Schole
MiradasEdición 5
Fahrenheit 451
Revista SCHOLÉ 8 agosto, 2020

Hace 100 años…

Fahrenheit 451

A un siglo del nacimiento de Ray Bradbury

La creación

Fue un lugar que encontró por casualidad y solo porque amaba las bibliotecas. Resultó un tanto extraño para él que buscando un libro diera con una extraordinaria sala llena de máquinas perfectamente alineadas sobre sus escritorios y que, para su inesperada suerte, pudieran alquilarse por un cierto tiempo. No dudó ni por un instante acerca de lo que debía hacer. Tanteó su bolsillo para medir, sin precisión pero con rapidez, cuánto dinero tenía. Se sentó frente al escritorio y comenzó con su trabajo. En un principio, le resultó difícil concentrarse porque veía con cierta preocupación cómo sus pocas monedas, una tras otra y centavo a centavo, iban siendo devoradas por ese artefacto querido y endemoniado que agitaba sus tipos como si tuviese vida propia, aunque, él bien lo sabe, son sus manos y su mente las que marcan el ritmo del golpeteo del metal contra el papel.

Como un diestro pianista, mueve los dedos ejecutando la que, por momentos, es una incomprensible sinfonía ridículamente compuesta para un único instrumento. Durante jornadas repite el rito que termina por consumir todo su magro capital. Pero, al final del noveno día, como un Dios bíblico que se ha excedido en el tiempo, Montag logra contar su historia que, por el momento, solo conoce un tal Ray Bradbury.

Farenheit 451 Ray Bradbury

Quemar papel

Sin dudas, Fahrenheit 451 puede ser considerada una de las novelas más importantes del siglo XX, pero no por su vínculo particular con la quema de libros, hecho que cualquiera puede condenar. Si bien destruir libros bajo el fuego es, en la trama, una de las funciones claves del poder del Estado, la cuestión principal no es ese final ceniciento, sino el deseo voluntario de renunciar al pensamiento, a toda forma de elucubración. El mundo de la novela está plagado de materiales ignífugos y, por ello, a pesar de que ya no haya incendios, aún existe un cuerpo de bomberos cuya razón de ser es la destrucción del papel impreso por el poder devastador del fuego. De esta forma, y con un paradójico destino marcado, esos bomberos podrán quemar y, así, ayudar a los ciudadanos a no dudar y entregarle, con calma quietud, su alma al Fausto del olvido y del vacío confort iluminado por el destello de las pantallas. En el universo imaginado por Bradbury, la reflexión y la introspección son fuentes de padecimientos que deben ser eliminados. Para que ello suceda no ha de quedar relato alguno, tampoco ideas ni imágenes. Montag está convencido de esto; no duda del bien que su labor de incendiario realiza al promover la felicidad que solo parece posible en un mundo sin libros y sin pensamientos. Sin embargo, un encuentro fortuito le hará perder esta cruel certeza…

La quema de bibliotecas grandes o pequeñas, incluso de aquellas formadas por un único ejemplar, significan algo más profundo que un acto de censura. Es que no solo son el ocultamiento o la supresión de creaciones literarias y pictóricas que nos han dado, sino que proponen algo más: definen una perspectiva distintiva de lo humano según la cual lo único que tiene valor es la preservación de la vida zoológica bajo el imperativo de la comodidad y la tranquilidad. La destrucción que realiza Beatty, el bombero jefe, a través de su escuadra –de la que Montag forma parte–, no solo desintegra papel, además obliga a dar una nueva definición del Homo sapiens: ya no será el animal racional de Aristóteles ni el ser pasional y pulsional de Freud; simplemente, será el mamífero cuyo corazón, a lo largo de su vida,  acumula más latidos que ningún otro espécimen de su misma clase.

Y si alguien quedara infectado por el deseo de pensar y salir de esta lógica biológica, allí estarán las pantallas para devolverlo al mundo del olvido.

Y si eso no bastase, como medida extrema, el poder del Estado encenderá el fuego.
Fahrenheit 451 - Farenheit 451 Ray Bradbury libro

La escritura

Ray Bradbury estuvo recluido nueve días en un anexo a la biblioteca de la Universidad de California. Allí alquilaba una máquina de escribir. Sin embargo, es falso que una súbita inspiración se haya apoderado de su mente para dar forma a su primera novela. Había estado trabajando en ella con anterioridad, solo que no lo sabía. Durante más dos años, creó cinco cuentos que terminarían por ser el germen de Fahrenheit… Uno de ellos, “Fénix Brillante” [Bright Phoenix], habla sobre la quema de una biblioteca: la gente que la habita ha sabido memorizarla para que sobreviva. Otro –el último, que más parece haberlo entusiasmado y que terminó siendo uno de los más notables relatos anticipatorios que se hayan escrito– es la historia de un lugar en el que caminar se ha vuelto un crimen y la población vive sumergida en sus casas mirando la televisión. Así nos cuenta su origen:

Hace unos cuarenta y dos años, año más o año menos, un escritor amigo mío y yo íbamos paseando y charlando por Wilshire, Los Ángeles, cuando un coche de policía se detuvo y un agente salió y nos preguntó qué estábamos haciendo.

—Poniendo un pie delante del otro —le contesté, sabihondo.

Ésa no era la respuesta apropiada.

El policía repitió la pregunta.

Engreído, respondí: —Respirando el aire, hablando, conversando, paseando.

El oficial frunció el ceño. Me expliqué.

—Es lógico que nos haya abordado. Si hubiéramos querido asaltar a alguien o robar en una tienda, habríamos conducido hasta aquí, habríamos asaltado o robado, y nos habríamos ido en coche. Como usted puede ver, no tenemos coche, sólo nuestros pies.

—¿Paseando, eh? —dijo el oficial—. ¿Sólo paseando?

Asentí y esperé a que la evidente verdad le entrara al fin en la cabeza.

—Bien —dijo el oficial—. Pero ¡que no se repita!

Y el coche patrulla se alejó.

Atrapado por este encuentro al estilo de Alicia en el País de las Maravillas, corrí a casa a escribir «El peatón» que hablaba de un tiempo futuro en el que estaba prohibido caminar, y los peatones eran tratados como criminales. El relato fue rechazado por todas las revistas del país y acabó en el Reporter, la espléndida revista política de Max Ascoli.1


1. Bradbury, R. (2006). Fahrenheit 451. Almería: Ediciones Perdidas, p. 7.


Continuando con este relato autobiográfico, cuenta también la razón por la cual esta novela tuvo a la quema de libros como eje del relato:

Por supuesto: Hitler había quemado libros en Alemania en 1934, y se hablaba de los cerilleros y yesqueros de Stalin. Y además, mucho antes, hubo una caza de brujas en Salem en 1680, en la que mi diez veces tatarabuela Mary Bradbury fue condenada pero escapó a la hoguera. Y sobre todo fue mi formación romántica en la mitología romana, griega y egipcia, que empezó cuando yo tenía tres años. Sí, cuando yo tenía tres años, tres, sacaron a Tut de su tumba y lo mostraron en el suplemento semanal de los periódicos envuelto en toda una panoplia de oro, ¡y me pregunté qué sería aquello y se lo pregunté a mis padres!

De modo que era inevitable que acabara oyendo o leyendo sobre los tres incendios de la biblioteca de Alejandría; dos accidentales, y el otro intencionado. Tenía nueve años cuando me enteré y me eché a llorar. Porque, como niño extraño, yo ya era habitante de los altos áticos y los sótanos encantados de la biblioteca Carnegie de Waukegan, Illinois.

Puesto que he empezado, continuaré. A los ocho, nueve, doce y catorce años, no había nada más emocionante para mí que correr a la biblioteca cada lunes por la noche, mi hermano siempre delante para llegar primero. Una vez dentro, la vieja bibliotecaria (siempre fueron viejas en mi niñez) sopesaba el peso de los libros que yo llevaba y mi propio peso, y desaprobando la desigualdad (más libros que chico), me dejaba correr de vuelta a casa donde yo lamía y pasaba las páginas.2


2. Ibídem, p. 9.


Fahrenheit 451 - 3Quema libros

Aún no eran los tiempos de Internet ni momentos de clausura, por más que el senador McCarthy promoviese la denuncia de pensadores, actores y escritores en su cruzada anticomunista o que enfermedades tan severas como la poliomielitis amenazaran con la muerte y la parálisis. Por ello, es interesante considerar las palabras que le dedicó a su novela algunas décadas más tarde, cuando la “red” comenzaba a mostrar su imponente cabeza:

…resta mencionar una predicción que mi bombero jefe, Beatty, hizo en 1953, en medio de mi libro. Se refería a la posibilidad de quemar libros sin cerillas ni fuego. Porque no hace falta quemar libros si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que no aprende, que no sabe. Si el baloncesto y el fútbol inundan el mundo a través de la MTV, no se necesitan Beattys que prendan fuego al kerosén o persigan al lector. Si la enseñanza primaria se disuelve y desaparece a través de las grietas y de la ventilación de la clase, ¿quién, después de un tiempo, lo sabrá, o a quién le importará?

No todo está perdido, por supuesto. Todavía estamos a tiempo si evaluamos adecuadamente y por igual a profesores, alumnos y padres, si hacemos de la calidad una responsabilidad compartida, si nos aseguramos de que al cumplir los seis años cualquier niño en cualquier país puede disponer de una biblioteca y aprender casi por ósmosis; entonces las cifras de drogados, bandas callejeras, violaciones y asesinatos se reducirán casi a cero. Pero el bombero jefe en la mitad de la novela lo explica todo, y predice los anuncios televisivos de un minuto, con tres imágenes por segundo, un bombardeo sin tregua. Escúchenlo, comprendan lo que quiere decir, y entonces vayan a sentarse con su hijo, abran un libro y vuelvan la página.3


3. Ibídem, p. 12.


Legado

Ray Bradbury delineó un paisaje desolador, un mundo angustiante para quien lo comparte desde la lectura. Pero, a diferencia de muchos otros autores de notables novelas distópicas, su historia nos ofrece un camino para no quedar atrapados en el laberinto de la desolación. No es un camino que se recorra con algún instructivo o señalamiento que nos diga por dónde ir. Más bien nos propone el desafío de un pensamiento guiado por algunas preguntas: ¿Nos animaremos, como Montag, a sorprender por asalto a nuestra propia ortodoxia? ¿Tendremos la dignidad de pensar aquello que, los expertos y especialistas nos dicen, es impensable? Es esta la posibilidad que se nos lega, y que nos lleva a un suceso legendario vinculado a uno de los hechos más relevantes de la historia de la educación: la condena a muerte de Sócrates, suceso que atañe a todo maestro. Sobre su muerte, y para que consideremos aquello sobre lo que supuestamente no deberíamos elucubrar, Emil Cioran nos cuenta: “Mientras le preparaban la cicuta, Sócrates aprendía un aria para flauta. ‘¿De qué te va a servir?’, le preguntaron. ‘Para saberla antes de morir’”.

Para seguir el tema…

Ian MacKenzie realizó un cortometraje animado (2004) en el que hace una transposición del cuento “El peatón”, de Ray Bradbury. En este enlace pueden verlo (está permitida su libre reproducción y descarga para usos educativos). Si bien está en inglés y sin subtítulos, creemos que la falta de comprensión de los diálogos no les quita poder a las imágenes y al relato.

En cualquier caso, a continuación dejamos a su disposición una transcripción traducida de la parte adaptada4:

—¿Su nombre? —dijo el coche de policía con un susurro metálico.

Mead, con la luz del reflector en sus ojos, no podía ver a los hombres.

—Leonard Mead —dijo.

—¡Más alto!

—¡Leonard Mead!

—¿Ocupación o profesión?

—Imagino que ustedes me llamarían un escritor.

—Sin profesión —dijo el coche de policía como si se hablara a sí mismo.

—Sí, puede ser así —dijo.

—Sin profesión —dijo la voz de fonógrafo, siseando—. ¿Qué estaba haciendo afuera?

—Caminando —dijo Leonard Mead.

—¡Caminando!

—Sólo caminando —dijo Mead simplemente, pero sintiendo un frío en la cara.

—¿Caminando, sólo caminando, caminando?

—Sí, señor.

—¿Caminando hacia dónde? ¿Para qué?

—Caminando para tomar aire. Caminando para ver.

—¡Su dirección!

—Calle Saint James, once, sur.

—¿Hay aire en su casa, tiene usted acondicionador de aire, señor Mead?

—Sí.

—¿Y tiene usted televisor?

—No.

—¿No?

Se oyó un suave crujido que era en sí mismo una acusación.

—¿Es usted casado, señor Mead?

—No.

—No es casado —dijo la voz de la policía detrás del rayo brillante.

La luna estaba alta y brillaba entre las estrellas, y las casas eran grises y silenciosas.

—Nadie me quiere —dijo Leonard Mead con una sonrisa.

—¡No hable si no le preguntan!

Leonard Mead esperó en la noche fría.

—¿Sólo caminando, señor Mead?

—Sí.

—Pero no ha dicho para qué.

—Lo he dicho; para tomar aire, y ver, y caminar simplemente.

—¿Ha hecho esto a menudo?

—Todas las noches durante años.

—Bueno, señor Mead —dijo el coche.

—¿Eso es todo? —preguntó Mead cortésmente.

—Sí —dijo la voz—. Acérquese. —Se oyó un suspiro, un chasquido. La portezuela trasera del coche se abrió de par en par—. Entre.

—Un minuto. ¡No he hecho nada!

—Entre.

—¡Protesto!

—Señor Mead…

—Entre.

—Si tuviera una esposa que le sirviera de coartada… —dijo la voz de hierro—. Pero…

—¿Hacia dónde me llevan?

—Al Centro Psiquiátrico de Investigación de Tendencias Regresivas.


4. Esta traducción del cuento “El peatón” está disponible en el siguiente enlace.