Schole
MiradasEdición 3
1932. ¿Por qué la guerra?
Revista SCHOLÉ 11 diciembre, 2019

Hace 80 años…

La muerte de Sigmund Freud y el comienzo de la Segunda Guerra Mundial


Epístola


¿Cómo conciliar la ausencia de ilusiones sobre el hombre con el mantenimiento del hombre como objetivo de la acción? La pregunta que, con filosa precisión y como herencia del conflictivo siglo XX, formuló Tzvetan Todorov en su obra Memoria del mal, tentación del bien1 es la misma que, décadas antes y sin ser enunciada, sirvió de fundamento al intercambio epistolar entre Albert Einstein y Sigmund Freud. En la respuesta que el médico vienés elaboró, en 1932, frente a la requisitoria acerca del por qué de la guerra de quien ya era un célebre hombre de ciencia, y a pedido de la Liga de las Naciones, se propone una particular reflexión sobre el mal y sus singulares y dramáticas expresiones modernas. Las palabras escritas en Viena reflejan sus esperanzas y su desazón. Más allá de las discusiones y controversias que se pueden desarrollar sobre las primeras formulaciones de la teoría psicoanalítica, es evidente que, tras su enunciación, ya no fue posible considerar al hombre como ese ser racional, padre e hijo de la Ilustración, que con su entendimiento y esfuerzo empuja el tren del progreso.

Las perspectivas implícitas en sus conceptos delinearon el sendero para establecer una revolución antropológica y cultural que quebró el hipnótico sueño del iluminismo. Es a partir de sus ideas sobre la psiquis humana que Freud propone la siguiente reflexión sobre la guerra:


1. Todorov, T. (2002). Memoria del mal, tentación del bien. Indagación sobre el siglo XX. Barcelona: Península, p. 365.


Como usted ve, no se obtiene gran cosa pidiendo consejo sobre tareas prácticas urgentes al teórico alejado de la vida social. Lo mejor es empeñarse en cada caso por enfrentar el peligro con los medios que se tienen a mano. Sin embargo, me gustaría tratar todavía un problema que usted no planteó en su carta y que me interesa particularmente: ¿Por qué nos sublevamos tanto contra la guerra, usted y yo y tantos otros? ¿Por qué no la admitimos como una de las tantas penosas calamidades de la vida? Es que ella parece acorde a la naturaleza, bien fundada biológicamente y apenas evitable en la práctica. Que no le indigne a usted mi planteo. A los fines de una indagación como esta, acaso sea lícito ponerse la máscara de una superioridad que uno no posee realmente. La respuesta sería: porque todo hombre tiene derecho a su propia vida, porque la guerra aniquila promisorias vidas humanas, pone al individuo en situaciones indignas, lo compele a matar a otros, cosa que él no quiere, destruye preciosos valores materiales, productos del trabajo humano, y tantas cosas más.


También, que la guerra en su forma actual ya no da oportunidad ninguna para cumplir el viejo ideal heroico, y que debido al perfeccionamiento de los medios de destrucción una guerra futura significaría el exterminio de uno de los contendientes o de ambos. Todo eso es cierto y parece tan indiscutible que sólo cabe asombrarse de que las guerras no se hayan desestimado ya por un convenio universal entre los hombres. Sin embargo, se puede poner en entredicho algunos de estos puntos. Es discutible que la comunidad no deba tener también un derecho sobre la vida del individuo; no es posible condenar todas las clases de guerra por igual; mientras existan reinos y naciones dispuestos a la aniquilación despiadada de otros, estos tienen que estar armados para la guerra. Pero pasemos con rapidez sobre todo eso, no es la discusión a que usted me ha invitado. Apunto a algo diferente; creo que la principal razón por la cual nos sublevamos contra la guerra es que no podemos hacer otra cosa. Somos pacifistas porque nos vemos precisados a serlo por razones orgánicas. Después nos resultará fácil justificar nuestra actitud mediante argumentos.

Esto no se comprende, claro está, sin explicación. Opino lo siguiente: desde épocas inmemoriales se desenvuelve en la humanidad el proceso del desarrollo de la cultura (sé que otros prefieren llamarla «civilización»). A este proceso debemos lo mejor que hemos llegado a ser y una buena parte de aquello a raíz de lo cual penamos. Sus ocasiones y comienzos son oscuros, su desenlace incierto, algunos de sus caracteres muy visibles. Acaso lleve a la extinción de la especie humana, pues perjudica la función sexual en más de una manera, y ya hoy las razas incultas y los estratos rezagados de la población se multiplican con mayor intensidad que los de elevada cultura. Quizás este proceso sea comparable con la domesticación de ciertas especies animales; es indudable que conlleva alteraciones corporales; pero el desarrollo de la cultura como un proceso orgánico de esa índole no ha pasado a ser todavía una representación familiar. Las alteraciones psíquicas sobrevenidas con el proceso cultural son llamativas e indubitables. Consisten en un progresivo desplazamiento de las metas pulsionales y en una limitación de las mociones pulsionales. Sensaciones placenteras para nuestros ancestros se han vuelto para nosotros indiferentes o aun insoportables; el cambio de nuestros reclamos ideales éticos y estéticos reconoce fundamentos orgánicos. Entre los caracteres psicológicos de la cultura, dos parecen los más importantes: el fortalecimiento del intelecto, que empieza a gobernar a la vida pulsional, y la interiorización de la inclinación a agredir, con todas sus consecuencias ventajosas y peligrosas. Ahora bien, la guerra contradice de la manera más flagrante las actitudes psíquicas que nos impone el proceso cultural, y por eso nos vemos precisados a sublevarnos contra ella, lisa y llanamente no la soportamos más. La nuestra no es una mera repulsa intelectual y afectiva: es en nosotros, los pacifistas, una intolerancia constitucional, una idiosincrasia extrema, por así decir. Y hasta parece que los desmedros estéticos de la guerra no cuentan mucho menos para nuestra repulsa que sus crueldades.

¿Cuánto tiempo tendremos que esperar hasta que los otros también se vuelvan pacifistas? No es posible decirlo, pero acaso no sea una esperanza utópica que el influjo de esos dos factores, el de la actitud cultural y el de la justificada angustia ante los efectos de una guerra futura, haya de poner fin a las guerras en una época no lejana. Por qué caminos o rodeos, eso no podemos colegirlo. Entretanto, tenemos derecho a decirnos: todo lo que promueva el desarrollo de la cultura trabaja también contra la guerra.2


2. Freud, S. (1991) “¿Por qué la guerra?” [1932]. En S. Freud. Obras Completas Volumen 22 (pp. 196-198). Buenos Aires: Amorrortu