Schole
MiradasEdición 9
El primer microprocesador
Revista SCHOLÉ 13 noviembre, 2021

Hace 50 años…

La frase

“Es un pequeño paso para el hombre pero un gran salto para la humanidad”. Con estas palabras, el comandante del Apolo 11, Neil Armstrong, desplegaba en la imaginación de los seres humanos la ilusión de una vida futura marcada por la exploración y la conquista del espacio. Sin embargo, sobre la superficie terrestre, un hecho reptaba con sigilo por los laberínticos pasajes de la cultura. Imperceptible, iba a opacar esta esperanza. En definitiva, el futuro no iba a estar en los cielos, y puede que por ello hubiese sido más apropiada una expresión distinta como forma de entender lo que se estaba gestando. Dada la naturaleza de la cosa, esa expresión debía ser más humilde, pero al mismo tiempo más precisa en el modo de delinear la vida humana por venir. Aunque podía ser conservadora en relación a la forma, debía decir algo distinto: es un pequeño objeto en la mano del hombre, es un gran cambio tecnológico para la humanidad.

Persona sosteniendo chip

La ley

En 1971 llegó al mercado el microprocesador Intel 4004, el primer circuito integrado que incorporó todos los transistores para su funcionamiento en una única pieza, hoy en extremo grande pero por demás pequeña para aquellos años. Con este desarrollo se abrió un camino que, guiado por la ley de Moore, condujo hacia el computador personal y, más tarde, a la telefonía celular. Sin la base física de estos microprocesadores, toda la lógica que rige el mundo actual, con sus sueños y pesadillas virtuales, sería muy distinta: lejos de ser etérea, la “nube” de internet se asienta sobre estas estructuras de silicio.

Gordon Moore, quien sería uno de los fundadores de la corporación Intel, predijo a mediados de la década de 1960 que la cantidad de transistores de los procesadores se duplicaría de manera constante en tiempos tan breves como uno o dos años. Si bien esta predicción no es extensible en el tiempo –no puede ser válida “por siempre”–, y por ello más que una ley es un enunciado observacional, la perspectiva propuesta por Moore se ha cumplido a lo largo del medio siglo que ha transcurrido desde su publicación en la revista Electronics.

Para evaluar mejor lo que este proceso tecnológico significa en nuestras vidas, comprendamos o no las complejidades instrumentales que conlleva, bien vale considerar las palabras de la socióloga Shoshana Zuboff en su obra El capitalismo de la vigilancia. Allí considera lo severo y dramático de los cambios sociales ocurridos en las últimas décadas en relación con los eventos técnicos que sucedieron en un período tan breve de tiempo:

¿Terminaremos todos trabajando para una máquina inteligente, o la máquina funcionará con personas inteligentes alrededor?». Esta pregunta me la hizo en 1981 un joven gerente de una fábrica de papel, (…) fueron esas palabras suyas las que me inundaron el cerebro y ahogaron casi al momento el cada vez más rápido repiqueteo de las gotas que caían sobre el toldo bajo el que se ubicaba nuestra mesa. Advertí en ellas las más ancestrales preguntas de la política: ¿patria o exilio?, ¿señor o súbdito?, ¿amo o esclavo? Todas ellas son temáticas eternas relacionadas con el conocimiento, la autoridad y el poder que jamás lograremos zanjar de una vez por todas. No hay un fin de la historia: cada generación debe afirmar su voluntad y su imaginación ante nuevas amenazas que nos obligan a juzgar de nuevo la misma causa en cada época sucesiva. Acaso porque no tenía allí a nadie más a quien preguntar, la voz del gerente sonaba cargada de cierto apremio y frustración: «¿Qué va a suceder? ¿Qué camino se supone que debemos seguir? Tengo que saberlo ya. No hay tiempo que perder». Yo también quería saber las respuestas, así que empecé a trabajar en el proyecto que, hace ya treinta años, se convirtió en mi primer libro: In the Age of the Smart Machine: The Future of Work and Power [En la era de la máquina inteligente: el futuro del trabajo y del poder]. Esa obra terminaría siendo el capítulo inicial de lo que se convertiría en toda una vida de búsqueda de una respuesta a la pregunta «¿puede el futuro digital ser nuestro hogar?». Muchos años han pasado desde aquella cálida velada sureña, pero las preguntas ancestrales vuelven ahora a retumbar en el ambiente con una inusitada insistencia. El ámbito de lo digital está conquistando y redefiniendo todo lo que nos es familiar antes incluso de que hayamos tenido ocasión de meditar y decidir al respecto. Hacemos pública exaltación del mundo conectado en red por las múltiples formas en las que enriquece nuestras capacidades y posibilidades, pero ese mundo también ha engendrado territorios completamente nuevos de preocupación, peligro y violencia, al tiempo que se ha ido desvaneciendo toda sensación de que el futuro sea predecible.1

El hecho relevante es que el sueño encaramado en el desarrollo de los primeros microprocesadores fue muy distinto al que finalmente se fue consolidando: el de una cultura interconectada pero con dificultades para las ambivalencias de la existencia, un mundo de seres humanos encerrados en sus propias cosmovisiones vinculados a los destellos de los píxeles de las pantallas. Hemos de pensar, como cuestión importante, si la idea de aislamiento social que con tanta intensidad se desplegó como forma de enfrentar los desafíos de la emergencia del COVID-19 fue una respuesta meditada, sopesada y analizada o, por el contrario, se cristalizó como consecuencia de una forma de vínculo humano establecido y derivado de las tecnologías digitales que lo microprocesadores han hecho posible. Tal vez, como nos advirtiera Arthur Koestler en su novela Espartaco, la ley de los desvíos es implacable. Según esta idea, toda revolución es concretada o “salvada”, cuando parece declinar, traicionando los ideales que la han generado.


1. Zuboff, S. (2020). La era del capitalismo de la vigilancia. Barcelona: Paidós, pp.12-13.


Chips

La pregunta

Lejos de las promesas iniciales, toda revolución tecnológica adquiere significados impensados, y la de la microelectrónica no fue la excepción. En tanto la ley de Moore se despliega promoviendo el desarrollo de microprocesadores más potentes, también lo hacen nuevas leyes sociales bajo el dictamen de lo que estos nuevos artilugios técnicos posibilitan. Tal como lo advirtiera Koestler, es inevitable que los primeros augurios libertarios que el procesamiento digital de la información nos proponía se trastocasen con el tiempo en nuevas formas de poder, dando por tierra, tal como lo afirma Zuboff, con las declamaciones que reclaman por el fin de la historia. Hemos de pensar y sopesar no solo lo que un cierto desarrollo tecnológico promete, sino aquello que logra, y que no fue ni pensado ni atisbado en su origen. Es por eso que no podemos permanecer en un estado de quietud frente a lo que se conquistó. Regresamos a Shoshana Zuboff porque nos ofrece una estimable reflexión:

Todas las criaturas se orientan en función de su hogar. Es el punto de origen desde el que toda especie fija su dirección y rumbo. Sin ese rumbo bien orientado, no hay modo alguno de navegar por aguas desconocidas; sin nuestra orientación, estamos perdidos. (…) Casi todas las criaturas comparten, a su modo particular, ese vínculo profundo con un lugar en el que saben que la vida floreció en algún momento, esa clase de sitio al que llamamos hogar. En la naturaleza misma del apego humano está que todo viaje y expulsión ponga en marcha la búsqueda de un hogar. Que el nostos, el hallar un hogar, es una de nuestras necesidades más profundas se hace evidente en el precio que estamos dispuestos a pagar por él. Existe una especie de anhelo universalmente compartido por regresar al lugar que dejamos atrás o por hallar un nuevo hogar en el que nuestras esperanzas de futuro puedan anidar y crecer. Todavía contamos las penurias de Odiseo para recordarnos a nosotros mismos lo que los seres humanos estamos dispuestos a soportar por arribar a costas y cruzar puertas que sean las nuestras propias. Como nuestros cerebros son más grandes que los de las aves y las tortugas marinas, sabemos que no siempre es posible o siquiera deseable regresar al mismo pedazo de terreno. El hogar no tiene por qué corresponderse necesariamente con una morada o un sitio único y concreto. Podemos elegir su forma y su ubicación, pero no su significado. El hogar es donde conocemos y somos conocidos, donde amamos y somos amados. El hogar es dominio de nuestros actos, es voz, es relación y es asilo: tiene parte de libertad, parte de florecimiento…, parte de refugio, parte de perspectiva de futuro.2

Estas meditaciones son el producto de una pregunta provocada por la revolución tecnológica iniciada con el desarrollo del primer microprocesador: “¿Será esta civilización informacional emergente un lugar que podamos considerar nuestro hogar?”. Lejos queda toda intención de responderla: su función no es el logro de una supuesta (e imposible) solución para la cuestión planteada, sino la de sostener la posibilidad de mantener la mente despierta y la visión atenta para obrar una reflexión permanente.

Libros conectados


2. Ibídem, pp.14-15.