En el universo concentracionario, donde los prisioneros eran marcados con tatuajes y símbolos cosidos en sus trajes como la estrella de David amarilla o los triángulos verdes, rojos o azules, Guido –el personaje de Roberto Benigni– sostiene que el perdedor, el que tenga menos puntos en el supuesto juego, ha de llevar un cartel en la espalda que diga “burro”.
Esta forma de actuar contrasta con el modo en el que el pueblo se reúne en El tren de la vida para decidir cómo van a llevar adelante la idea de la autodeportación. Los conflictos y discusiones parecen no tener fin y solo se resuelven o posponen en función de que todos puedan intentar salvarse en un acto de compromiso de los unos para con los otros. En una habitación atestada, se debate qué hacer:
–Rabino, rabino.
–Calma, calma. Silencio. Así no nos podemos entender. Hagamos las preguntas de a uno y no solo a mí. Pregúntenle también a Shlomo. Yo no puedo contestarles a todos.
–Pero si es loco. Es el tonto del pueblo.
–Y autodeportarnos te parece muy sensato.
El sastre se dirige a Shlomo:
–Shlomo, tengo que hacer cinco uniformes de oficiales nazis y otros treinta de soldados. Itzig fabricará las botas, Herschel hará las gorras y buscará los cascos, pero ¿para qué talla?, ¿quién los llevará?, ¿quiénes serán los alemanes?
–¿Los nazis?
Frente a la pregunta todos tratan de huir, de escapar de la habitación y de la suerte que puede obligarlos a tomar el papel de sus asesinos. Pero el rabino levanta la voz y da la orden de que nadie salga. Formula la fatídica pregunta: “¿Quién quiere ser nazi? Es decir, alemán”. Un frío silencio recorre la habitación. Todos se miran. El rabino vuelve a preguntar:
–¿Itzig?
–No, rabino. Dios me libre, ser nazi es pecado. Las desgracias caerían sobre mi familia. No. Te agradezco que hayas pensado en mí.
–¿Yankele?
–¿Por qué yo? Ya soy contador y tengo úlcera. Un alemán no tiene úlcera.
–Entonces, ¿nadie?
–Si nadie quiere serlo, busquemos nazis auténticos, rabino.
–Cállate, Yankele; nos deportarían de verdad.
–Entonces, ¿tú, Mordechai?
–Perdón, rabino, yo no puedo. Se da cuenta la responsabilidad de hacerse pasar por alemán. Enfrentarse a ellos en alemán. Propongo que el consejo de sabios lo piense bien y nombre a los alemanes.
5. Lifton, R. J. (2018). Los médicos nazis. Buenos Aires: El Ateneo.
Todo importa poco, porque habrá un lindo y noble final, y parte de él será la muerte de Guido, sin la cual el golpe emocional de Benigni no llegaría tan bajo. En las escenas finales, Giosuè ve llegar al ejército estadounidense, lo suben a un tanque –he aquí el primer premio–, encuentra a su madre y la película recibe el premio de la Academia de Hollywood y de gran parte del público que acepta con entusiasmo la posibilidad de que lo engañen sobre uno de los hechos más trágicos de la historia reciente. Había una pregunta sencilla por hacer: ¿cómo es posible que una película sobre el Holocausto se llame “La vida es bella” cuando tal cosa no es posible sin legitimar de alguna forma lo ocurrido? ¿No debió llamarse acaso como el título en español de la película de Frank Capra Qué bello es vivir6? Significado bien diferente.
6. Qué bello es vivir [It’s a Wonderful Life], de Frank Capra (1946).
Cuando Shlomo concluye su relato dice que aquello que cuenta es casi toda la historia porque falta una última consideración, una singular aclaración. Ahora la podemos develar: en las últimas escenas, se nos muestra que aquello que acaba de contar lo hizo tras los alambres de púa del lager; la historia de la autodeportación es falsa. El tren de la vida no nos quiere mentir ni engañar, sino asumir la crudeza de lo vivido y, por ello, el difícil final. Pero Radu Mihaileanu, guionista y director del film, quiso rescatar la vida cultural del judaísmo de Europa del Este como forma de redención de las víctimas. La vida es bella es una película negacionista que fue premiada y aplaudida7; El tren de la vida, por el contrario, ha pasado desapercibida. Deberíamos preguntarnos por qué.
7. Radu Mihaileanu responde a un interrogante sobre La vida es bella y la diferencia con su película: “Decidí no rodar un campo de concentración porque me parece tan difícil reproducir con imagen y sonido esa realidad que he temido banalizarla haciéndolo. En segundo término, la película de Benigni dice ‘tenemos que olvidar y no saber la verdad’. Después, yo tengo una llave para que el público menos cultivado diferencie entre sueño y realidad, y él deja todo mezclado, este es el principio de la virtualidad: mezclar todo para decir que la ficción es siempre un tipo de realidad, con imágenes muy documentales de un tren entrando en un campo y luego a Benigni andando como si fuera un Club Med, con un happy end que sugiere que el Holocausto fue una broma”. Frente a la afirmación de Claude Lanzmann, el director de Shoah (1985), de que no se puede representar el Holocausto, reflexiona: “La cuestión es cómo hacer con el audiovisual, un arte tan pobre, para representar con imágenes lo que no estaba sólo en la imagen. La Shoah estaba dentro de la gente, no fuera. Entonces, cómo rodar el adentro, la locura en planos largos, el individuo y el ministerio de la muerte con sus funcionarios. Spielberg, el año pasado, dijo que su película ha sido un error. Por eso no quise tocar los campos de concentración, sino rodar lo que está en la cabeza de esa gente”. El tren de la polémica (2011, 1 de abril). La Nación. Recuperado de “El tren de la polémica”, en La Nación (1-4-1999).