Schole
NarradoresEdición 5
Dos revoluciones
Eduardo Wolovelsky 8 agosto, 2020

Un minuto, cien años

Liberada del mecanismo que la sujeta, la pesada y filosa hoja de metal desciende severa e implacable. El chirrido que produce durante su caída solo tiene un significado: Lavoisier va a morir.

Los hombres y las mujeres de la revolución intentan que los ideales que la han gestado sobrevivan a quienes se proponen restaurar los privilegios de la vieja monarquía. Pero han sembrado el terror condenando a muchas personas a morir en la guillotina. Fueron las enormes desigualdades económicas y sociales las que encendieron la mecha. Guiados por nuevas ideas sobre los derechos del hombre, los comerciantes y los pequeños artesanos reclamaron por ellos en la Asamblea Nacional. Sin embargo, el rey Luis XVI no tenía intenciones de ceder ninguno de los viejos privilegios de la aristocracia, por lo que estuvo dispuesto a disolver la Asamblea con la fuerza de la tropa. Igualmente, la revolución ya estaba en marcha. El 14 de julio, el pueblo de París asaltó la Bastilla, esa prisión fortificada que era símbolo del poder monárquico.

Los grandes cambios en la historia no ocurren en unos pocos días, sino que llevan años de duras luchas y el dolor de numerosas muertes, porque quienes han gozado de privilegios nunca desean perderlos y quienes imaginan una nueva sociedad, muchas veces, están enfrentados entre sí y no pueden sostener sus esperanzas. Francia no fue la excepción, y la revolución derivó en un régimen de terror. Los sospechosos de oponerse al fin de la monarquía, o de haber colaborado con ella, serían decapitados en la guillotina. Lavoisier no escapó a esta suerte. Ser un revolucionario en el campo de la química no fue suficiente; su papel en la recaudación de impuestos durante el reinado de Luis XVI sirvió para condenarlo y ejecutarlo. Cuando el matemático Joseph-Louis Lagrange se enteró de su muerte, comentó: “Solo un minuto para cortar esa cabeza y cien años podrían no darnos otra como ella”.

1789

El mismo año en que el pueblo de París tomó la Bastilla, Lavoisier publicó el Tratado elemental de química, libro en el que proponía un cambio importante sobre algunas ideas acerca de la composición del aire, la tierra y el agua. 1789 marcó dos revoluciones. Primero, la política que, como ya sabemos, lo condenó a muerte; la otra, la química, lo convirtió en un héroe.

En la obra que lo inmortalizó, dio a conocer una nueva clasificación de las sustancias sugiriendo, además, reglas para designarlas. Para entender la importancia de su trabajo, podemos comparar los nombres con los que tradicionalmente se conocían a algunas de ellas con los nuevas denominaciones que propuso y que se mantienen vigentes hasta nuestros días. Por ejemplo, base del aire vital o aire deflogistizado era la forma en la que se conocía al oxígeno. Como espíritu de vino se conocía al alcohol y como azafrán de Marte al óxido de hierro. En la actualidad, muy pocos habrán oído hablar del ácido vitriólico, pero muchos seguramente conocen al ácido sulfúrico.

El trabajo de Lavoisier consistía en descomponer las sustancias químicas, por ejemplo, calentándolas a altas temperaturas, para analizar posteriormente los productos que obtenía. Pesaba con sumo cuidado los componentes antes de hacer sus experimentos; luego, volvía a pesar los compuestos resultantes una vez finalizada la prueba. De hecho, podríamos elegir la balanza como símbolo de su laboratorio y de su vida como químico. Llegó a la conclusión de que en una reacción química donde las sustancias que se obtienen son diferentes de las iniciales, la suma del peso de los componentes finales es igual al peso total de todos los compuestos utilizados al comienzo. La labor de Lavoisier requería gran precisión para pesar y mucha destreza para medir el volumen de los gases que se desprendían en las reacciones. Además, debía registrar en dibujos y esquemas los experimentos que realizaba. Todo esto hubiera sido imposible si Lavoisier no hubiese contado con una gran colaboradora.

La Ferme Générale

Jacques Paulze era uno de los socios más antiguos de la Ferme Générale, una empresa contratada por Luis XVI para recaudar impuestos. Lavoisier, quien ya era miembro de la Academia de Ciencias, decidió ser socio de la odiada organización responsable de los injustos tributos que mantenían tanto los privilegios del rey y de los nobles como la miseria de la mayoría de los habitantes del reino de Francia. Pero esto no parecía preocuparlo demasiado; su interés estaba puesto en la química y pertenecer a la Ferme Générale le daba la tranquilidad económica necesaria para poder dedicarse a sus investigaciones. Su participación en esta asociación no solo lo benefició administrativamente, sino que significó, además, un cambio en su vida cuando le fue presentada la hija de Paulze, Marie-Anne, con quien se casó.

Debido a que Marie-Anne era muy joven –tenía trece años cuando dejó la casa de sus padres–, le asignaron un maestro para su educación: el pintor Jacques-Louis David. Aprendió dibujo, latín e inglés, lo que fue de mucha utilidad para el trabajo de Lavoisier. No solo ilustró su tratado de química, también tradujo libros y escritos que provenían de Inglaterra. Su presencia fue una gran ayuda para la estricta rutina que Lavoisier seguía en su vida cotidiana. De seis a ocho de la mañana, se dedicaba a la investigación científica; el resto del día, se preocupaba por sus negocios en la Ferme Générale y cumplía con otras obligaciones. A las siete de la tarde, y durante tres horas, volvía a sus estudios científicos. El domingo era, tal vez, el día más importante porque se dedicaba a realizar sus preciados experimentos. Sin duda, Marie-Anne Paulze y Antoine-Laurent de Lavoisier eran un matrimonio de químicos. Trabajaron juntos en muchas de las experiencias que realizaron para entender la naturaleza de diferentes sustancias y compartieron, emocionados, el fin de la teoría del flogisto.

Un nuevo “aire”

Una vela es algo simple: es un objeto hecho de parafina e hilo, sin ninguna característica destacable a excepción de las extrañas formas en las que se la puede modelar o los inagotables colores con los que se la puede teñir. Pero cuando la vela comienza a arder, una subyugante llama amarillenta, con una ligera tonalidad azulada en su base, atrapa nuestra atención mientras cambia sutilmente de forma para revelarnos uno de los más bellos fenómenos de la naturaleza: el fuego.

Hace unos dos mil cuatrocientos años, un pensador griego llamado Empédocles propuso que la gran diversidad de objetos que componen nuestro mundo están constituidos por cuatro elementos: agua, tierra, aire y fuego. Con el correr del tiempo, estas ideas acerca de la composición de las cosas inspiraron otras más complejas que, a veces, incluían a los cuatro elementos, otras veces solo a dos o tres de ellos. Incluso no faltó la oportunidad de agregar algunos nuevos, como en la teoría con la que Joachim Becher intentó explicar por qué algunos objetos se incineran al ser calentados.

Cuando la madera o el papel se queman, liberan el calor y el fulgor en la llama dejando, al final, solo humos y hollines. Para explicar estos cambios, Becher supuso que materiales como la madera o el papel estaban formados por tres clases de tierras.

Una de ellas era llamada, en latín, terra pinguis. Para Becher, cuando un objeto se quema, libera esta tierra produciendo el fuego y dejando como residuo la ceniza. Poco tiempo después, un compatriota suyo llamado Georg Stahl amplió estas ideas. A la terra pinguis le puso un nombre más sencillo: la llamó flogisto. Pero la teoría tenía un grave problema y era que, a medida que fue posible medir con mayor precisión el peso de los objetos, se pudo saber que los productos que se obtienen al quemar, por ejemplo, un pedazo de madera pesan más que el trozo de madera original. ¿Cómo era esto posible si cuando un material cualquiera se quema debía liberar flogisto y, por lo tanto, pesar menos?

En Inglaterra, Joseph Priestley experimentaba con el óxido de mercurio; observó que, al calentarlo, se desprendía un gas y se obtenía mercurio. Advirtió, además, que una vela se volvía más incandescente frente a este nuevo “aire”. Colocó un ratón en una campana que contenía el nuevo gas y vio lo bien que el roedor estaba en esa nueva atmósfera. Le escribió entusiasmado a Benjamin Franklin y le comentó que, hasta ese momento, solo dos ratones y él mismo habían tenido el privilegio de respirar ese gas.

Lavoisier repitió los experimentos de Priestley y obtuvo los mismos resultados, pero se dio cuenta de que estaba en presencia de un nuevo elemento al que llamó oxígeno. La combustión de un leño, por ejemplo, se pudo explicar como una reacción en la que el oxígeno del aire se combina con las sustancias que componen la madera, dando origen a nuevos compuestos y al desprendimiento de luz y calor. Entonces, dicha combinación del oxígeno resultó ser la causa de que la suma de los productos finales pese más que el trozo de leña inicial. Ya no era necesario suponer la existencia del extraño flogisto para explicar que algunas sustancias fueran combustibles.

La guillotina

Lavoisier pudo ver y sentir cómo su revolución de la química tomaba formas definitivas. Pero las revoluciones políticas, como ya sabemos, son muy diferentes. Son procesos largos donde es difícil predecir qué es lo que va a suceder. La lucha por el poder es severa y, por supuesto, siempre están presentes los que desean que todo vuelva a ser como era. Debido a su pertenencia a la empresa recaudadora de impuestos, Lavoisier pudo ser visto como un hombre vinculado a las antiguas costumbres. Tal vez este fue el pensamiento de Marat –médico, periodista y líder de la revolución– cuando, en el año 1791, lo atacó en un artículo publicado en el diario El amigo del pueblo.

Lavoisier fue quizás un buen administrador y, sin duda, un gran experimentador y teórico en el mundo de la química. Pesó y midió con sumo cuidado. Pero la vida personal y la vida de los pueblos poco se parecen al preciso mundo de las reacciones químicas. Aunque hizo un esfuerzo enorme por controlar cada uno de los aspectos de su trabajo en el laboratorio, lo que le permitió fundar la química moderna, Lavoisier no pudo controlar los acontecimientos que marcarían su fin.

En septiembre de 1792, en Francia, se puso término a la monarquía y se proclamó la República. Meses más tarde, Luis XVI fue ejecutado en la guillotina. Los ajusticiamientos se sucedían sobre los sospechosos de oponerse a la revolución. La suerte estaba echada.

Lavoisier fue apresado el 24 de noviembre de 1793, junto a otros socios de la Ferme Générale, para ser juzgado. El 8 de mayo de 1794, un tribunal de la revolución lo condenó a muerte. Ese mismo día, por la tarde, fue conducido frente a la guillotina. Cuando la filosa hoja de metal finalizó su fatal recorrido, la multitud, tal vez, gritó y vociferó como lo había hecho durante otras ejecuciones. Quizás no supieran cabalmente qué era lo que acababa de ocurrir. Lo cierto es que la cabeza de Antoine-Laurent de Lavoisier, fundador de la química moderna, yacía en una sangrienta y ruinosa cestilla.


Es biólogo (UBA), docente y escritor.
Editó y realizó diferentes trabajos en el campo de la divulgación de las ciencias, la pedagogía y el cine. Entre ellos, se destacan: “El descubrimiento de las bacterias y el experimento 606” (2003), “El medio interior. La experimentación con animales” (2006), “¡Eureka! Tres historias sobre la invención en la ciencia” (2008), “Iluminación. Narraciones de cine para una crítica sobre la política, la ciencia y la educación” (2013), “El siglo maravilloso. Al filo de la Gran Guerra. Memorias de la última centuria” (2016), “Voyager. El mensajero de los astros” (2017), “Frankenstein. La creatura” (2019) y “Obediencia imposible. La trampa de la autoridad” (2021).
Además, coordinó diferentes programas sobre la enseñanza y el conocimiento público sobre la ciencia.