Schole
ContrapuntosEdición 11
Sobre Crímenes y pecados
Ximena Triquell 25 octubre, 2022

Crímenes y pecados no es mi película favorita de Woody Allen (prefiero esa hermosa reflexión sobre el cine que es La rosa púrpura del Cairo o aquella otra sobre la verdad del documental que es Zelig), pero debo reconocer que en ella se propone, desde la ficción, una reflexión que nos involucra de diversas maneras. Recuerdo que cuando vi la película por primera vez, allá por los 90, me gustó mucho. Estaba por entonces en los primeros años de universidad, y con mi grupo de amigas y amigos, casi todos compañeros de la facultad, nos interesaban particularmente lo que podríamos llamar “los grandes temas”: la libertad, la ética, la vida, el amor, la muerte, Dios… Este cine de Woody Allen, el de su periodo de “cine serio”, nos proponía eso: dilemas existenciales, diálogos extensos y profundos y, entre estos, algunos toques de humor inteligente. A la vez, la estructura de las tramas se alejaba de las operaciones fáciles –eso creíamos entonces– con las que la mayor parte del cine narrativo sostenía el interés de los espectadores: en lugar de un enigma, una pregunta que el film prometía responder, nos ofrecía una serie de dilaciones a través de los devaneos de sus personajes.

Sé que para gran parte de quienes hoy tienen la edad que yo tenía en aquella época este no es el caso. Pregunto a mis estudiantes y todos afirman conocer a Woody Allen, todos saben quién es y están al tanto de las denuncias por abuso que pesan sobre él, y pocos han visto sus films, casi ninguno vio Crímenes y pecados. Y creo que este desconocimiento no se debe al natural cambio de intereses entre generaciones, sino que efectivamente la película ya no dice a las nuevas generaciones lo que antes nos decía a nosotros. Pero, en definitiva, ¿qué decía y qué dice Crímenes y pecados?

El film desarrolla en paralelo dos historias entre las que se establece una suerte de paralelismo. En la primera, Judah Rosenthal (Martin Landau), un reconocido oculista a quien vemos en la primera escena siendo homenajeado en una cena junto a su esposa, debe enfrentar a una amante despechada, Dolores, que está dispuesta a “destruir su vida”. Judah ha decidido terminar la relación, pero ella se niega a aceptarlo y amenaza con contarle todo a su esposa si es que él persiste en dejarla. Atormentado por la situación, Judah recurre a dos consejeros: el primero es un paciente suyo, el rabino Ben, quien en virtud de su fe y la confianza en un orden moral en el mundo, le aconseja confesar todo a su esposa y confiar en que ella será capaz de entender y perdonar; el segundo es su hermano Jack, un integrante del hampa sin escrúpulos que sugiere hacerla desaparecer, dado que “en el mundo real” no hay lugar para consideraciones de orden ético. Esta oposición entre “el mundo real” que obliga a tomar decisiones extremas y un mundo ideal en el que es posible sostener una ética aparece también en la otra trama.

En la segunda historia, la oposición se da entre Clifford Stern (Woody Allen), un documentalista fuertemente comprometido con cuestiones sociales y ambientales que no interesan al gran público, y Lester (Alan Alda), su cuñado, que ha alcanzado éxito y fama como productor de programas livianos para televisión. Ambos disputarán el amor de Halley (Mia Farrow), quien comparte el interés de Cliff por programas inteligentes y con contenido pero que a la larga es seducida por el “cautivante” romanticismo del exitoso Lester.

Ambos relatos se cruzan en la escena final, que transcurre en la boda de la hija del rabino. En medio de la fiesta, mientras el rabino Ben, ahora completamente ciego, baila con su hija, se encuentran en un aparte los dos protagonistas. Cliff está deprimido por haber encontrado a Halley con Lester. Judah, levemente abrumado, siente la necesidad de confesarse y lo hace en la forma de una supuesta historia para un film que narraría un “crimen perfecto”. Mientras se refiere a sí mismo –esto solo lo sabemos nosotros, espectadores– como “un hombre exitoso, que lo tiene todo”, la cámara toma a Lester, acentuando el paralelismo entre ambas historias. Hay una elipsis en la narración y Judah continúa el relato tras el asesinato:

Cuando el horrible hecho está consumado, se encuentra plagado de una profunda culpa. Pequeños destellos de su pasado religioso, que ha rechazado, de repente regresan. Escucha la voz de su padre. Se imagina que Dios está viendo cada movimiento. De repente no es un universo vacío sino uno justo y moral, y él lo ha violado.

Pero la culpa dura un corto tiempo y “una mañana se despierta, el sol está brillando, su familia está a su alrededor y misteriosamente la crisis desaparece (…). Ahora está liberado. Y vuelve completamente a su vida normal, a su mundo protegido de riquezas y privilegios”.

Ante esto, Cliff cuestiona si de verdad existe esta posibilidad de volver a la vida de antes, si es posible continuar viviendo sin remordimientos después de haber cometido un hecho así. En este punto, si acaso Judah duda, “la gente carga con sus pecados… Digo… de vez en cuando tiene un mal momento”, el film no pareciera hacerlo y la conversación termina con Judah y su esposa retirándose amorosamente de la fiesta.

Este universo sin Dios ni orden moral que a Cliff resulta aterrador es el del film, pero no solo del que Judah relata sino también del que nosotros estamos viendo. Para Cliff, el primero debería tener un final alternativo en el que el hombre se entrega y, ante la ausencia de Dios, asume él mismo la responsabilidad de sus actos. Para Judah, eso es ficción, películas de Hollywood; en la vida, en “el mundo real”, no es así. En este mundo –que es también el del film de Woody Allen–, aparentemente siempre ganan quienes carecen de ética: Lester seduce a Halley, quien lo encuentra cautivante, Judah continúa en su mundo de riqueza y privilegios sin sentir remordimiento, mientras que Cliff –el único personaje que posee principios a los que atenerse– queda devastado y solo, abandonado por su amante y por su esposa, sin dinero y sin trabajo.

El otro personaje que sostiene una postura ética es Louis Levy (Martin S. Bergmann), un viejo profesor de filosofía, sobreviviente del Holocausto, sobre quien Cliff tenía intenciones de hacer un documental. A lo largo del film, Cliff y Halley comparten el visionado de una serie de entrevistas en las que el profesor sostiene la existencia de un orden moral –no necesariamente religioso– del universo. Pero el viejo profesor no es capaz de mantener sus creencias en su propia vida y se suicida, frustrando así no solo el documental que Cliff quería hacer, sino también su idea de una posible felicidad basada en la ética.

Ante el triunfo de los personajes sin escrúpulos, como un último contrapunto sobre la recapitulación de escenas que sintetizan a modo de epílogo todo el film, escuchamos al profesor Levy enunciar:

Todos nos enfrentamos a lo largo de nuestras vidas a decisiones agonizantes, a elecciones morales. Algunas son a gran escala, muchas tienen dimensiones menores, pero nos definimos a nosotros mismos según las elecciones que hemos hecho. De hecho, somos la suma de nuestras elecciones. Los eventos se desarrollan tan impredeciblemente, tan injustamente. La felicidad humana no parece haber sido incluida en el diseño de la creación. Somos solo nosotros, con nuestra capacidad de amar, quienes damos sentido a este universo indiferente. Y, sin embargo, la mayoría de los seres humanos parece tener la habilidad de continuar intentándolo, e incluso de hallar la felicidad en cosas sencillas, como la familia y el trabajo, y en la esperanza de que las generaciones futuras quizás comprendan mejor.

Es probable que este cierre nos alcanzara a mí y a mis amigos para salir conformes del cine cuando a los veinte años vimos la película por primera vez. O quizás nos bastaba la imagen del torturado Cliff tratando de sostener sus principios en un mundo claramente carente de estos, contraponiéndose a Judah, quien explícitamente enuncia –en una de las frases más conocidas del film– que Dios es un lujo que no puede permitirse. Es probable que, en ese momento, la falta de una dimensión ética de la vida no se percibiera con la misma cruel intensidad con que se nos presenta hoy a quienes ya no somos jóvenes.Sobre Crímenes y pecadosY vuelvo a pensar en mis estudiantes. Me resulta difícil imaginar que la mayoría de ellos crea en un orden moral universal, pero, por el contrario, los veo profundamente involucrados en decisiones éticas: contra el patriarcado, contra las injusticias, contra la explotación animal, contra el desmonte… Más cerca del personaje de Cliff que de Lester, anhelan un arte (soy docente de letras y de cine) que sea capaz de transformar la realidad. Creo que ellos entendieron, como el personaje de Levy, que “nos definimos por las elecciones que hacemos” o que, en las palabras de Galeano que ellos citan a menudo, “somos lo que hacemos para cambiar lo que somos”. Esta posibilidad, aparentemente ausente en el mundo de los personajes del film, abre el vacío donde podemos encontrar un lugar para ocupar. Creo que acá radica su mayor mérito.


*Nota al artículo:

Por decisión editorial, siguiendo el manual de estilo de la revista, se modificó la marca de género “x” –con la que estaba escrito el original– por el masculino plural.


Es profesora y licenciada en Letras Modernas (UNC), magíster y doctora en Teoría Crítica por la Universidad de Nottingham (Inglaterra).

Es investigadora del CONICET. Actualmente, dirige el doctorado en Artes de la UNC y se desempeña como docente en la Facultad de Filosofía y Humanidades y en la Facultad de Artes de la misma universidad.

Ha escrito, participado y compilado numerosos trabajos, libros y artículos en publicaciones nacionales e internacionales Comment end .