Volver la mirada al cielo
Testimonios del seminario “La exploración del espacio y la estatura del hombre”
Volver la mirada al cielo, escrutar la profundidad de la noche, lo inconmensurable del cosmos. Eso hacemos como humanidad desde tiempos ancestrales, como un ritual, como una indagación filosófica y epistémica, como una promesa. Sin embargo, algo se resquebrajó en los últimos tiempos. ¿Cuándo fue que bajamos la mirada para enfocarnos solo en lo terrenal y lo mundano de nuestra existencia? Hoy no buscamos “arriba” las señales y los indicios que nos guíen en el camino de nuestras vidas. El saber, que alguna vez nos prometió ampliar las fronteras de la imaginación, parece haber devorado bajo su propia eficacia la belleza de los mundos por descubrir. Fue con las herramientas técnicas y teóricas de la ciencia moderna que se develaron secretos y se iluminó el lado oscuro del misterio, pero ello, siendo un logro notable del intelecto humano, parece haberle quitado encanto a un universo que nos niega la moneda de cambio de la conquista. Esta resistencia, esta negativa que se nos impone al dominio, puede que haya provocado el desvío de la mirada y la renuncia a aquello que la imaginación puede darnos cuando penetramos la profundidad del espacio y el tiempo. El cielo se transformó en un lugar que no podemos dominar y que ya no vemos con asombro. ¿Qué hacer?
La reflexión
Volver a pensarnos como seres en un cosmos difícil de mensurar puede legarnos una nueva perspectiva sobre nuestra “estatura” como especie, sobre la valía del relato y la imaginación. En un momento en que los datos se han convertido en amos y señores de la vida, lo extraño, lo impensado o lo maravilloso asume una relevancia única. Volver la mirada al cielo –no para plagarlo de satélites comunicacionales para el desarrollo de internet de las cosas, sino para percibir el propio universo y promover una indagación filosófica profunda– puede ser un bello modo de enfrentar nuestra condición de seres frágiles y efímeros.
Quizás el objetivo del seminario “La exploración del espacio y la estatura del hombre” sea invitar a ese giro en la mirada. Como otros del ciclo “Entre la Pedagogía y la Cultura”, propone una reflexión necesaria que define un puente entre dos áreas de lo humano que, en el ámbito de la formación docente, aparecen escindidas.
Lo que sigue recoge pensamientos, debates y reflexiones suscitadas en el desarrollo del seminario durante abril y junio del 2020 en la Escuela Normal Superior “José Justo de Urquiza” de Río Cuarto, Instituto de Formación Docente asociado al ISEP. A diferencia de otras ediciones, esta se concretó por primera vez en una situación de “aislamiento social” y, por ello, el curso se realizó de manera virtual, lo cual agregó un elemento importante al momento de poner en juego la producción de sentidos y saberes. Esa situación de inicio nos llevó a preguntarnos: ¿qué decisiones guían a docentes o estudiantes, en un contexto tan complejo, a cursar este seminario? ¿Hasta qué punto hay, en esta elección, una búsqueda, una necesidad de detener el tiempo para pensarnos como seres humanos?
Nuestra búsqueda
Es un pequeño salto para el hombre y un gran paso para la humanidad. La frase que pronunciara Neil Armstrong al pisar la Luna parecía destinada a ser parte de una inquebrantable e inspiradora memoria colectiva sobre la exploración espacial. Sin embargo, las fantasías que su huella marcada en el suelo lunar plasmara sobre el destino de la humanidad en el espacio no concluyeron ni en épicos viajes ni en colonias habitadas en algún exótico mundo. Con menos estruendo, complejos programas de exploración, con sondas y poderosos telescopios expandieron el conocimiento y generaron, a la vez, un excitante espectáculo, y un relato místico plagado de confusas especulaciones. El universo se hizo extenso pero al mismo tiempo el mundo humano aparece contraído, más pequeño y cerrado. (Wolovelsky y Equipo, 2019a, p. 1)
De esta manera, abre el seminario uno de sus debates centrales. Un debate que, tras volver la mirada al cielo, en una suerte de juego de espejos, nos vuelve observadores de nosotros mismos, de nuestra propia humanidad –¿acaso agonizante?–. Clase a clase se va indagando aspectos de este desafío, de esta imperiosa necesidad de corrernos del centro de la escena.
Como educadores, nos preguntamos qué presencia tienen estos temas en nuestra práctica. ¿Son acaso relevantes solo en el ámbito de las ciencias sociales o naturales, o constituyen un aspecto sustancial de nuestra acción intelectual? ¿En qué grado somos interpelados como sujetos frente a estos dilemas? ¿Favorecemos, de algún modo, la emergencia de estos debates entre nuestros estudiantes? ¿Sería necesario hacerlo? Interrogantes que surgen de estudiantes y profesores que se sumaron a esta propuesta formativa del ISEP en un momento singular para desafiarse. En un comienzo lo hicieron, quizá, de manera intuitiva, pero con mayor profundidad y fundamento a medida que transcurrieron las clases. ¿Por qué interpelarse acerca de un tema que no es central en la currícula escolar? ¿Qué guía el interés por descubrir los vínculos entre nuestra actual experiencia y la historia de Galileo o el sentido de los viajes exploratorios de las sondas Voyager? ¿Por qué ese punto azul en el espacio, la Tierra vista desde los confines del sistema solar, nos cautiva y, al mismo tiempo, nos incomoda? ¿Hasta qué punto pensar el cosmos y su infinitud choca contra nuestras certezas terrestres y la ubicuidad de nuestra especie en este planeta?
Tal como le sucedió a Galileo cuando fijó su vista en el cielo nocturno con su telescopio, “contra toda forma de inmutabilidad, la propia lógica de la acción disolvió los sueños para forjar otros, para precisar nuevas perspectivas y esperanzas, dolores e imposibilidades” (Wolovelsky y Equipo, 2019a, p. 2), se abre una experiencia de aprendizaje no exenta de desventuras. El seminario abre ese tiempo necesario de reflexión, que para Galileo y tantos otros seres humanos era parte de la vida: la contemplación del mundo, quizás perdida con la mediación de las pantallas –y que deberemos recuperar si lo creemos posible y necesario–. Ese tiempo que, como dicen Masschelein y Simons (2014), es el “tiempo libre” de la escuela, donde algo sucede cuando una parte del mundo es puesta sobre la mesa como objeto de estudio. Esa “parte” quizá seamos nosotros mismos, nuestra humanidad deshumanizada, y entonces esa experiencia de “descubrir” se torne una experiencia del “descubrirnos”.
Pensar el cielo, pensar la humanidad
Decimos “pensar el cielo” y no solo mirar el cielo, puesto que este es objeto de nuestros juicios y reflexiones desde tiempos inmemoriales, donde el destino de la humanidad se medía en batallas estelares, entre tiempos míticos y terrenales, entre el cielo y la Tierra. Observar el cielo, leer sus secretos y saberes no era para neófitos, requería de experiencia
y tiempo, términos –ambos– altamente devaluados en la actualidad, mercantilizados, transferidos a la esfera económica y no al de la existencia.
Pensar el cielo cuando la Tierra atraviesa un momento extremadamente complejo como el actual es una misión un tanto pretenciosa. Necesitamos hacer un esfuerzo por detener el tiempo, abrir un paréntesis, transgredir el límite de lo que es posible pensar y hasta dónde. Ese ejercicio de praxis filosófica es casi inexistente en la vida de cientos de miles de seres humanos que discurren en el esfuerzo por procurarse desde lo más elemental a lo más sofisticado para vivir. En ese sentido, pensar el cielo no estaría, en este momento, ni entre las prioridades humanas, ni en las prioridades pedagógicas y formativas de los docentes. ¿Será por ello necesario sostener la decisión de transgredir esta frontera? Es así que los cursantes asumen este desafío, esta provocación, esta irrupción en la lógica cotidiana. Y nos sentimos observadores privilegiados del debate entre Galileo y el monje en la obra de Bertolt Brecht, de la imagen en la pantalla de TV de la Luna y un paso inmortalizado en miles de fotografías. Somos viajeros de la sonda Voyager e imaginamos lo que nos espera en los confines del universo. Volvemos a lo primario y recuperamos la curiosidad por ver el mundo, sin especulaciones ni fronteras, con más incertezas que verdades absolutas. Y así el cielo se abre para nosotros.
Veronica | Docente de Historia
Desde mediados del siglo XX, el hombre ha comenzado una “carrera” tecnocientífica hacia la “conquista del espacio” para conocerlo, reconocerlo, e investigarlo como una manera de responder a los avances y a la supremacía que tiene (o cree tener) sobre el planeta. Entonces, como “dominador” de la Tierra, lo que sigue es ir más allá; por ello, el alunizaje en 1969 es una evidencia del deseo, del carácter y del posicionamiento que tenían los Estados más poderosos, en materia de ciencia y tecnología (…). Sin embargo, ¿la humanidad en general considera al alunizaje –en primera instancia–, a las demás expediciones al espacio y a los gastos económicos inmensurables en materia de ciencia y tecnología destinados a explorar el espacio como una prioridad? ¿Existe un consenso o importa obtenerlo? O es, quizá, que prevalece el poder económico y político que parece arrasar con todos y todo en una sociedad global que se intenta inventar como una “aldea global” mientras el hambre, las enfermedades, las desigualdades y la violencia corroen las esperanzas de muchos hombres y mujeres que habitan aquí abajo. Entonces, como una manera de fundamentar la respuesta sobre la pregunta de Hannah Arendt por el conflicto sobre la estatura del hombre, podemos entender las controversias que la misma acarrea.
(Verónica, docente de Historia, cursante de la Escuela Normal Superior “José Justo de Urquiza”. Río Cuarto. Junio, 2020)
El debate sobre el poder aparece aquí de la mano de pensar “la estatura del hombre”, modelada a partir del alunizaje. Es, entonces, desde una perspectiva política que los estudiantes advierten que este acontecimiento histórico atraviesa la esfera de lo científico y su potencia filosófica queda indiscutiblemente ligada a lo político. Este debate, a su vez, nos lleva a pensar de qué modo este hecho trascendental en la historia de la humanidad no hace más que reafirmar los contrastes, las desigualdades y las miserias de lo humano.
Cuando nos disponemos a la lectura de textos que nos hablan de experiencias del mundo tan alejadas en el tiempo, como aquella de Galileo, u otras más cercanas, como las de Sagan, algo nos sucede; esa primera sensación de extrañeza va abriendo paso a cierta certidumbre o constatación: las mismas preguntas y los mismos problemas que atravesaron Galileo o Sagan son los nuestros. Y es que, como miembros de la misma especie, viviendo en el mismo planeta, hemos recorrido caminos similares, intentando encontrar las respuestas a las preguntas del mundo, de la vida y la muerte. La trascendencia del cosmos indefectiblemente nos plantea la reflexión sobre nuestra esencia humana y cómo esa “estatura de lo humano”, que quizás nos diferencia del resto de los seres, se agiganta o empequeñece con cada nuevo paso en el espacio.
Esteban | Profesor de Música
Cuando abordamos, al comienzo del seminario, las cuestiones referidas a Galileo Galilei y las puertas que abrió gracias al telescopio –ese increíble aparato que nos permitió observar, en parte, la inmensidad del cosmos–, la lógica prometeica y la de Arendt se nos hicieron presentes en las perspectivas de una inmensidad –el espacio sideral– a la que estamos sometidos y, también, en las desnudas miserias que afrontamos como civilización, cuando, por ejemplo, el hambre y la falta de acceso al elemento vital no están garantizados para todos. La retórica del avance para la humanidad definitivamente está signada por lo que ganamos como especie cuando descubrimos una nueva luna en Júpiter y por lo que perdemos al enterarnos de que un segundo de acciones militares representa en gastos el alimento de poblaciones enteras durante un año.
(Esteban, profesor de Música, cursante de la Escuela Normal Superior “José Justo de Urquiza”. Río Cuarto. Junio, 2020)
Dicotomías y contradicciones que quizás nunca antes hayamos formulado y que, puestos a pensar el cielo, se nos vuelven como espejo sobre nuestra propia existencia y experiencia del mundo.
Cuando proponemos observar esa imagen increíble tomada por la sonda Voyager, donde apenas somos un punto azul en el espacio, una mota de polvo estelar, cierta incomodidad aparece, cosquillea y obliga a la pregunta: “¿quiénes somos en el universo?”. Y a otra tal vez más desconcertante: ¿estamos realmente solos? Preguntas sobre las que únicamente podemos trazar hipótesis, muchas de las cuales han sido construidas subjetivamente por el cine o por el lenguaje del arte más que por datos científicos. Y ese pensar sobre el infinito, sobre la posible continua expansión de las fronteras del universo, sobre ese punto azul en el espacio cósmico, hace que nuestro eje se torne inestable. Ser el centro del mundo, de la vida en la Tierra, del desarrollo tecnológico y del progreso científico es una certeza inconmovible que ha llevado a la política y la religión a erigirse en los ordenadores de la vida humana.
Ludmila | Profesora de Historia
A lo largo del tiempo, son diversas las imágenes sobre el universo que han impactado en la “estatura” del hombre. Lo relevante de las cosmologías es que reúnen las ideas sobre la naturaleza de las cosas y de la humanidad, manifestando una predilección por los objetos lejanos e inalcanzables, como los astros. Somos un punto azul en el espacio, a sabiendas que la vida en la Tierra es un evento minúsculo y azaroso. A primera vista, podríamos inferir que tener conciencia de ello acrecienta la estatura del hombre, cuando atribuimos significados trascendentales al conocimiento astronómico, ejercicio que “[invisibiliza] nuestra verdadera circunstancia y condición en el universo… una mota de polvo atravesada por un haz de luz” (Wolovelsky, 2017, p. 28). En esta línea, Freud afirmaba que la teoría copernicana constituía una ofensa al amor propio del hombre, pues se trataba de una afrenta cosmológica en cuanto que el hombre pasaba a ser solo un punto más del universo.
(Ludmila, profesora de Historia, cursante de la Escuela Normal Superior “José Justo de Urquiza”. Río Cuarto. Junio, 2020)
Sin dudas, la construcción del yo ha llevado a los seres humanos a sostener su preeminencia sobre el resto de las especies del planeta y, probablemente, la carrera espacial sea en este sentido un paso importante y central. Sin embargo, la paradoja es que mientras más conquistamos los límites del espacio y más nos alejamos de la Tierra, mayor es la evidencia de nuestra vulnerabilidad, nuestra finitud. Somos ese punto azul en el medio del cosmos. Hemos de necesitar, entonces, nuevos mitos que nos sostengan en el centro de la escena cósmica.
La revolución agrícola y cultural, la Revolución Industrial después y su correlato en las revoluciones políticas más recientes no han hecho más que volver la mirada sobre nuestro planeta, sobre el perfeccionamiento de las formas de dominación de la naturaleza y de los seres humanos. La velocidad de esos cambios es descomunal si se advierte en el marco de la evolución biológica o geológica, cifrada en millones y miles de millones de años. Con solo unos pocos milenios, podríamos decir décadas, la ciencia y la tecnología son las nuevas teodiceas que guían nuestro destino, incluso hacia las estrellas.
Sebastián | Estudiante del profesorado de Música
Está claro que, desde la Revolución Industrial, el uso de las tecnologías ha regalado tanto recuerdos aterradores como reconfortantes, y parece que el futuro cercano camina por las mismas vías de la incertidumbre. Por un lado, la tecnociencia “acaba” de lanzar una nueva misión espacial y, por el otro, avanza en un terreno peligroso en el campo de la genética, un poco jugando a ser dios. En este sentido, valiéndose de la teleinformática y de la biotecnología, se avanza desde un “mundo prometeico” hacia uno “fáustico”. De esto nos habla Paula Sibilia en su libro El hombre postorgánico. Cuerpo, subjetividad y tecnologías digitales (2005). En el primer mundo, bajo el mandato de Prometeo, la ciencia pretende doblegar técnicamente a la naturaleza, pero lo hace apuntando al “bien común” de la humanidad, y lo propone con cierto “perfeccionamiento” del cuerpo (prótesis, gafas, etc.), aunque sin quebrar jamás las fronteras impuestas por la “naturaleza humana”. Mientras que en el segundo, bajo la vara de Fausto, se controlan y formatean permanentemente nuestras subjetividades a través de dispositivos como los smartphones y se camina a paso firme por las tierras de la genética con la posibilidad de crear vida humana totalmente manipulable y al servicio del sistema imperante.
(Sebastián, estudiante del profesorado de Música, cursante en la Escuela Normal Superior “José Justo de Urquiza”. Río Cuarto. Agosto, 2020)
Nuestra subjetividad acerca de lo que somos y hacemos en el mundo ha ido cambiando a lo largo de nuestra evolución como especie. Durante milenios nos mantuvo en un discreto equilibrio con los demás seres. El cielo, las estrellas y los demás astros: el conocimiento de sus cambios y trayectorias nos proveía las certezas necesarias para continuar cooperando como especie creando mitos para mantenernos vivos. Cielo y Tierra fueron, aun en esa dualidad y diferencia, siempre uno. ¿Qué cambió en nuestra subjetividad que fue capaz de escindir aquello que siempre había estado unido, ligado, entrelazado? ¿Acaso el dominio de la naturaleza por la técnica logró tal proeza?, ¿o fue la especulación filosófica?
Natasha | Estudiante del profesorado de Matemática
Y lo inevitable ya se está gestando… hemos creado un “Frankenstein” por quien sentimos un amor incondicional, a quien estamos dispuestos a justificar aun cuando llene sus manos de sangre… Y el temor comienza a palpitarse. El monstruo creado por las fuerzas del poder del conocimiento se revela hacia quien ha sido su propio amo, el benefactor, quien termina convirtiéndose en una víctima, pero a la vez en un cruel criminal. Entonces… ¿han culminado las épocas en donde la ciencia se conducía con total autonomía frente a una sociedad asombrada con cada hallazgo? Y, una vez más, en nuestra incesante búsqueda por conocer nos volvemos parte de un nuevo desarrollo científico tecnológico, que esta vez cuestiona nuestra “existencia terrenal” y nos propone una “existencia digital” en la que debemos redefinir el tiempo y el espacio. Nos sentimos nuevamente diminutos en un nuevo mundo al que “avergonzamos”, porque solo somos una imperfecta criatura que nace frente a una nueva y perfecta creación, que justamente eso es: una perfecta creación. Entonces, me pregunto: ¿deberemos enfrentarnos nuevamente ante un nuevo y más perfecto monstruo que hemos “creado”? ¿Qué pasará, esta vez, con nuestra estatura? ¿Disminuirá una vez más nuestra existencia? Ahora no solo somos pequeños, ¿sino también imperfectos? ¿O, en realidad, somos cada vez más grandes, ya que cada nuevo progreso es producto de la creación humana? ¿Podemos hablar de progreso o, una vez más, estaremos frente a la creación de nuestra posible extinción? ¿Qué espacio estamos explorando esta vez? ¿Nuestra búsqueda incesante por conocer nos ha abierto un nuevo horizonte más allá de lo terrenal?
(Natasha, estudiante del profesorado de Matemática, cursante de la Escuela Normal Superior “José Justo de Urquiza”. Río Cuarto. Junio, 2020)
Estos interrogantes van surgiendo de los debates en el aula, de las lecturas de los textos, de los encuentros sincrónicos, donde podemos apreciar cómo, a medida que avanza el recorrido, los interrogantes se complejizan, se profundizan los planteos, se formulan cuestiones filosóficas. Preguntarse por lo que nos hace humanos y lo que nos deshumaniza, por las relaciones entre esto y la necesidad de acudir al espacio en busca de respuestas, que quizá están más cerca de la tierra que del cielo, es lo que va desencadenando en cada cursante esta experiencia de aprendizaje, a la vez individual y colectiva.
Acudimos así a la palabra no solo de científicos especialistas en ciertos campos de la investigación experimental, sino también de filósofos. Intentamos deconstruir nuestras certezas, interpelar nuestras subjetividades y asumir que cierto horizonte distópico ya ha comenzado a discurrir entre nosotros. El cine y la literatura han sido los grandes constructores de distopías, de ideas sobre un mundo irreal ¿pero posible? El telescopio, el alunizaje, la sonda Voyager, ¿no son componentes de un mundo que una vez se nos presentó como utópico, pero que podría derivar en lo contrario? ¿Qué nos hace suponer que el futuro será diferente en ese sentido y nuestra creación no será parte de nuestra ruina?
Gerardo | Estudiante del profesorado en Educación Primaria
Las distopías premonitorias, las desigualdades sociales cada vez más marcadas, los mecanismos de seducción y enmascaramiento que ponen en práctica los sectores de poder dominantes permiten pronosticar decadencia más que prosperidad. Por la eficiencia y comodidad de la comunicación digital, evitamos cada vez más el contacto con las personas reales; es más, con lo real en general. Dice Byung-Chul Han (El enjambre, 2014): “Somos programados de nuevo ante este medio reciente sin que captemos por entero el cambio radical de paradigma. Cojeamos tras el medio digital que, por debajo de la decisión consciente, cambia decididamente nuestra conducta, nuestra percepción, nuestra sensación, nuestro pensamiento, nuestra convivencia”. La discusión ya no pasa por usos inadecuados. Se trata de la vergüenza de no ser productos perfectos, sin fallas. De equivocarnos, de retroceder, de recaer, de vacilar; en definitiva, de dejar de lado muchas de las características que también nos constituyen como humanos y a las que no debemos dejar de tener en cuenta si pretendemos construir algo superador. Se trata de convivir en lo diverso, en lo divergente, en lo que es materia prima de los desafíos y de los intereses múltiples que ponen en acción nuestra creatividad.
(Gerardo, estudiante del profesorado en Educación Primaria en la Escuela Normal Superior “José Justo de Urquiza”. Río Cuarto. Junio, 2020)
Planteábamos en el seminario (Wolovelsky y Equipo, 2019b):
Hemos llegado a un punto en el cual debemos detenernos para considerar las razones acerca de por qué la exploración espacial que cautivó la imaginación en el siglo XX tal vez ya no lo pueda hacer. Nos seducen los relatos míticos sobre agujeros negros, hoyos de gusano y los grandes efectos en la pantalla derivados del conocimiento en el campo de la astrofísica, pero no parecen conmovernos de la misma forma el hombre o la mujer real que arriesgan traspasar la frontera, que actúan, y que, tal vez, en esa acción pudiesen correr con la misma suerte que tocó a Ícaro al aproximarse demasiado al “sol”. Vivimos dentro del ojo de un huracán tecnológico que simula cierta quietud. Parece que convivimos con cierta “armonía” con el mundo digital mientras alrededor de nosotros brama un viento arrollador. Sin embargo, la revolución digital, en muy pocas décadas, ha renombrado el mundo y lo ha reconvertido, incluso aquello que considerábamos una clase, en la escuela o en la universidad, ya no es la de un maestro presente tal como lo muestra este escrito brillando en la pantalla. Memoria, tiempo, espacio, el otro, la comunicación, el pensamiento, ¿qué significan? (p. 2)
Un final abierto
El cierre del seminario deja abierta una pregunta. Retoma de algún modo el desarrollo de cada clase y recupera las reflexiones que, a cada paso del trayecto, surgen y se comparten para que, en ese ir y venir de ideas, puedan abrirse otras posibilidades y definir nuevos sentidos:
Desde que Galileo Galilei observara la superficie de la Luna con su telescopio, el universo se ha hecho extenso y nuestro mundo pequeño. Con la exploración espacial hemos obtenido imágenes únicas que ahondan esta perspectiva. Hemos ganado en conocimientos pero también en nuevas incertidumbres. El hombre ha perdido su lugar dominante en el cosmos, vive en un planeta inestable que se desplaza en torno a una de las tantas de las miles de millones de estrellas de una particular galaxia. Pero ha ganado en posibilidades técnicas que solo un siglo atrás parecían difíciles de alcanzar.
El riesgo puede ser la búsqueda, a través de estos desarrollos técnicos, de un lugar que nos vuelva a colocar en el centro, que nos permita hallar la divinidad perdida, pero que nos haga confundir medios y fines al ser guiados por la vergüenza prometeica. ¿Por qué preguntarse por los límites del sueño tecnológico? ¿Por qué no reemplazar al hombre biológico como lo conocemos hoy por una forma perfeccionada, con más memoria, con mayor posibilidad de decisión, con mayores cualidades físicas, que pueda recorrer el universo con su potencia virtual? No hay una respuesta sencilla, pero a casi dos siglos de la escritura de Frankenstein. El moderno Prometeo, podemos entender que el riesgo está en el camino, en lo que será de generaciones enteras hasta llegar al sueño tecnológico de un poshumano de mayor perfección que los hombres actuales. Y si el logro se frustrara como con el personaje de la novela de Mary Shelley, ¿qué pasaría con ese sueño? ¿Quién puede dudar de las nobles intenciones del Dr. Frankenstein, de su altruismo y bondad?
En 1898, Alfred Russel Wallace escribió su libro El siglo maravilloso donde expresó sus mejores esperanzas para el siglo XX de manos del desarrollo científico y tecnológico. Murió en 1913. Un año después, su sueño quedó enterrado en las trincheras de la Gran Guerra. Hoy, a poco más de un siglo y bajo los logros de la exploración espacial que llevó a preguntarnos por la estatura del hombre, debemos formularnos dos interrogantes que no tienen una respuesta sencilla pero que pueden guiar el pensamiento sobre el tiempo histórico que habitamos: ¿cederemos nuestra humanidad a los grandes sueños redentores esperando un siglo maravilloso por venir? ¿Podremos renunciar a la idea de salvación tecnocientífica para transformar su desarrollo en una condición que nos provea algo más de justicia, un poco más de gozo, y de ser posible, dolores menos intensos a pesar de los nuevos y difíciles problemas que habremos de enfrentar? Tal vez nos quede el asombro de poder ver a ojo desnudo y exclamar: ¡por Dios, está plagado de estrellas! (Wolovelsky y Equipo, 2019b, p. 4)
Referencias
Masschelein, J. y Simons, M. (2014). Defensa de la escuela. Buenos Aires: Miño y Dávila.
Wolovelsky, E. y Equipo de producción de materiales educativos en línea (2019a). Clase 1: El mensajero de los astros. Significados socioculturales del desarrollo de la astronomía, la cosmología y la exploración espacial. Seminario La exploración del espacio y la estatura del hombre. Ciclo de seminarios “Entre pedagogía y cultura”. Córdoba: Instituto Superior de Estudios Pedagógicos – Ministerio de Educación de la Provincia de Córdoba.
Wolovelsky, E. y Equipo de producción de materiales en línea (2019b). Clase 4: La obsolescencia del hombre. Seminario La exploración del espacio y la estatura del hombre. Ciclo de seminarios “Entre pedagogía y cultura”. Córdoba: Instituto Superior de Estudios Pedagógicos – Ministerio de Educación de la Provincia de Córdoba.