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MiradasEdición 11
Por qué el mundo que hizo posible Watergate ya no existe
Juan Pablo Cremonte 25 octubre, 2022

Hace 50 años… se desvelaba el caso “Watergate”

 

Por qué el mundo que hizo posible Watergate ya no existe
…y por qué lo que extrañamos de ese mundo no es tan adorable

Se cumplieron 50 años del descubrimiento del caso “Watergate”, un acontecimiento que articula la relación entre periodismo y política de un modo particular que oficia como modelo arquetípico de dos elementos que configuraron la segunda mitad del siglo XX: la conspiración política y el periodismo de investigación.

El 18 de junio de 1972 se descubrió una red de espionaje montada en las oficinas del complejo de edificios Watergate, en Washington, donde funcionaba una sede del Partido Demócrata de los Estados Unidos. Se comprobó que la infiltración de espionaje había sido perpetrada por funcionarios del FBI y de la policía vinculados al equipo del Partido Republicano que trabajaba para la reelección del entonces presidente Richard Nixon.

El hallazgo de la infiltración del espionaje, y la conexión entre esta y el presidente, fue obra de un par de periodistas del diario Washington Post, Bob Woodward y Carl Bernstein, quienes quedaron en la historia –y en el imaginario universal– como emblemas del periodismo de investigación por haber enfrentado al poder al revelar sus secretos más oscuros. Casi casi como un guion de Hollywood, pero en la vida real.

El caso Watergate configura un imaginario de funcionamiento del poder político, confirma las sospechas sobre el tráfico de influencias, el modo de funcionamiento de poderes ocultos y las acciones ilegales o ilegítimas que esos poderes realizan para alcanzar sus objetivos. La revelación de Watergate funciona como comprobación metonímica de todas las conspiraciones: si una es real, demuestra que todas son reales, incluso las más delirantes.

Por otro lado, Watergate moldea un modo de ejercicio del periodismo de investigación. Dos periodistas consiguen establecer diálogo con un agente de inteligencia que formó parte de la operación y logran que les vaya revelando cómo rearmar el proceso de su realización. El famoso follow the money [sigue el dinero], que indicaba seguir el camino del financiamiento del espionaje, les permitió reconstruir el operativo y publicarlo en el diario en sendas notas que oficiaron como historia por entregas a la manera del folletín. Tanto la identidad secreta del informante –el famoso “Garganta Profunda”, cuya identidad se terminó revelando muchos años después, en los últimos años de su vida– como la acción de los periodistas-investigadores configuran íconos temáticos de la cultura occidental: la fuente reveladora que confirma que “siempre alguien habla” y los periodistas-investigadores como protagonistas de un policial negro en el que se enfrentan con los poderes –incluso el de los propios medios– para revelar la verdad.

En tercer lugar, Watergate ofrece un tipo de relación entre el sistema político y los medios masivos de comunicación. En la narrativa asociada al caso, estos medios masivos –el periodismo político, en verdad– ofician como control de la acción de los dirigentes políticos y como mediadores entre ellos y los ciudadanos. En este último rol, se ocupan de interpretar las acciones y dichos de los políticos, por un lado, y de orientar, en un sentido pedagógico, a la ciudadanía en los valores democráticos –o de libre mercado o de importancia de la centralidad del Estado o de lo que fuera–. La vieja metáfora botanista de que el tábano mantiene despierto al buey a partir de picarlo de tanto en tanto se hace carne en el caso Watergate. No querían voltear a un gobierno, sino alertar sobre lo correcto y lo incorrecto, lo aceptable y lo inaceptable, lo democrático y lo antidemocrático.

El mundo de los medios masivos y el periodismo político

El mundo en el que tuvo lugar el caso Watergate fue uno en el que los medios masivos de comunicación ocupaban el centro del “real social”, como Eliseo Verón llamaba al sentido común. Todos construimos nuestro sistema de creencias a partir de historias, miradas y lecturas que recibimos de los medios masivos de comunicación. En ese universo, el periodismo dedicado a la información política –el llamado “periodismo serio”– ocupaba una posición de fuerte legitimación y eran, como decíamos, los mediadores autorizados entre la política y la ciudadanía. Esa posición de legitimación era reconocida por dirigentes y ciudadanos, y les confería autoridad para hablarle a la cara al público, incluso más que los políticos.

El periodismo gráfico, en ese marco, ocupaba el lugar de mayor seriedad. En la tríada gráfica-radio-TV, la TV era la más consumida y la gráfica la más creída por el público. Por su parte, las figuras periodísticas televisivas, por lo general, llegaban con el respaldo de una extensa carrera en la prensa gráfica. Para estar en la TV había que tener un argumento externo a ella: una carrera académica, una en el periodismo gráfico o –muy eventualmente– una en la radio.

Esos medios actuaban como corporaciones de tamaño mediano a grande que negociaban con los gobiernos y con otras corporaciones en términos de cúpulas. Como señaló alguna vez Eliseo Verón en Construir el acontecimiento, la cadena de montaje propia del capitalismo alcanzaba también a los bienes simbólicos: tal como se fabricaba un automóvil, se fabricaban las noticias. Había mega marcas, marcas locales y marcas de lujo, ejecutivos a los que nadie les conocía la cara, estrellas y obreros. La especificidad de ese periodismo político estaba en la capacidad para hablarle al público –que eran, también, los electores de las democracias; no había ni un ápice de diferencia entre consumidores y ciudadanos en ese modelo, para seguir la tópica de Néstor García Canclini en su obra homónima– e interpretarle la realidad “para que el público saque sus propias conclusiones”.

No obstante, el mundo de los tanques mediáticos no era todopoderoso. Había una serie de compromisos propios de las reglas del campo que solían cumplirse –en general, las excepciones han sido muy marcadas y contraproducentes– como: no omitir información de interés, aunque sea contraria a la posición editorial del medio; diferenciar, de manera muy clara, información de opinión –en la TV, ese punto incluye diferenciar ficción de no-ficción–; no publicar información falsa adrede, y, en caso de incurrir en un error, señalar la rectificación. Es decir, este modelo tenía una asimetría muy clara entre el público y los medios, pero también un sistema de convenciones muy claro que mantenía mucho prestigio.

En Elogio del Gran Público, un clásico texto que describe este modelo cuando comenzaba a flaquear, Dominique Wolton plantea que las corporaciones periodísticas, junto con el sistema político y el mundo de encuestadores y consultores, constituyen tres élites que comparten cuadros, instituciones de formación y redes de reciprocidad. Este universo de reciprocidad se basa en la distribución de roles entre periodismo, política y encuestadoras con mutua colaboración con la condición de que cada quien se atenga a sus reglas. Watergate sería la demostración de que cuando uno no cumple con ellas, otro está allí para revelarlo; en otras palabras, demostraría que el sistema funciona. Al mismo tiempo, Watergate enviaba un mensaje a la ciudadanía: cuando el sistema político no actúe como debe, el periodismo accionará para corregirlo. Surgen dos críticas a esta lógica: nunca opera el periodismo para denunciar al sistema económico por la obvia razón de que se trata de sus anunciantes, de quienes depende para su sustento; por otra parte, aparece el argumento ya señalado de que Watergate sería la conspiración descubierta dentro de un universo plagado de conspiraciones aún por descubrir. El cine ha colaborado mucho en la construcción de esta última creencia. El mismo caso Watergate ha sido objeto del cine más de una vez: Todos los hombres del Presidente, Nixon, Frost vs. Nixon, entre otros títulos.

El mundo de los medios masivos entra en crisis

Ese mundo que describimos en el apartado anterior entró en crisis. El trabajo como estable y permanente, como regular y previsible en horarios, días y años, comenzó a resquebrajarse entre mediados de los 70 y fines de los 80, según los países y los regímenes políticos (Richard Sennett lo describió con precisión en La corrosión del carácter). Acompañando este proceso, arrastrándolo o alentándolo –de nuevo, según los países, los años y los regímenes–, los medios vieron trocar sus modalidades de relación con el público y con el sistema político y económico. El sistema broadcasting comenzó a decaer, aunque aún se mantiene y sostiene su importancia.

La tentación más grande de la historia de los medios de comunicación es culpar de todo –como si fuera un juicio penal– a la aparición y la consolidación de internet. Sin embargo, la experiencia histórica y el trabajo de especialistas en la transición de un mundo a otro  –como José Luis Fernández, Carlos Scolari o Mario Carlón– muestran que el proceso es anterior a la aparición de la red y que esta solo lo aceleró o empujó.

Se acelera y profundiza la concurrencia entre la ampliación de la oferta de entretenimientos, la generación de redes de medios y la convergencia de capitales en las que canales, radio y prensa gráfica son solo una propiedad más dentro de conglomerados económicos con intereses diversificados. Mientras las ofertas de entretenimiento e información se amplían, los públicos también se diversifican, y se atomizan. Esto reduce el poder y la asimetría entre medios y públicos, aunque sea desde el punto de vista de la promesa contractual comunicacional.

La aparición de internet, su desarrollo y su consolidación, recoge esta atomización de públicos y la hace estallar al punto de construir una oferta personalizada que cada usuario puede diseñar y ajustar. En este escenario, los medios masivos responden con la saga de miedo, negación, aceptación y adaptación que caracteriza la reacción humana a los cambios de ecosistema.

Los medios de comunicación, decíamos, hoy forman parte de grandes conglomerados económicos donde no son la principal inversión ni la principal fuente de ganancias. Eso produce dos efectos, ambos negativos: por un lado, su sustentabilidad económica deja de ser una condición imprescindible; por otro, se convierten en patrocinadores de los posicionamientos políticos y los intereses económicos de los grupos a los que pertenecen. Como antes pero más que antes, y de un modo mucho más descarnado.

Muchas de las “reglas de funcionamiento” que mencionamos antes ya no existen. El compromiso de tratar los temas de agenda, para bien o para mal, desapareció y los medios omiten de manera pasmosa temas que parecen elefantes en la cocina. La separación entre información y opinión es prácticamente una rareza o un anacronismo en un campo periodístico cada vez más convertido en opinología. Por último, la promesa de verdad en la información opera solo como una promesa vacía: las fake news son un fantasma que atraviesa la práctica periodística; más allá de las acusaciones sobre publicación de mentiras, ni los errores ni las falsedades son desmentidas o rectificadas.

En tanto, el llamado clickbait hace que los medios persigan enfermizamente el deseo del público. En ese marco, la necesidad de atraer esa búsqueda de clics excede cualquier compromiso con la verdad y el profesionalismo. Se dice que es preferible publicar primero la información con la que el ecosistema especula aunque se corra el riesgo de incurrir en un error. La cosecha de clics “paga” el supuesto desprestigio que el error pueda generar. Si eso pasa obrando de buena fe y sin otra intención que ganar dinero, imaginemos lo que puede pasar si el objetivo fuera realizar una operación político-periodística.

El mundo que hizo posible la investigación periodística que reveló el caso Watergate ya no existe. ¿Eso implica que una investigación periodística como Watergate es imposible? No. Significa que no será publicada como la revelación de un escándalo político, como signo de la salud del sistema político-comunicacional-democrático ni como una exhibición de la superioridad moral del periodismo como fiscalía de los asuntos públicos. Basta ver, ante la duda, cómo y cuándo se revelaron los “Panamá Papers”.

Por otra parte, es interesante repasar el argumento nostálgico sobre las supuestas ventajas de ese universo político-comunicacional. Más allá del atractivo invencible de aquel pasado mejor, con el aún más invencible atributo de lo irrecuperable (“no hay nada más dulce que lo que nunca he tenido, ni nada más amado que lo que perdí”, cantaba Joan Manuel Serrat), lo que extrañamos del mundo que hizo posible Watergate no es la épica del periodismo como guardián de la democracia y la justicia, la política teniendo que aceptar la mediación de la prensa ni la ciudadanía como figura atenta a esa mediación: lo que extrañamos es el orden de ese mundo. Un mundo donde los políticos eran políticos, los periodistas eran periodistas y los ciudadanos eran (solo) ciudadanos. La hibridación de las culturas, los posicionamientos políticos y las experiencias estéticas nos dejaron solos (sin guías, sin colectivos, sin mapas) y la única brújula que tenemos en la mano es nuestro smartphone.

Es licenciado en Comunicación por la Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS) y doctorando en Ciencias Sociales por la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).
Es coordinador de investigación del área “Procesos de comunicación, políticas de comunicación y medios masivos” del Instituto del Desarrollo Humano (UNGS), institución en la cual es docente.
Ha compilado libros sobre comunicación, cultura y políticas y ha escrito sobre
comunicación, política e identidades en diversas publicaciones.