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El trasplante cardíaco adquiere dimensión pública
Revista SCHOLÉ 20 diciembre, 2018

Fue hace 50 años…

El 3 de diciembre de 1967, en el hospital Groote Schuur de Ciudad del Cabo, se realizó el primer trasplante cardíaco entre seres humanos. En la madrugada comenzó el proceso quirúrgico que posibilitaría traspasar el corazón de Denise Ann Darvall, diagnosticada con muerte cerebral tras haber sido atropellada por un automóvil, a Louis Washkansky, quien sufría una cardiopatía terminal. Tras interminables cinco horas, algo fundamental había cambiado en el universo humano: por primera vez, un hombre llevaba en su pecho el corazón que había latido y había sido parte de otro cuerpo. Tras 18 días de sobrevivencia, debido al tratamiento de inmunosupresión para evitar el rechazo, Louis Washkansky murió de neumonía. Era difícil considerar aquel hecho como un éxito médico, pero tampoco cabía pensarlo como un fracaso. Más allá de la evaluación del acto técnico, para muchos la pregunta fundamental estaba referida a la legitimidad moral. Los médicos se enfrentaban al fantasma del aprendiz de brujo.

A pesar de todas las dudas, a comienzos del nuevo año, tan solo un mes más tarde, Christiaan Barnard volvió a ensayar un trasplante. El receptor fue Philip Blaiberg y el donante, cuestión no menor en un país regido por la legalidad del apartheid, un joven negro, Clive Haup, quien había padecido un derrame cerebral. Esta vez, el destino parecía ser otro y Blaiberg salió del hospital para llevar, a través de la televisión, el rostro y la voz del corazón que se agitaba bajo una extensa cicatriz. Su vida sería tan corta como significativa porque en el breve período -poco más de un año- en el que pensó y sintió bajo el empuje de un corazón extraño, supo señalar una posible forma de enfrentar un particular sufrimiento humano. Aunque su muerte quedó opacada por el éxtasis de la llegada del hombre a la Luna, su experiencia demostró que los trasplantes cardíacos eran posibles y que, con el tiempo, la cuestión del rechazo sería mejor tratada.

Medio siglo después de aquel acto quirúrgico que conmovió al mundo, ha quedado claramente asentado el valor de los trasplantes cardíacos como posibilidad terapéutica para miles de personas. Sin embargo, es interesante promover algunas preguntas porque, más allá del acto terapéutico, estamos convocados en la educación a un debate sobre los límites de la intervención en el cuerpo. Está en juego el sueño transhumanista de constituir una forma de mente humana sobre un cuerpo no biológico y reparable para vencer definitivamente a la finitud y a los dolores. Lo que es válido para el corazón, lo es para cualquier otro órgano; incluso si se deben reemplazar, en simultáneo, varios o todos ellos. Y lo que vale para el medio interior, vale para cada parte del cuerpo: piernas, brazos, rostro. ¿Y por qué habríamos de excluir al cerebro, al que podemos considerar una gran maquinaria electroquímica de procesamiento de datos? Y si pudiésemos replicar, como último acto terapéutico que cure todos los dolores y venza a la muerte, nuestra vida psíquica en un sustrato material reparable distinto de la identidad neuronal que todavía nos caracteriza, ¿por qué no habríamos de hacerlo?