Bibliotecas Invisibles (y algunas reflexiones sobre cómo acomodar estantes)
Escribo mientras los docentes tratamos con una situación inaudita. Estoy frente a la computadora intentando poner en orden las palabras en el living-escritorio-lugar-de-paso cuando, detrás de una biblioteca, sale mi hijo más chico gritando “¡Te atrapé!”. Vivimos un tiempo en el que la escuela, la familia y el trabajo han perdido sus fronteras horarias. En este marco, quizás mi biblioteca cambie para siempre. Quizás se haga más digital, quizás muchas lecturas salgan del papel y se muden a una pantalla.
La certeza que tengo (la única) es que, física o digital, tangible o virtual, mi biblioteca es mía. Y quiero convidarla.
Una biblioteca de tres patas
En otros ámbitos, cuando hablamos de bibliotecas invisibles (o fantasmas), nos referimos a las apócrifas, a esas que solo existen en la literatura. Así, libros como El Necronomicón de Lovecraft, el volumen XI de la Enciclopedia Británica en el que Borges descubre Tlön, Uqbar, Orbis Tertius o el inolvidable Cementerio de los libros olvidados, de la trilogía de Ruiz Zafón, anidan en sus lectores y se vuelven parte de ellos.
Pero estas bibliotecas son invisibles por otras razones. Viven en nosotros porque nuestro oficio es ser mediadores de lecturas, seamos de la disciplina que seamos y sin importar el nivel del sistema educativo en el que trabajemos. Mucho se discute la palabra mediador porque, justamente, se mete en el medio de la relación entre los lectores y la lectura. Pero la verdad es que, en muchos casos, si la escuela no estuviera en el medio, esa relación no existiría. La escuela es, desde siempre y aun en este contexto, La gran ocasión (2007) de la que hablaba Graciela Montes.
Sí, seguramente estar en el medio puede significar obstrucción, bloqueo, direccionalidad; pero también es puente, mano tendida, invitación, convite. Y ahí es donde nos vamos a parar.
Estas bibliotecas (internas, no catalogables) suelen tener tres patas: una de corte curricular; otra más vinculada a la didáctica (qué dispositivos prever para qué tipo de intervención, qué formato curricular será el más conveniente y por qué y para qué); y la última es específicamente disciplinar, es decir, en nuestro caso, una pata de orden literario (calidad, búsqueda estética, géneros, autores, órdenes de lecturas y más). Decir “biblioteca” podría darnos una falsa sensación de estatismo, pero la verdad es que estas patas tambalean y se acomodan en cada ciclo lectivo, en cada curso, en cada contexto.
Una biblioteca hecha de susurros
El término biblioteca, desde su misma etimología, nos remite al objeto físico. Decimos biblioteca y, aun en el sentido metafórico, vemos nuestros libros en sus estantes. Pero ser docente también es tener bibliotecas hechas de voces que nos llegaron en otras voces:
…es importante reconocer la existencia de los textos internos: todo lo que uno percibió, escuchó, recibió por distintos medios, cantó, garabateó, etcétera. […] la lectura y la escritura del trazo que nos enlaza a unos con otros, del vínculo que cada ser humano va entablando con otros seres y, también, de la multiplicación de estos vínculos que forman redes y tramas en la vida de las personas… (Devetach, 2008, pp. 18-19)
¿Cuánto de nosotros, como docentes, es parte de esas otras voces? Lo que nos dijeron nuestros maestros, nuestros formadores en la carrera, lo que se va macerando de a poco. Las bibliotecas invisibles resultan, así, un lugar de cruce entre lo oído y lo aprendido, entre lo leído y lo vivido; resultan, también, experiencias siempre atravesadas por el lenguaje, incluso en aquellas zonas ominosas. En el caso particular de quienes nos dedicamos a la literatura, el vínculo con la palabra poética es uno afectivo que se remonta a los primeros arrullos, a esas lecturas en la voz de un otro con el que establecimos vínculos:
A los primeros lectores no les importan demasiado los títulos ni el orden de aparición. Lo que definitivamente sella la relación de un pequeño con la lectura es aquello que circula por debajo y que no está escrito en los renglones de un libro: la pareja adulto-niño amarrada con palabras. (Reyes, 2019, p. 31)
Yolanda Reyes habla de los primeros lectores, pero la experiencia se replica en todas las edades. La lectura en voz alta –sea de literatura, textos expositivos o ensayísticos– marca un camino, señala puntos álgidos, imprime un ritmo y un clima con el que podemos señalar –ofrecer– otros modos de desplegar y acompañar esa lectura demostrando, en cada inflexión de la voz, que docentes y estudiantes estamos juntos en esto.
Esta función de selección y convite (sobre todo, en el contexto de multiplicación de voces, textos, imágenes y sonidos a la que asistimos) hace que el cuidado que pongamos sea doblemente esmerado. Es nuestra función, pero, principalmente, es parte de nuestro deseo lector ofrecer aquello que consideramos buenas lecturas, diferenciando lo urgente de lo necesario, lo nutritivo de la moda, el ruido de la música.
Los docentes vivimos la experiencia de la lectura y sabemos que no todas las palabras son habitables, que no da igual dar a leer cualquier cosa y que desarrollar quisquillosamente esos criterios en la selección va mucho más allá de nuestro deseo. No ofrecemos una lista de lecturas, mostramos nuestros caminos lectores tamizados por las tres firmes patas de nuestra formación.
Así, “¿qué leer?” y “¿cómo leer?” funcionan como norte. ¿El resultado? Una hipótesis de viaje.
Recorrer la biblioteca con un itinerario
¿Qué leer?
Tenemos la biblioteca y empezamos el camino sabiendo que siempre tiene algo de deriva. Y que, justamente, es esa flexibilidad la que nos permite diseñar recorridos suficientemente abiertos para prever y permitir emergentes.
¿Cómo saber qué libros para qué lectores, antes de conocerlos? ¿Cómo operar esa selección cuando el diseño curricular no es prescriptivo? Lejos de pensarla como una condición negativa, esta apertura nos brinda la oportunidad de ser artesanos, artífices de un camino único, deseado y construido para ese grupo en particular. Lejos de ser aplicadores de recetas, los profesores nos volvemos imaginadores didácticos (Sardi, 2007) y, entre las múltiples respuestas posibles, decidimos organizarnos en itinerarios de lecturas.
Hace un tiempo, cuando en marzo de un 3.º año del Secundario presentamos el primer eje, Martina observó: “Doce libros para elegir…”. En ese comentario se condensaba nuestro posicionamiento: no hay dos lectores iguales y dar a elegir distintas novelas no era una tarea más. Si bien la mayoría de las obras elegidas fueron ofrecidas por nosotras, queríamos escuchar las lecturas que nuestros estudiantes tenían para ofrecer, queríamos iniciar una conversación auténtica con ellos.
El itinerario El pasado que nos forma 1 consistió en un corpus de novelas cuyos personajes atraviesan diversos contextos históricos (la Shoá, la Campaña del Desierto o la última dictadura militar argentina). El cierre de este proceso consistió en una conversación con la escritora Eugenia Almeida y varios colegas, madres y padres que pudieron acercarse a participar. Una conversación literaria, sí, pero sobre todo intergeneracional.
1. El itinerario está compuesto por: El mar y la serpiente, de Paula Bombara; El profesor de música, de Yaël Hassan; La noche más larga, de Sandra Comino; El país de Juan, de María Teresa Andruetto; El rastro de la serpiente, de Laura Escudero; El niño con el pijama de rayas, de John Boyne; La mujer en cuestión, de María Teresa Andruetto; El país del diablo, de Perla Suez; El diario de Ana Frank; Frutos del país, de Liliana Mundani; El colectivo, de Eugenia Almeida; Piedra, papel y tijera, de Inés Garland.
¿Cómo leer?
En estos itinerarios, además de las lecturas, había un par de paradas establecidas en las que, en grupos pequeños armados según el libro elegido, se leía y debatía. Pero, también, organizamos conversatorios con todo el curso, estableciendo paralelismos y diferencias entre estructuras, ritmos, tipos de personajes y conflictos y, por supuesto, contextos en los que las obras fueron ambientadas.
Durante mucho tiempo, la lectura en la escuela fue concebida como una actividad individual. Así, en relación a la lectura silenciosa, se establecieron rituales y se desarrollaron técnicas (el susurro, seguir con la vista o el dedo). Muchas veces, el resultado de esa lectura iba a parar a cuestionarios de preguntas cerradas o a tests de comprobación del cumplimiento en una búsqueda (casi persecución, diríamos) de modos de medir cómo y qué habían leído nuestros estudiantes.
¿Por qué dialogar sobre lo leído? ¿Por qué llevar una actividad individual al espacio colectivo? Sí, es cierto, nuestros estudiantes leen en soledad, pero esa es solo la primera parte de la lectura. Con nuestra intervención o sin ella, la conversación entre lectores es algo que va a suceder. ¿Qué mejor ocasión, entonces, para habilitar el espacio del intercambio y así colaborar en volvernos, todos juntos, lectores reflexivos?
La lectura, para mí, es un medio para pensar […]. Algunos tipos de conversación tienen el efecto de hacernos más conscientes de lo que nos está sucediendo, porque nos hace pensar más cuidadosamente, más profundamente en lo que hemos leído. (Chambers, 2007, pp. 21-22)
Si la lectura es un medio más para pensar y la escuela ofrece un espacio para la lectura, es claro que en el aula hay un espacio y un tiempo para pensar con otros. Por supuesto, dar la palabra, tomarse el tiempo para leer y para escuchar, saber esperar el silencio de algunos estudiantes y ceder el control en esos intercambios hace que entremos en fricción con otras lógicas escolares, principalmente las relacionadas a los tiempos y a la acreditación 2. Si bien hay pocas certezas –y en nuestra tarea vamos experimentando, reflexionando, barajando posibilidades–, sí hay una y es que estas prácticas promueven mucho más que la mera lectura (si es que algo así existe), por lo cual las sostenemos firmemente.
2. Este es un tema que nos ocupa y sobre el que reflexionamos mucho (Ver Anti-recetario. Reflexiones y talleres para el aula de literatura, de María Florencia Ortiz) porque nos exige repensar prácticas de enseñanza en pos de la formación de lectores críticos.
La literatura no baja desde un pedestal y no hay quienes puedan arrogarse la potestad sobre ella. “La apropiación que hace la literatura sobre el patrimonio común, el lenguaje, regresa más tarde o más temprano por sus cauces y nos pide dirigir la mirada hacia los otros”, dice María Teresa Andruetto (2014), y no podríamos estar más de acuerdo.
Corolario 3.0: biblioteca sin bibliotecaria y… ¿sin orden?
Marzo de 2020: iniciamos un nuevo ciclo lectivo y –en un IPEM (Instituto Provincial de Enseñanza Media), en el marco de las tutorías de apoyo a las trayectorias escolares– llevamos adelante un taller de lectura y escritura. Para los asistentes es un espacio voluntario; sin embargo, todas las semanas nos encontramos a compartir, a discutir, a escucharnos. Estamos escribiendo y leyéndonos, vamos haciendo recomendaciones, nos pasamos libros. Es nuestro segundo año y solo pudimos vernos dos veces. El mundo cambia y, por primera vez desde su creación, durante el ciclo lectivo la escuela está cerrada.
Nos desorientamos. En este contexto, no sabíamos qué teníamos que hacer ni tampoco teníamos mucha idea de cómo hacerlo. Mientras tratábamos de hacer pie en esta nueva realidad, mediante mensajitos reactivamos el grupo. Es verdad, lo decimos en serio: nos extrañamos.
Compartí mi carpeta de libros en PDF; así, abrí un espacio que inicialmente no estaba pensado para dar clases. De alguna manera, esa carpeta era algo íntimo, mucho más íntimo que ese cara a cara en el que charlamos sobre lecturas y preferencias. En la carpeta hay mucha literatura, pero también libros de teoría y ensayos. Nos tomamos un tiempo para inspeccionarla. Los cursantes también pueden editarla y, entonces, aparecen lecturas nuevas.
Finalmente, elegimos leer una obra que ninguno hubiera leído antes. Pero, hasta que llegamos a esa novela, me sorprendió ver que habían estado muy curiosos hojeando, con mayor o menor interés, a Steiner, a Bachelard, a Byung-Chul Han, a Bauman, a Villoro.
No había pensado en que, al ofrecer esa carpeta, estaba retirando mi mirada, mi selección previa, mis olvidos y mis censuras. Tuve un momento de duda, pero, al final, la duda se disipó: el gesto de convidar prevaleció. Quizás porque yo también fui una adolescente lectora que recibió el gesto de alguien que convidó sus lecturas. Quién sabe si, en un futuro, estos cursantes no estén a su vez convidando bibliotecas.
Las lecturas van abriendo caminos azarosos ¿Cómo llega un libro a nuestras manos? ¿Quién nos lo da, en qué circunstancia fortuita o bajo qué recomendación? El hecho es que, recién salidos de la infancia, nos cae un libro en las manos y se produce algo misterioso. (Sylvia Iparraguirre, 2017)
Referencias
Andruetto, M. T. (2014). La revolución, otra lectura. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
Chambers, A. (2007). El ambiente de la lectura. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
Devetach, L. (2008). La construcción del camino lector. Córdoba: Comunicarte.
Iparraguirre, S. (2017). La vida invisible. Buenos Aires: Ampersand.
Montes, G. (2007). La gran ocasión. Buenos Aires: Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología de la Nación. Disponible en http://www.bnm.me.gov.ar/giga1/documentos/EL002208.pdf
Petit, M. (2003). ¿Por qué incentivar a los adolescentes para que lean literatura?. Enunciación, 19(1), 161-171. Disponible en https://revistas.udistrital.edu.co/index.php/enunc/article/view/7395/13824
Reyes, Y. (2019). Poéticas de la infancia. Córdoba: Comunicarte.
Sardi, V. (2007). Historias de lectura y escritura en la escuela: entre la ruptura y la hegemonía. Anales de la educación común, 3(6), 79-84. Disponible en http://servicios.abc.gov.ar/lainstitucion/revistacomponents/revista/archivos/anales/numero06/archivosparadescargar/11_sardi.pdf