Sobral
¿Cómo decidir si lo hecho, o lo que se hará, debe ser imaginado como un acto heroico o como el reflejo de una sublime torpeza? Inoportuna pregunta para Otto Nordenkjöld porque, sin haber sido siquiera enunciada, amenaza la realización de su viaje exploratorio a la Antártida. Tras la muerte de Salomón Andrée, no era posible ignorarla sin más. ¿No fue una imprudencia pretender llegar al Polo Norte en un globo aerostático? Lo intentó junto a Nils Strindberg y Knut Fraenkel, elevándose desde Spitzbergen el 11 de julio de 1897. Sin embargo, a los pocos días de iniciado el vuelo solo quedaba el silencio. Todo contacto con el Águila –el gigantesco globo que debía llevarlos al polo– se había perdido. Era como si el blanco mar del Norte los hubiese devorado, mostrando con dolorosa simpleza la hostilidad de un mundo frío que parece esforzarse por disipar la tenaz esperanza de los hombres.
Con la intangible sombra de la desaparición de sus tres compatriotas y con la reticencia de quienes debían financiarlo, Nordenskjöld organizó su travesía pidiéndole colaboración al gobierno argentino para aprovisionarse en el puerto de Buenos Aires. Julio Argentino Roca, entonces presidente de la Nación, accedió a la solicitud del explorador sueco, pero le impuso una condición: que lleve un argentino para participar de los trabajos científicos que habrían de realizarse en la Antártida. De esta forma, el 21 de diciembre de 1901, el buque “Antarctic”, al mando del capitán Carl Larsen, abandonó las aguas del Plata con rumbo final hacia el Círculo Polar Antártico, llevando en su tripulación al joven alférez José María Sobral quien, en la inmensidad del mar y la soledad de los hielos, estaría obligado no solo a entender un idioma que desconocía, sino a guardar las palabras del suyo que los demás no comprendían.