con la guerra de Crimea– fue el más sangriento enfrentamiento entre Estados en el período que va de 1815 a 1914. A punto estuvo de desaparecer de la memoria pública de no ser por ese puñado de libros, hasta que, desde los primeros años del siglo XXI, se volvió a hablar de ella, como si guardara secretos que nos fueran útiles, como si hiciera falta escuchar a esos muertos, hacerles justicia por lo menos de este modo vergonzoso. De no ser por esos libros e, imposible no nombrarlo, por la fenomenal obra del pintor Cándido López, a la que por décadas se le negó estatuto artístico, a la que se entendió solo obsesionada por croquis y planos de batalla. Una vez que se la incorporó como arte, ya a mediados del siglo XX, se prefirió subrayar su ingenuidad preacademicista, y permaneció escondido su peso político de denuncia. Como si fuera el zapatito de la Cenicienta, impedía que todo se evaporara.

Batalla de Curupayti - Cándido López

¿Por qué se produjo semejante guerra? Los pocos que le prestaron atención durante el siglo pasado, y lo hicieron con la voluntad de revelar su infamia, arrojaron interpretaciones que, aunque no compartamos por completo, vale atender. Hicieron, por ejemplo, hincapié en el papel de Inglaterra en tanto potencia interesada en colocar plenamente bajo su poder a la economía del Paraguay. José María Rosa, en un libro que sigue siendo de los principales –La guerra del Paraguay y las montoneras argentinas–, escribió que el Paraguay de los López era “un verdadero estado socialista”. Y, se sabe, nunca faltan los intereses que impiden la felicidad colectiva en la Tierra. Una licencia: es altísimamente probable que los militantes revolucionarios de los años setenta, muchos de los cuales fueron desaparecidos y asesinados por la dictadura, compartieran esta apreciación. En la misma línea de Rosa, que es la del llamado “revisionismo histórico”, se subrayó la industrialización incipiente de Paraguay, por lo tanto, su desafío al lugar que le correspondía en el mundo como elemental productor de materias primas. El historiador Tulio Halperin Donghi, clave en la más reciente historiografía académica, se burla de esa aseveración, señalando que faltan evidencias para sostenerla. Se acentúe más o menos este asunto de la industrialización –aun hasta negarlo por completo–, lo cierto es que resistir como lo hizo Paraguay a una invasión –que, para ser eficaz, llevó a que el Imperio del Brasil contrajera una formidable deuda con la banca inglesa– no es un hecho fácil, que ocurre mágica o fortuitamente. Además de una economía algo vigorosa, es fundamental el ánimo de la población, la percepción de que sus intereses individuales se encuentran en estrecha relación con la suerte de ese colectivo, de esa nación. Esto contraría al argumento agitado en esos días, y también hoy –el libro del brasileño Doratioto lo hace–, que caricaturiza al Paraguay de los López como el último reducto de la barbarie y de la tiranía. A la par, ¿fue Paraguay, como se dijo y acusó, una China que buscaba aislarse en el corazón de América del Sur? Nada menos cierto. Digamos tan solo que el Estado promovió la formación de jóvenes en Europa, tal el caso de Juan Crisóstomo Centurión, incluso del mismo Solano López. Paraguay comerciaba con las potencias del viejo continente, demostraba interés en que ese comercio creciera. Quizás la clave para explicar la particular contextura del Paraguay esté en un rasgo que remarca otro historiador brasileño, Mário Maestri: la fuerte relación que tenía su población con la tierra, una población mayoritariamente campesina, que, a través del sistema de “estancias de la Patria”, tenía la posesión de las tierras que trabajaba. Entonces, no era necesario que Paraguay fuera un paraíso socialista para que despertara la animadversión de sus vecinos, quienes, precisamente por ese entonces, buscaban consolidarse como experiencias sociales y culturales por fin burguesas, con tintes aristocráticos y liberales. Paraguay era la afirmación de la soberanía, nunca en clausura, pero sí como posibilidad de decidir sobre sus propios destinos, también sobre el ritmo de su incorporación al capitalismo. Guerra de la Triple Infamia.

Rancho paraguayo al inicio de la guerra - grabado 1865

En la Argentina se conocía mucho más el ejercicio de la guerra que en el Paraguay, que, luego de su independencia, no se había desgarrado en recios conflictos internos. Pero ninguna fue tan resistida como esta, al punto de dar ocasión a alzamientos masivos, como las sublevaciones de Basualdo y Toledo en la provincia de Entre Ríos en 1865. Miles de gauchos habían acudido al llamado de su caudillo –nada más y nada menos que Urquiza–, pero –al saber que se los lanzaría contra el Paraguay y no contra el Imperio del Brasil o contra Buenos Aires, como más de uno supuso– desertaron, y no precisamente por anhelos pacifistas. Sucede que la guerra del Paraguay fue una guerra entre Estados nacionales en formación, pero también estuvo a un tris de devenir guerra civil, guerra que de hecho aún envolvía a la Argentina. No es exagerado afirmar que, en las provincias del litoral, la afinidad por Buenos Aires –y por Mitre– o por Asunción –y por los López– partía a la población en mitades equilibradas. En paralelo, la tradición federal –de fuerte sensibilidad popular, de mayor cuidado de la soberanía– pasaba por encima de los límites porosos entre Paraguay, Argentina y Uruguay. Por eso, las tropas del ejército argentino, después del desastre de Curupaytí, mudaron de frente y se dirigieron a combatir a las montoneras que habían nacido de la resistencia a la guerra en las provincias de Cuyo y del Norte. Felipe Varela fue uno de los caudillos de ese otro alzamiento. En Córdoba, a los enemigos de la guerra, que fueron toda una facción, se los llamó “rusos aparaguayados”, lo de rusos porque se comparaba a Paraguay con Rusia que en la guerra de Crimea enfrentó a Inglaterra y a Francia. Incluso los argumentos esgrimidos contra el mariscal Francisco Solano López –que era un tirano, bárbaro, enemigo de la civilización y el progreso– no eran muy distintos de los que se habían usado contra Rosas, después contra Urquiza, apenas dos años antes de lo que nos ocupa contra el Chacho Peñaloza.

Ejército Argentino

Es en esa hora de consolidación de los Estados nacionales, que se legitiman también por su integración plena al mundo, que se pretende arrasar con todo lo que disuena. Contra la “cultura del cuero”, dirá David Viñas; la de las montoneras y los indios, la del Paraguay. En Una excursión a los indios ranqueles, libro escrito en 1870 por Lucio V. Mansilla –capitán en la batalla de Curupaytí–, se pone en una misma serie el daño que se le está infligiendo a los indios con el que dejó menos que ruinas en Paraguay y con el que se le está haciendo a Entre Ríos una vez que se puso la mira en acabar con las montoneras de López Jordán. Estado, modernización y protagonismo de las elites. El principal ariete en esta guerra, el Imperio de Brasil, era un Estado esclavista –y lo será hasta 1888, casi hasta que sucumba–. Así y todo, historiadores que ponen por delante el funcionamiento institucional y el respeto por las libertades individuales –como el mencionado Doratioto– entienden que se trató de una experiencia feliz del liberalismo europeo en los trópicos americanos, en contraste tajante con la tiranía de Solano López. Inevitables las comillas en tiranía. Para el capitalismo en expansión y para el orden político y social que mejor se adecua a él, el Paraguay –como las montoneras y los indios– era un incordio. Abocarse a esta guerra, recordar a sus muertos y pensarla, es advertir inevitablemente lo que está en riesgo hoy, cuando el mundo se aprieta más y más, se uniformiza en las distancias y los aislamientos.

 


Profesor de Historia (UBA).
Coordinador del Ciclo de Seminarios de Pedagogía y Cultura (ISEP).
Profesor adjunto (UNLP).