Experiencias pedagógicas Edición 12 | 13 julio, 2023

Sobre el futuro de la escuela y las escuelas del futuro

¿Cuál podría ser el futuro de la escuela? ¿Cómo hacer, desde ella, frente a estos tiempos de enormes transformaciones y de una crisis climática sin precedentes sin sucumbir a la parálisis? Es momento, plantea Dussel, de repensar algunos postulados escolares básicos.
Imagen de la portada de la nota, Sobre el futuro de la escuela y las escuelas del futuro. Se ve una mariposa que deja una estela con un libro, un microscopio, un glogo terraqueo. Con un fondo estrellado.
Se dice que nada envejece tan rápido como la idea de futuro. Jacques Attali, un economista que escribió sobre su historia, señala que los imaginarios de futuro suelen ser una prolongación ingenua del presente de quien los formula, y duran tan poco como ese presente. Hay, por supuesto, notorias excepciones, pero buena parte de lo que se invoca como futuro es poco más que la extensión de lo que se percibe, se desea o se teme sobre las condiciones actuales.

En los discursos educativos abundan las referencias a las escuelas del futuro: las secundarias del mañana, las tecnologías digitales o las competencias y el curriculum “del siglo XXI” –que, aunque ya no es futuro sino presente, sigue movilizándose como signo de lo nuevo–. Los discursos sobre la educación del futuro, que en algún caso son también programas concretos de transformación escolar, se fundan en la idea de que los cambios en la educación ayudarán a producir el porvenir que se avizora. En esa construcción, hay una relación causal entre las acciones en el presente y sus consecuencias futuras; hay una idea de progreso, de que habrá, o puede haber, un mañana mejor, y de que hay que hacer algo distinto hoy –intervenir, producir un acontecimiento– para que esa proyección se haga realidad.

El argumento central de este texto es que hay que repensar esa forma de pensar el vínculo con la temporalidad a la luz de las transformaciones que estamos viviendo, y que ese replanteo supone revisar la historia y el presente de la escuela con claves que ayuden a interrogar algunos de sus postulados básicos. Para eso, se tomarán dos momentos emblemáticos: la escuela moderna, orientada hacia dominar el futuro, y la escuela centrada en el tiempo presente, muy importante desde la segunda mitad del siglo XX. En la última parte de este artículo, se plantean algunos debates sobre los desafíos que plantea hoy el Antropoceno, es decir, la era en la que la humanidad se convierte en una fuerza geológica y está produciendo cambios –en muchos casos catastróficos– para la vida compleja en el planeta que obligan a reformular el vínculo con el porvenir.

El primer momento que habría que analizar es el de la escuela moderna, la forma escolar que se hizo hegemónica en los siglos XVIII y XIX y sobre cuya base se organizaron la mayoría de los sistemas escolares que conocemos (Dussel y Caruso, 2000). Aunque en esa escuela se enseñaba a dialogar con el pasado –por ejemplo, el encuentro con lenguajes y referencias históricas–, la categoría dominante era el futuro: la escuela tenía sentido si contribuía a moldear la nueva sociedad, el ciudadano del futuro. Como dice un referente central para pensar en los cambios en la forma de pensar la temporalidad, el historiador François Hartog (2007), la visión moderna se planteaba un presente que se validaba por un futuro radiante; a diferencia de los antiguos, que creían que el presente era la continuidad del pasado, y de otras perspectivas que consideran al tiempo como un movimiento cíclico, para los modernos el presente estaba imantado o atraído por el porvenir, lo empujaba hacia delante. La imagen que se proponía era la de la flecha de tiempo hacia el progreso indefinido.

Los programas educativos de la Revolución francesa son un buen ejemplo de la perspectiva moderna sobre la temporalidad. Estos programas lograron difundir el ideal del sistema de instrucción pública como medio para garantizar la ruptura radical con el pasado y mirar hacia el porvenir. Uno de sus planes más radicalizados, ideado en 1793 por Lepeletier, un marqués jacobino, proponía crear internados escolares, “casas de igualdad”, donde irían todos los niños y las niñas de los 5 a los 12 años. En esas casas, separadas por género, chicos y chicas recibirían los mismos alimentos, la misma vestimenta e iguales cuidados e instrucción. Los contenidos incluían lectoescritura, cálculo, medidas, conocimientos de la Constitución y la memorización de los “relatos más asombrosos de la historia de los pueblos libres y de la Revolución Francesa” (Lepeletier, 1793, art. XI, traducción propia). Impresiona que, cuatro años después de la toma de la Bastilla, ya se buscaba memorializar el episodio revolucionario como un corte histórico trascendente.

Las “casas de igualdad” eran escuelas de tiempo completo que querían separar a las infancias de sus familias, a quienes se consideraba una influencia retardataria, y ponerlas bajo la tutela del Estado revolucionario para “regenerar la humanidad”. Lepeletier fue también uno de los ideólogos de la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, un manifiesto que fundó una forma novedosa de pensar la vida en común centrada en las libertades y los derechos inalienables de los individuos. No es casualidad que él planteara la asociación entre la fundación de una sociedad moderna a través de las leyes republicanas y la creación de instituciones escolares de otro tipo: la utopía pedagógica era constitutiva de la creación del “hombre nuevo”.

Las “casas de igualdad” no prosperaron, pero la idea de una escuela común como constructora de un futuro mejor sí quedó instalada. Exactamente un siglo después, en 1893, el británico Arthur Conan Doyle escribió un cuento con su famoso detective, Sherlock Holmes, en el que se refrenda esta idea de la escuela como la simiente del porvenir. El narrador es el Dr. Watson, su inseparable compañero:

Holmes estaba sumido en un profundo sueño y apenas abrió la boca hasta que pasamos Clapham Junction.

–Es realmente divertido entrar en Londres por cualquiera de estas líneas elevadas que te permiten echar un vistazo a casas como ésas.

Pensé que estaba bromeando, ya que la vista era bastante sórdida, pero pronto se explicó.

–Mira aquellas enormes masas aisladas de edificios que surgen por encima de las pizarras, como islas de ladrillo en un mar de color plomizo.

–Las escuelas comunes.

–¡Almenaras, muchacho! ¡Faros del futuro! Cápsulas con cientos de pequeñas semillas en cada una de ellas, de cuyo interior brotará la mejor y más sabia Inglaterra del futuro.

(A. Conan Doyle, “El Tratado Naval”, citado en Donald, 1992, p. 17, traducción propia)

Las promesas eran muy ambiciosas, pero se puede decir que la escuela común cumplió en transformar las sociedades de manera profunda. La expansión de la escolarización tuvo efectos en distintas dimensiones, entre las cuales se destacan tres. En primer lugar, la escuela redefinió los tiempos vitales y familiares, no solamente porque reorganizó la planificación familiar de acuerdo a la escolaridad, sino también porque, dicen algunos estudiosos, ayudó a crear la categoría de la adolescencia como tiempo de transición entre la infancia y la adultez, un período que, antes de la difusión de la escuela, no era considerado de manera específica. En segundo lugar, logró instaurar una jerarquía de saberes que ponía en la cúspide al conocimiento y la cultura escolares y que le daba a la escuela la autoridad para sancionar el lenguaje correcto y la forma de pensar apropiada. En tercer lugar, transformó el territorio y la comunidad: en muchas ciudades y pueblos, las escuelas fueron epicentros de la vida en común, creando nuevos lazos entre vecinos y conectando a las localidades con dinámicas externas, como los saberes que portaban los maestros, los diseños curriculares, las leyes, la arquitectura y las tecnologías escolares. Esos logros no fueron necesariamente los que se imaginaban con las “casas de igualdad” o los “faros del futuro”, pero pocos podrían negar que la escolarización trajo, y todavía trae, cambios importantes en las sociedades humanas.

Un segundo momento emblemático es el de la escuela centrada en el tiempo presente. Siguiendo una vez más las reflexiones de François Hartog (2022), puede decirse que la confianza en el progreso, que era propia de la modernidad occidental, empezó a resquebrajarse en la década de 1970 cuando emerge lo que él llama una “crisis de futuro”, en muchos casos derivado de crisis económicas y de la evidencia de que el porvenir no era tan auspicioso como se imaginaba. En América Latina, hubo otros motivos para perder aquella esperanza: esa década es la de las dictaduras militares, el terrorismo de Estado, que mostró la ruptura de un pacto no escrito de convivencia y el costado siniestro de muchas instituciones encargadas de la protección y cuidado de la población. Hartog señala que en esta década se inaugura el tiempo del “presentismo”, un régimen o forma de historicidad que se define por el privilegio del tiempo presente. Este presente ya no se caracteriza por ser la continuidad del pasado o la anticipación del porvenir, sino que define su propio horizonte por sí mismo. Ante la caída de la idea de progreso, la vida vale por lo que se vive en el presente; el tiempo se acelera y se comprime, se vuelve “impaciente con la duración”, como dice Hartog, y el presente canibaliza el pasado y el futuro.

Podría decirse que en la pedagogía y en el sistema escolar, esa demanda presentista ya era notoria desde antes de 1970. La pedagogía escolanovista de principios del siglo XX –es el caso de John Dewey (1859-1952)– sostenía que la escuela no tenía que preparar para la vida ulterior, sino que era la vida misma: el valor de lo escolar se definía por la calidad de la experiencia presente y no por sus resultados futuros. Esta perspectiva, inicialmente minoritaria, fue cada vez más dominante, dando paso a lo que algunos llaman como “modelo convivencial”, en el que lo deseable es que las instituciones escolares ofrezcan un tiempo valioso en sí mismo a través de, por ejemplo, pedagogías expresivas y artísticas y proyectos de conocimiento autónomos centrados en los intereses individuales.

Si se revisan los tres ejes o dimensiones de los cambios que trajo la escolarización, puede verse que todos ellos se vieron afectados por las demandas de producir otro tipo de institución y de pedagogía escolares. Por mencionar solo algunas de esas demandas, se reclamó que el edificio escolar abra sus puertas y borre los límites entre el afuera y el adentro, que los saberes escolares tradicionales sean tan valiosos como otros y que el tiempo de las infancias ya no sea definido por la escuela, sino por una cultura infantil fuertemente marcada por las industrias del entretenimiento.

En América Latina, este modelo pedagógico se entrecruzó con las pedagogías de la inclusión y la igualdad educativas, generando propuestas que pusieron el centro en dar y circular la palabra, revisar la autoridad cultural del curriculum y el conocimiento escolares, reconocer el valor de las distintas culturas, desarrollar pedagogías más singularizadas, entre otras opciones. Estas propuestas combinaron un cierto “presentismo” (lo que importa es el aquí y ahora) con un deseo de un futuro mejor que venía del régimen moderno de historicidad, como el sueño de salir de la pobreza y lograr una sociedad más igualitaria. Ante la incertidumbre y la dificultad de alcanzar esos sueños, ante la caída de la esperanza en que algo de eso pueda lograrse, muchas veces estas pedagogías tomaron (y toman todavía) como eje organizador la importancia del tiempo presente más que la promesa de un futuro mejor. Las más de las veces refuerzan una visión presentista de la temporalidad, con desconfianza hacia el porvenir.

Aunque la escuela moderna y la escuela centrada en el tiempo presente siguen siendo todavía modelos importantes para las propuestas escolares, para Hartog (2022) están emergiendo otros problemas y cuestionamientos que hablan de un momento nuevo en el vínculo con la temporalidad, sobre todo a partir del cambio climático y la generación de la extinción, como se llaman a sí mismos muchos activistas que buscan detener el calentamiento global. Contra la arrogancia de los modernos –que se creían capaces de dominar todo espacio y tiempo– y contra el presentismo –que no quiere hacerse cargo del futuro–, la era del Antropoceno pone en evidencia que la larga duración importa y que hay que pensar en la articulación entre pasado, presente y futuro con otra responsabilidad y otra generosidad tanto con las generaciones que siguen como con otras formas de vida en el planeta. Se inaugura o, mejor dicho, se puede inaugurar una relación diferente con el tiempo, una relación que sea más humilde que la visión ingenieril moderna, que incluya escalas y experiencias no humanas, que ponga en el centro el cuidado del planeta y la humanidad y que valore la pluralidad de las formas de vida (Chakrabarty, 2022).

También, claro está, la conciencia de la crisis planetaria puede generar las tendencias contrarias. Del lado de los modernos, pueden verse los casos extremos de los billonarios de las grandes corporaciones tecnológicas que se lanzan a conquistar Marte y otros planetas, dando por descontado que este planeta se extingue; la salida es más de lo mismo pero en otro lado (o bien: ya arruinamos este planeta, vamos a arruinar otro). Del lado de los presentistas, ante la nube negra que se ve en el horizonte, se exacerba el “vivir el momento”, poner por delante las elecciones personales, pasarla bien sin pensar en el mañana, al mismo tiempo que crecen la melancolía y la depresión. Las tecnologías digitales se ubican entre esos dos polos: del lado de los modernos, con versiones excesivas como Elon Musk y Jeff Bezos, prometiendo la solución tecnológica moderna y la inteligencia artificial como solución a los males de este mundo o para la huida al próximo planeta; del lado del presentismo, ofreciendo diversión y escape a una realidad que se juzga sin salida. Hartog (2022) identifica algunas otras opciones, como ciertas vueltas a nacionalismos y comunidades religiosas primigenias, invocadas en algunas guerras contemporáneas, que son una búsqueda de refugio en un tiempo antiguo en el que el pasado ordenaba el presente y le daba la razón de existir. A esto se agrega la visión apocalíptica que retoma perspectivas religiosas del fin de la historia y el Juicio Final pero, como dice Hartog, “en cámara lenta”. La generación de una relación distinta, cuidadosa y generosa con el tiempo planetario –una cosmo-cronología en los términos de Hartog– es todavía muy incipiente y tiene que vérselas con esas otras fuerzas poderosas que empujan en direcciones contrarias. Pero también tiene apoyos en visiones no occidentales de la temporalidad, que han sostenido una relación diferente, menos arrogante, con las distintas formas de vida.

¿Cómo sería una escuela para estas condiciones que plantea el Antropoceno, una escuela que no repita el modelo moderno de querer dominar el futuro ni la huida presentista en el aquí y ahora? ¿Cómo ayudar a pensar a la escuela en el futuro sin sucumbir a las visiones apocalípticas o a la promesa del retorno a los orígenes, esto es, la renuncia al porvenir? ¿Cómo rearticular una noción de futuro que no repita la flecha del progreso, pero que no renuncie a pensar un porvenir mejor? Habría que tratar de que la escuela ayude a habitar el presente de un modo no presentista, de una forma que reconozca la complejidad de la temporalidad y que busque conectar de otra forma el pasado, el presente y el futuro. ¿Cómo ir en esa dirección?

Un elemento importante es pensar, como lo hicieron a fines del siglo XVIII, cuáles serían los contenidos y experiencias escolares que permitirían habitar este presente de otro modo y releer y reorganizar los vínculos hacia atrás y hacia adelante. Para habitar el presente de otro modo habría que enseñar a ver y a atender al mundo con otra sensibilidad, enriqueciendo los lenguajes y los saberes en torno a la complejidad y el valor de la vida, como propone Anna Tsing (2021). Asimismo, sería deseable promover un sentido histórico sobre el mundo que reconozca la importancia del largo plazo y que valore la pluralidad de lo humano. En este marco, la formación crítica en saberes digitales aparece como una cuestión de primer orden, no para mejorar la empleabilidad de las nuevas generaciones –como proponen muchos hoy en día–, sino para poder debatir y reorientar el futuro que se está construyendo con la inteligencia artificial y otros desarrollos que no están pensando la responsabilidad sobre el planeta y las vidas futuras, incluyendo en este debate la perspectiva de las nuevas generaciones.

También habría que intentar que la escuela ayude a sostener una idea de futuro, recordando lo que dijo Freud hace muchos años: el futuro es sobre todo ilusión, y la ilusión no es verdadera o falsa, sino que es una creencia que está empujada por la fuerza del deseo. Insistir en una idea de futuro, en una ilusión o una esperanza sobre el porvenir, es una forma de hacerle lugar a las acciones y afectos del presente y al valor de cuidar la vida considerando la larga duración y el vínculo entre generaciones y entre especies en este planeta. Es, al mismo tiempo, una forma de recuperar una de las mejores tradiciones de la escuela moderna: la de concitar el deseo de un futuro mejor, más sensible a otras experiencias y lenguajes, y más protector y cuidadoso con las nuevas y los nuevos. Es ese deseo el que puede darle fuerza a otras posibilidades de futuro, no solamente a la escuela.

Referencias

Attali, J. (2007). Breve historia del futuro. Madrid: Alianza.

Chakrabarty, D. (2022). El clima de la historia en una época planetaria. Madrid: Alianza Editorial.

Donald, J. (1992). Sentimental Education. Londres: Verso.

Dussel, I. y Caruso, M. (2000). La invención del aula. Una genealogía de las formas de enseñar. Buenos Aires: Santillana.

Hartog, F. (2007). Regímenes de historicidad. Presentismo y experiencia del tiempo. Ciudad de México: Universidad Iberoamericana.

Hartog, F. (2022). À la rencontre de Chronos. Paris: CNRS Éditions.

Lepeletier, M. (1793). Plan d’Éducation Nationale. Disponible en: https://gallica.bnf.fr/ark:/12148/bpt6k48991b/f41.item#

Tsing, A. (2021). La seta del fin del mundo. Sobre la posibilidad de vida en las ruinas capitalistas. Madrid: Capitán Swing Libros.

 

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Es doctora en Educación por la Universidad de Wisconsin-Madison, magíster en Ciencias Sociales por FLACSO y licenciada en Ciencias de la Educación por la UBA.
Autora de numerosos artículos y libros, sus publicaciones recientes tratan sobre los vínculos entre medios digitales y las escuelas.
Es profesora investigadora del Departamento de Investigaciones Educativas del Cinvestav-IPN, México.