Entre paréntesis Edición 13 | 5 septiembre, 2023

El ascenso del hombre

Hace 50 años, la BBC estrenó "El ascenso del hombre", la primera serie televisiva de divulgación científica. Wolovelsky rescata su estilo, sus ambiciones, pero se pregunta por su optimismo ingenuo. ¿Qué enseñanzas nos deja aquel hito televisivo para pensar la ciencia y la escuela hoy?

Hace 50 años…
La BBC produce la primera miniserie de divulgación científica para la televisión

 

…la promesa de la técnica moderna no es solo una promesa de mejora material,
sino de salvación psíquica y anímica: un manto de protección e inmunidad
potencialmente indestructibles.

Carlos Herrera de la Fuente

Primera serie de divulgación científica

Cuando la televisión color comenzaba a consolidarse a nivel mundial, la BBC produjo la serie El ascenso del hombre (1973), escrita y presentada por el matemático y pensador Jacob Bronowski. Es una obra valiosa porque está construida sobre la base de un decidido respeto por el interlocutor al que se dirige. Sin embargo, este hecho no la exime de algunas severas críticas.

Poco después del estreno de la serie, se publicó el libro. En la introducción, su autor realiza algunas consideraciones que, si bien en sus aspectos instrumentales carecen de valor porque el avance tecnológico ha erosionado su sentido, aún refulgen en su legitimidad con relación a la decisión que toma con respecto a la masividad.

los descubrimientos son hechos por los hombres, no solamente por las mentes, de modo que ellos viven y son portadores de la individualidad. Si la televisión no se usara para presentar estos pensamientos en forma concreta, sería tanto como desperdiciarla.
El desentrañar ideas es, en todo caso, un empeño íntimo y personal, y aquí llegamos al terreno común entre la televisión y el libro impreso. A diferencia de una conferencia o una función de cine, la televisión no está dirigida a multitudes. Se dirige a dos o tres personas en una habitación, como en una conversación cara a cara, unilateral en su mayor parte, como lo es un libro; pero, no obstante, más hogareña y socrática. Para mí, absorbido en las subcorrientes filosóficas del conocimiento, este es el regalo más atractivo de la televisión, por el cual ésta puede inclusive llegar a ser una fuerza intelectual tan persuasiva como el libro. (Bronowski, 1979, p. 14)

La imagen es la de un diálogo personal, la de una forma de conversación que le ha permitido a Bronowski estructurar una obra que no concede lugar a ninguna forma de seducción, que busca en sus interlocutores el entendimiento del desarrollo del conocimiento humano en general y del saber científico en particular. Aunque su concepción erudita podría parecernos un tanto aristocrática, lo cierto es que no lo es. Bronowski supone a su obra como un juego abierto para un televidente comprometido con cierto esfuerzo en el análisis. Se arriesga al fracaso porque no desea el éxito bajo la conversión de su propuesta en un espectáculo cautivante pero soso o en una producción de autoayuda, ambas tan comunes en la divulgación científica de hoy. Todo esto no evita que El ascenso del hombre camine por un riesgoso desfiladero cuando concibe a la ciencia como una actividad religiosa que sería capaz de lograr la salvación, tal como se enuncia al final de la serie. Parafraseando al gran epistemólogo que fue Pierre Thuillier, podemos decir que todo divulgador, maestro y profesor deben reconocer al evangelizador que llevan dentro.

La finalidad de la historia

La mañana del primer día en que íbamos a filmar las escenas para el primer programa de televisión, una avioneta despegó de nuestra pista con el camarógrafo y el ingeniero de sonido a bordo, estrellándose unos segundos después del despegue. Por algún milagro, el piloto y los dos pasajeros resultaron ilesos. (Bronowski, 1979, p. 438)

Tras este incidente, Jacob Bronowski le preguntó al camarógrafo si quería continuar o prefería que otra persona se hiciera cargo de las tomas aéreas. Por evidente y comprensible que hubiese sido su negativa a seguir filmando desde el aire, el camarógrafo no se refugió en la seguridad de la tierra: “He pensado en eso. Voy a tener miedo cuando vuele mañana; pero yo me encargaré de la filmación. Es lo que debo hacer”. Lo que conduce a Jacob Bronowski a cerrar su obra con la siguiente afirmación:

Todos tenemos miedo: por nuestra seguridad, por el futuro, por el mundo. Tal es la naturaleza de la imaginación humana. Y, empero, todo hombre, toda civilización, han seguido adelante al sentir que tienen la obligación de hacer lo que es preciso hacer. El compromiso personal del hombre con su destreza, el compromiso intelectual y el compromiso emocional amalgamados en uno solo han realizado el ascenso del hombre. (Bronowski, 1979, p. 438)

Hay en este párrafo un lúcido reconocimiento sobre la frágil condición humana, que en gran parte de la serie está oculta bajo un entramado de pétreos y heroicos enunciados sobre la ciencia y un sentido final al acontecer progresivo de la cultura humana. El ascenso del hombre fue la primera gran miniserie de divulgación científica que intentó abordar, bajo una forma enciclopédica, la historia del conocimiento científico tomando como punto de partida a los filósofos de la physis, cuyo representante primigenio sería Tales de Mileto. Pero la historia deviene aquí en una forma de doctrina que le da sustento a la ciencia como religión secular. Se supone que con el desarrollo del conocimiento empírico del mundo natural, e inspirados por decisiones como las del camarógrafo, los seres humanos hemos ido subiendo uno a uno los peldaños civilizatorios que nos condujeron al progreso. Si este ascenso es tal, entonces vale que nos preguntemos acerca de lo que deberíamos hacer ahora para ascender por el siguiente escalón.

El conocimiento no constituye un libro de hechos con hojas sueltas. Es, sobre todo, el responsable de la integridad de lo que somos y principalmente de lo que somos como criaturas éticas. Y no cumple con esta responsabilidad quien deja que los demás guíen el mundo y vive tranquilamente apoyando su vida en reglas morales de tiempos remotos. Esto es realmente crucial en la actualidad. Podemos ver que resulta inútil alentar a la gente para que aprenda ecuaciones diferenciales, o a que tome un curso de electrónica o de programación de computadoras. Y sin embargo, dentro de cincuenta años, si la comprensión del origen del hombre, de su evolución, de su historia, de sus progresos, no resulta un lugar común en los libros escolares, no habremos de existir. El lugar común en los libros escolares del mañana será la aventura del presente, y es a ello a lo que nos dedicamos. (Bronowski, 1979, pp. 436-437)

Han transcurrido esos cincuenta años y digamos que no ha ocurrido ni lo uno ni lo otro. La comprensión escolar del origen del hombre, de su evolución y de su historia tal cual la imaginaba Bronowski –bajo un excesivo reduccionismo darwinista y como una revelación de los destinos civilizatorios– por fortuna no ha sucedido, ya que los estudios escolares han tenido otro sesgo y otros compromisos, discutibles y cuestionables, que revelan, a las claras, sin embargo, que no hemos dejado de existir.

Por mucho que nos acosen las dudas, Bronowski (1979) nos indica cuál sería el próximo peldaño que deberíamos pisar y en dónde estaría el peligro que podría provocar el desmoronamiento de la escalera:

Somos una civilización científica: es decir, una civilización para la cual el conocimiento y su integridad son cruciales. Ciencia es únicamente la palabra latina equivalente a conocimiento. De no dar nosotros el paso siguiente en el ascenso del hombre, será dado por gente de cualquier otro lugar, en África, en China. ¿Debo considerar esto como algo triste? No, no por sí mismo. La humanidad tiene derecho a cambiar de color. Y no obstante, desposado como estoy con la civilización que me ha nutrido, debería considerarlo como algo infinitamente triste. Yo, producto de Inglaterra, que me enseñara su idioma y su tolerancia y su interés por las prosecuciones intelectuales, sentiría una grave sensación de pérdida (al igual que el lector) si dentro de cien años Shakespeare y Newton se convirtieran en fósiles históricos en el ascenso del hombre, del mismo modo que Homero y Euclides lo son en la actualidad. (pp. 437-438)

Lo dijimos: por su erudición, El ascenso del hombre es una gran obra, aunque ello no debe encandilarnos respecto a sus conclusiones. Tal como ocurriese en relación con la enseñanza de la ciencia en las escuelas, ni Homero ni Euclides son fósiles históricos, los destinos de China, África o Inglaterra no son de lamentar o celebrar y tampoco el conocimiento científico puede ser la guía última de nuestra acción.

Ciencias diferentes

Llegados a este punto es interesante comparar la imagen de la ciencia que propone El ascenso del hombre con la propuesta hecha por otros autores. Nos centraremos en el Holocausto, durante la Segunda Guerra Mundial, por la relevancia histórica del hecho y por la importancia personal que tiene para el autor. De hecho, es uno de los momentos más emotivos de toda la serie. Ocurre cuando Bronowski (1973) visita el campo de exterminio de Auschwitz:

Se ha dicho que la ciencia deshumanizará a la gente y la convertirá en números. Esto es falso, trágicamente falso. Compruébelo usted mismo. Este es el campo de concentración y el crematorio de Auschwitz. Fue aquí donde la gente se convirtió en números. En este estanque fueron esparcidas las cenizas de cuatro millones de personas. Y esto no fue obra del gas. Fue obra de la arrogancia. Fue obra del dogma. Fue obra de la ignorancia. Cuando la gente se cree poseedora del conocimiento absoluto, sin pruebas de la realidad, tal es su comportamiento. Todo ello ocurre cuando los hombres aspiran al conocimiento de los dioses.
La ciencia constituye una forma de conocimiento eminentemente humana. Nos hallamos siempre al borde de lo conocido, tratamos de adelantarnos siempre a lo esperado. Todo juicio científico se sitúa al margen del error y es personal. La ciencia es un tributo a lo que podemos saber, pese a que somos falibles. Las palabras de Oliver Cromwell encierran una gran verdad determinante: «Yo te suplico, por las entrañas de Cristo, que pienses en la posibilidad de estar equivocado».
Como científico, estoy en deuda con mi amigo Leo Szilard; como ser humano, estoy en deuda con los muchos miembros de mi familia sacrificados en Auschwitz, merced a los cuales me encuentro ante esta cuenca como sobreviviente y testigo. Debemos curarnos del ansia de conocimiento absoluto y de poder. Debemos acortar la distancia entre la motivación de los impulsos y el acto humano. Debemos acercarnos más a nuestros semejantes.

Bronowski exime a la ciencia, entendida a la vez como actividad y como un conjunto de saberes, de cualquier responsabilidad sobre el holocausto porque la presupone portadora de valores intrínsecos que promueven una perspectiva democrática para el desarrollo de las sociedades. Sin embargo, podemos tomar como contrapeso las reflexiones de otros autores respecto a las acciones para el exterminio del judaísmo europeo ejecutado por el régimen nazi y al papel desempeñado por la ciencia. Consideremos respecto de esta evaluación la lectura del sociólogo Zygmunt Baumann (2006):

Acaso el fracaso más espectacular fue el de la ciencia, en tanto conjunto de ideas y como red de instituciones para la mejora de los conocimientos y la educación. El mortífero potencial de los logros y principios más reverenciados de la ciencia moderna quedó al descubierto. Desde sus mismos comienzos, la ciencia defendió la libertad de la razón por encima de las emociones, de la racionalidad por encima de las presiones normativas y de la efectividad por encima de la ética. Una vez logradas estas libertades, sin embargo, la ciencia y las formidables aplicaciones tecnológicas que había producido se convirtieron en dóciles instrumentos en manos de un poder sin escrúpulos. (p. 134)

Por su parte, el historiador John Cromwell (2003) afirma que

desde la decisión de Fritz Haber de promover el gas venenoso hasta la decisión de Max Planck de levantar el brazo como exigía el saludo nazi, hasta la aceptación por parte de Paul Harteck de una cátedra que un judío se había visto obligado a abandonar, hasta la decisión de Haisenberg de aceptar la hospitalidad de Hans Frank (Gobernador General de Polonia bajo la ocupación nazi) en Cracovia, hasta el empleo de personal en régimen de esclavitud por parte de Wernher von Braun, hemos visto las presiones ejercidas por el orgullo, la lealtad, la rivalidad y la dependencia para llegar a soluciones de compromiso. En el análisis final, la tentación se manifestó como una disposición a pactar con el demonio para continuar trabajando en la ciencia. (p. 437)

El genetista Benno Müller-Hill (1984) hace el siguiente análisis:

Las ciencias naturales tienen una historia de la formación de su estructura y una historia de sus efectos. Toda persona dedicada al cultivo de las ciencias naturales siente la inquietud de seguir la formación de las estructuras de su ciencia, pues incluyen belleza y verdad a un tiempo. Así, la historia de la genética es, por una parte, la historia del descubrimiento de la verdad de los organismos vivientes y, por otra, la historia de sus efectos. Basta una ojeada a un puesto de venta en el mercado para apreciar los hermosos frutos obtenidos por antiguos y nuevos cultivadores: cerezas. manzanas, ciruelas, uvas, no necesitan justificación alguna. Lo mismo ocurre con la cría de animales. Pero ¿qué ocurre con los efectos de la genética en los seres humanos? Existe una rama particular de la genética, que se relaciona exclusivamente con los hombres: la genética humana. Pero la genética se ha introducido también en muchas ciencias humanas, por ejemplo, en la antropología, la psiquiatría y la psicología. En estas ciencias humanas, con frecuencia solo lo nuevo es verdadero. Cuando ahora pienso en la historia de los efectos de la genética en la antropología y la psiquiatría, contemplo desiertos de ruinas y destrucción. El derramamiento de sangre de millones de seres se olvidó con la mayor celeridad. La historia más reciente de los efectos de estas ciencias humanas vinculadas a la genética es confusa y está llena de actos delictivos; solo es comparable a una pesadilla. Desde esta pesadilla muchos genetistas, antropólogos y psiquiatras se han deslizado en el sueño profundo de la amnesia total. (pp. 7-8)

Como última perspectiva en este contrapunto, traigamos el pensamiento expresado en La lección de Auschwitz, obra del filósofo de la educación Joan-Carles Mèlich (2004):

Un nuevo totalitarismo se ha apoderado del mundo, el totalitarismo de la verdad tecnocientífica y tecnoeconómica. Esta religión totalitaria ha relegado la palabra narrada al reino de la especulación y de la falsedad. La realidad, se dice, son los hechos. Y en la sociedad tecnológica, en el lenguaje de la estadística, en el mundo globalizado, los hechos se han convertido en fetiches. ¿Qué nos espera? ¿Con qué nos encontraremos ahora? (p. 128)

Como ya lo consideramos, El ascenso del hombre inauguró para la televisión una forma de divulgación científica harto valiosa porque se negó a tratar el conocimiento sobre la ciencia como la escenografía de un espectáculo seductor y a tomar dicho conocimiento como patrimonio exclusivo de la academia, de los gobiernos o de las empresas. Pero puede que su ambición haya sido excesiva y su ilusión de una ciencia solo promotora de saber y sabiduría para la sociedad moderna fuese desmesurada, cuando no radicalmente falsa. Este es sin duda su talón de Aquiles. Porque el siglo XX, con sus dos guerras mundiales, y donde la primera vez que hubo un llamado a técnicos, ingenieros y científicos en general fue para colaborar con el desarrollo de nuevo armamento, con sus campos de concentración y exterminio, con sus ilusiones eugenésicas y con sus dos bombas atómicas, terminó con cualquier ingenua ilusión que suponía a la ciencia y la tecnología como fuerzas que solo pueden empujar la historia hacia el “ascenso” del hombre. No obstante, ello no significa que el desarrollo tecnológico y científico no deba valorarse, sino que debe hacerse bajo una implacable crítica. No es posible, hoy, imaginar una sociedad que pueda sostener sus demandas materiales de espaldas al conocimiento científico y a cierto compromiso con la razón y el pensamiento que, suponemos, la ciencia implica. La escuela tiene este desafío por delante: en una época en la que se veneran las más burdas falacias como sacrosantas verdades  y donde las simplificaciones binarias rigen las decisiones, se debe desarrollar una perspectiva sobre la actividad científico-tecnológica que permita comprender su complejidad, sus logros y dolores, sus miserias y vanidades, sus esfuerzos y frustraciones, sus éxitos e imprevisibles consecuencias, y sobre todo sus límites. Puede que sea Steve Heims (1980) quien mejor haya resuelto la expresión de este desafío cuando, en su biografía sobre los matemáticos John von Neumann y Norbert Wiener, dijo:

Consideremos ahora durante un instante el gran movimiento de la ciencia occidental desde los días de Galileo Galilei, su precursor y su héroe. Los siglos posteriores de actividad científica se pueden considerar metafóricamente como un viaje de descubrimiento y de exploración, lejos del mundo medieval, de lo personal y subjetivo, de lo moral, de lo teológico y lo político, encaminado a una realidad objetiva, empírica y pública cuyas dimensiones se ajustan a modelos matemáticos abstractos con una llamada a la universalidad y donde queda eliminado el observador humano. Las reveladoras observaciones de un Newton, un Gauss o un Einstein se encuentran entre los grandes tesoros descubiertos en tal viaje y compartidos por todos aquellos que pueden apreciarlos. Formaba parte del mismo viaje de la civilización occidental la creación de maquinaria de muchos tipos: herramientas complicadas, armas, métodos de producción masiva y organizaciones complejas, artilugios mágicos y diversos; en suma, la tecnología moderna. Y esta civilización, embriagada por el poder de esta tecnología sorprendente y por los beneficios que parecía aportar, se olvidó tanto de sí misma que perdió toda perspectiva. Permitió que su forma de existencia quedase determinada por la ciencia y la tecnología. Las cámaras de gas que surgieron de tal civilización y las bombas termonucleares, lo último en alta tecnología, fueron como un chorro de agua fría en el rostro que nos despertó al descubrimiento, una vez que hubiésemos visto más allá del deslumbrador tesoro, de que nuestro viaje no nos había llevado tan lejos como habíamos imaginado. Era un paisaje familiar, porque lo que lo dominaba, después de todo, era la gente, el juego y los afectos, la política y las pasiones, los gozos y las penas. (pp. 336-337)

 

 

Referencias
Baumann, Z. (2006). Modernidad y Holocausto. Madrid: Sequitur.
Bronowski, J. (1979 [1973]). El ascenso del hombre. Bogotá-Caracas-México-San Juan-Santiago-Sao Paulo: Fondo Educativo Interamericano.
Cornwell, J. (2003). Los científicos de Hitler. Ciencia, guerra y el pacto con el diablo. Barcelona: Paidós, p. 447.
El ascenso del hombre [The Ascent of Man] (1973). Escrita y presentada por Jacob Bronowski. Desarrollada por David Attenborough. BBC, Inglaterra.
Heims, S. J. (1980). John von Neumann y Norbert Wiener. Barcelona: Salvat.
Mèlich, J. C. (2004). La lección de Auschwitz. Barcelona: Herder.
Müller-Hill, B. (1984). Ciencia mortífera. la segregación de judíos, gitanos y enfermos mentales (1933-1945). Barcelona: Labor.

 

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Es biólogo (UBA), docente y escritor.
Editó y realizó diferentes trabajos en el campo de la divulgación de las ciencias, la pedagogía y el cine. Entre ellos, se destacan: “El descubrimiento de las bacterias y el experimento 606” (2003), “El medio interior. La experimentación con animales” (2006), “¡Eureka! Tres historias sobre la invención en la ciencia” (2008), “Iluminación. Narraciones de cine para una crítica sobre la política, la ciencia y la educación” (2013), “El siglo maravilloso. Al filo de la Gran Guerra. Memorias de la última centuria” (2016), “Voyager. El mensajero de los astros” (2017), “Frankenstein. La creatura” (2019) y “Obediencia imposible. La trampa de la autoridad” (2021).
Además, coordinó diferentes programas sobre la enseñanza y el conocimiento público sobre la ciencia.